Un árbol crece en Brooklyn (9 page)

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Authors: Betty Smith

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BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Poco después Sissy encontró a otro hombre que deseaba casarse con ella. La familia nunca supo cómo se llamaba, porque desde el principio Sissy optó por llamarle John. La segunda boda se arregló muy sencillamente. Divorciarse era complicado y costoso; además, como católica no podía hacerlo. A ella y a Jim los había casado un funcionario del Registro Civil, por lo que Sissy resolvió que el casamiento no era válido. Entonces, ¿por qué habría de ser un obstáculo? Usando el apellido de casada y sin mencionar su primera boda, consiguió casarse de nuevo en el Registro Civil. Mary, su madre, se desesperaba porque Sissy no se había casado por la Iglesia. Este segundo matrimonio dio a Thomas Rommely otro pretexto para atormentar a su mujer. La amenazaba a menudo con denunciar el hecho a la policía, para que arrestaran a Sissy por bígama, pero pasaron cuatro años sin que llegase a cumplir su amenaza. Sissy tuvo otros cuatro hijos, y como todos nacieron muertos llegó a la conclusión de que este segundo John tampoco era su hombre.

Disolvió el matrimonio, de forma muy sencilla, diciendo a su marido que como la Iglesia católica no reconocía su unión por ser él protestante, ella tampoco lo reconocía y se consideraba libre.

John II aceptó la resolución de Sissy con filosofía. La quería y había sido bastante feliz con ella; pero la encontraba variable como el mercurio. A pesar de la franqueza aterradora y la ingenuidad de Sissy, él no lograba comprenderla y estaba un poco cansado de vivir con un enigma. Así que no le disgustó la idea de irse.

A los veinticuatro años Sissy había tenido ocho hijos y ninguno había llegado a vivir. Dedujo que Dios se oponía a que se casara. Consiguió un empleo en una fábrica de artículos de caucho y aseguró a todos que era solterona —lo que nadie creyó—, y se fue a vivir a la casa materna. Entre un matrimonio y el otro tuvo una serie de amantes, y a todos los llamaba John.

Después de cada parto infructuoso, su amor por los niños aumentaba; tuvo temporadas de desesperación y creyó que iba a enloquecer por falta de una criatura a quien prodigar su amor maternal. Vertió su frustrada maternidad en sus dos hermanas Evy y Katie y en los hijos de éstas. Francie la adoraba; había oído murmurar que Sissy no era una muchacha decente, pero a pesar de ello la quería con locura. Evy y Katie habían intentado enfadarse con su descarriada hermana, pero era tan buena con ellas que no habían podido mantener el enojo.

Poco tiempo después de que Francie cumpliera once años, Sissy cayó por tercera vez en el Registro Civil. El tercer John era el que trabajaba en la editorial; gracias a él Francie recibía mensualmente aquellas revistas tan interesantes, y justamente por eso deseaba que este tercer casamiento perdurara.

Eliza, la segunda hija de Mary y Thomas Rommely, carecía de la belleza y fogosidad de sus hermanas; era simple, fría y apática. Mary, que deseaba consagrar una de sus hijas a la Iglesia, pensó que ésta era la indicada. Eliza entró en el convento a los dieciséis años. Eligió una congregación muy severa, tanto que a sus monjas sólo se les permitía salir de los muros del convento con ocasión de la muerte de sus padres. Tomó el hábito con el nombre de Úrsula y se convirtió en una leyenda para Francie.

Francie la había visto una sola vez, cuando salió para asistir al funeral de Thomas Rommely. En aquel entonces Francie tenía nueve años, acababa de hacer la primera comunