Un día en la vida de Iván Denísovich

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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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Es éste uno de los más conocidos y también más escalofriantes testimonios de la crueldad que sufrieron millones de deportados en los campos de trabajo soviéticos. Las terribles condiciones de vida y las vejaciones descritas con detalle por Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag cobran aquí entidad literaria y, bajo la forma de novela, inmortalizan un drama que nunca caerá en el olvido. El protagonista, Iván Denísovich Shújov, lleva encerrado ocho años de una condena de diez en un campo de trabajo situado en algún lugar de la estepa siberiana. Aunque en teoría se halla allí por «traición a la patria», la realidad es mucho más amarga: durante la guerra contra Alemania, Denísovich fue capturado por los nazis, pero logró escapar y reintegrarse en las filas soviéticas. Se le acusó entonces de haber huido del ejército soviético con la intención de traicionar, y de regresar para ejercer de espía para los alemanes. A fin de evitar la condena a muerte, Denísovich reconoció los hechos de los que se le acusaba y fue mandado al Gulag. Éste es el relato de uno de sus días en el campo de trabajo.

Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida
de Iván Denísovich

ePUB v1.0

vidadoble
10.01.12

Alexandr Solzchenitzyn nació en Rostov en 1919.

Curso estudios superiores en la universidad de Moscú y durante la guerra mundial lucho como artillero, alcanzando el grado de capitán con una brillante hoja de servicios. Al acabar la guerra, se le asignó un puesto de profesor en una escuela de enseñanza media. Un día Solschenizyn escribió una carta a su esposa. Era el año 1945. La carta fue intervenida y el futuro premio Nobel se convirtió en una víctima más de las «purgas» desencadenadas por Stalin. Fue sentenciado a ocho años de trabajos forzados. Por ese tiempo enfermó de cáncer, enfermedad que logró superar. En 1953, cumplida su condena, aún estuvo desterrado cuatro años más en Siberia, basta que en 1957 fue rehabilitado por Kruschev. En la actualidad ejerce de profesor de matemáticas en un colegio de Ryazan.

Sin embargo, aún no han acabado las persecuciones para Alexandr Solschenizyn. A la caída de Kruschev de nuevo fue desacreditado, aunque ahora ya era conocido en todo el mundo como uno de los herederos más genuinos de la gran literatura rusa. Durante su destierro en Siberia había ido preparando un libro: Un día en la vida de Iván Denisovich, que dio la vuelta al mundo. El propio Kruschev no hubiera podido encontrar mejor argumento para utilizarlo contra la brutal represión llevada a cabo por Stalin, así que personalmente urgió la publicación de la obra y durante un cierto tiempo Solschenizyn disfrutó de la protección y el respeto oficial. Siguió publicando: Matryona en el hogar, Por el Dios de la causa, Pabellón de cancerosos —relato de sus experiencias como preso político y enfermo de cáncer—, y El primer Círculo. En 1969 comenzó de nuevo la persecución. Fue expulsado de la Unión de Escritores y obligado a permanecer en silencio. Se le ha querido facilitar la salida del país, pero Solschenizyn se ha negado a abandonar su patria. Como hacía durante su destierro en Siberia, guarda ahora en su memoria breves relatos, apuntes de una realidad que no puede plasmar, pero que se niega a ignorar. Su actitud de dignidad, su actitud de exaltación de la persona humana, resumida en su primera novela, le ha valido ahora el premio Nobel 1970. Más que su obra, se ha premiado su vida, una vida que, como en Un día en la vida de Iván Denisovich, se ha convertido en testimonio orgulloso ante la miseria, el dolor y la injusticia, en un patético canto a esa condición humana pisoteada y ofendida. Hay un episodio en esta novela que resume plenamente el sentido de esa lucha terca del autor: Un preso va a sufrir un duro castigo en la checa; alguien, al salir del barracón, le grita: «¡Manten la cabeza erguida!» Esa clase de terquedad, ese orgullo final, es el último recurso que le queda al humillado, para afirmar, a pesar de todo, su condición de hombre libre, su dignidad.

A las cinco de la mañana, como siempre, resonó el toque de diana: un golpe dado con un martillo en un carril de la barraca central. El interrumpido sonido penetró débilmente a través de la ventana cubierta con dos dedos de hielo y enmudeció pronto; hacía frío, y en la guardia se les pasaron las ganas de tocar más veces.

El sonido se había extinguido, y detrás de la ventana todo estaba como cuando durante la noche Sujov visitaba las letrinas, tétrico y sombrío. Sólo el triste resplandor de tres lámparas amarillas, dos en la zona exterior y otra en el propio campo, penetraba a través de la ventana.

Por alguna razón nadie venía a abrir la barraca ni se oía tampoco que los que se cuidaban de sus servicios cogieran las letrinas para sacarlas al exterior.

Sujov jamás se había quedado dormido después del toque de diana; se levantaba siempre puntual. Hasta la hora de la marcha quedaban libres una hora y media, las cuales le pertenecían a uno por completo, y quien conoce la vida del campo de concentración aprovecha todas las oportunidades para hacerse merecedor de alguna cosa: uno podía echar un remiendo con cualquier clase de tela en las manoplas de éste o aquél, o alargar a los de la brigada que aún estaban en los catres las polainas secas, a fin de que éstos no tuvieran que dar vueltas con los pies desnudos y escoger sus botas de en medio del montón. O recorrer, uno por uno, los almacenes y mirar a quién se podía hacer un favor, como barrer el suelo o traerle cualquier cosa; o recoger, en la barraca destinada a comedor, los platos de hojalata apilados por todas partes sobre las mesas de madera y llevarlos al fregadero, con la esperanza de encontrar alguna sobra.

Desgraciadamente, la gente se abría paso a codazos para realizar este servicio; y cuando, con mucha suerte, se encuentra un resto ínfimo en una de las escudillas de hojalata, se pierde el dominio de sí mismo y uno lo vacía a lengüetadas. A Sujov se le habían quedado grabadas en la memoria las palabras del primer brigada, Kusiomin, un más que experimentado lebrato de campos de concentración que ya en 1943 llevaba doce años de experiencia en ellos encima de las costillas, y que había dicho una vez en un calvero abierto en el monte en un fuego de campamento y ante el avituallamiento traído del frente: «Aquí, muchachos, impera la ley de la taiga. Pero también aquí viven hombres. En el campo sucumben aquellos que lamen los platos, especulan con la enfermería o denuncian.»

En lo que concierne a denunciar había él, naturalmente, exagerado. Ya se cuidaban ellos bien de no exponerse a ningún peligro, sólo que esta prevención la compraban con la sangre de los demás.

Siempre se había levantado Sujov al toque de diana, pero hoy no se levantó. Ya desde ayer no se encontraba bien, tiritaba y le dolían los huesos. Por la noche no había conseguido entrar en calor. Le pareció, en sueños, como si se encontrara muy enfermo y que, más tarde, disminuía algo su enfermedad. Quería y no quería que amaneciera.

Pero también aquella mañana amaneció.

Y ¿dónde diablos va aquí uno a calentarse? En la ventana, completamente helada, y en las paredes, a todo lo largo de las junturas del techo y por toda la barraca —un edificio gigantesco— sólo había rayas blancas: la escarcha.

Sujov no se levantó. Estaba tendido en el catre de arriba, tapado hasta las orejas con la manta y la enguatada chaqueta, con los pies metidos en las subidas mangas de la sahariana. No veía nada, pero percibía todos los ruidos y se daba cuenta de lo que pasaba en la barraca y en su rincón. Allí los del servicio de la barraca arrastraban afuera —graves y pesados pasos a todo lo largo del pasillo— uno de los ocho cubos que servían de letrinas. Uno piensa que esto es un trabajo fácil, un trabajo para inválidos, pero ¡intenta sacar una cosa así afuera sin verter nada! Allá, alguien de la brigada 75 hacía restallar un manojo de polainas sobre los sitios secos del pavimento. También en nuestra brigada se hacía lo mismo (también nos había tocado hoy a nosotros el turno de secar las polainas). El brigadier y su ayudante se calzaban las botas en silencio; su catre crujía. El ayudante del brigadier marcharía inmediatamente para la recepción del pan y el brigadier se iría de la barraca central a la barraca de guardia.

Pero no sólo para dirigir el cambio de guardia como hacía a diario. Sujov lo recordaba ahora: hoy se decidía el destino. Pretendían separar su brigada, la 104, de la construcción de los talleres y enviarla a un nuevo edificio, a la «Sozkolonie» (Colonia Socialista). Y esta «Sozkolonie» es sólo un calvero con puras nevascas, y lo que allí se debe hacer lo primero es cavar hoyos con las palas, levantar postes y tender el alambre de púas con las propias manos para que ninguna de aquéllas sobresalga. Después, y sólo después, construir.

Allí se comprueba cómo un hombre es incapaz de encontrar calor en parte alguna: no hay ni una miserable choza. Tampoco hay que contar con un fuego de campamento. ¿Cómo calentarse entonces? ¡La única salvación es trabajar hasta reventar!

El brigadier estaba preocupado. Y se puso en movimiento para arreglar el asunto. Hay que llevar allí como sea, a alguna otra brigada que no sea la nuestra. Claro, con las manos vacías no lo conseguiremos; hay que pasarle a escondidas al jefe de guardia medio kilo de grasa. Quizás un kilo.

Intentarlo no cuesta nada. ¿No es hasta cierto punto natural que uno pueda ponerse un día enfermo y pasarlo en la enfermería? La verdad es que me duele todo el cuerpo.

Algo más todavía. ¿Qué inspector está hoy de servicio?

Tiene servicio —se le ocurrió— Poltora Iwan, un macilento y altísimo sargento de ojos negros. Cuando se le ve por primera vez se asusta uno, pero una vez se le conoce resulta el más tratable de todos los de servicio. No le pone a uno a la sombra ni le lleva arrestado a ver al oficial del regimiento. Todavía puede uno, pues, permanecer un rato tumbado, hasta que los de la barraca 9 se dirijan al otro lado, hacia la barraca comedor.

Las camas de campaña crujían y se movían. Dos se levantaron al mismo tiempo; el vecino de la litera de arriba de Sujov, el anabaptista Alioska, y el de abajo, Buinovski, antiguo capitán.

Los de servicio en el barracón, dos hombres viejos, que ya habían sacado afuera las letrinas, se disputaban para ver a quién le tocaba ir a buscar agua caliente. Reñían obstinadamente, como mujeres. El electricista de la brigada 20 gruñó, arrojándoles una polaina:

—¡Eh, vosotros, vigilantes! ¡A ver si os calláis!

La bota resonó apagadamente contra uno de los postes. Enmudecieron.

En la brigada vecina, el ayudante del brigada murmuraba:

—¡Vasil Fiodoritsch! En el reparto de provisiones me han engañado estos atorrantes; había cuatro porciones de novecientos gramos y ahora hay sólo tres. ¿A quién se lo voy yo a quitar ahora?

Habló bajo, pero, naturalmente, la brigada completa había aguzado las orejas y contenido la respiración. A alguien le sería acortada la ración de la tarde.

Y Sujov seguía tumbado sobre las duras virutas de madera de su colchón. Si por lo menos pudiera uno sobreponerse, si tuviera escalofríos o si se terminaran esos lancinantes dolores. Pero ni una cosa ni otra ocurría.

Mientras el anabaptista musitaba sus oraciones, volvió Buinovski de afuera y dijo entre dientes y con un tonillo malicioso:

—Agarraos bien, rojos marineros. ¡Treinta grados justos!

Y Sujov decidió visitar la enfermería.

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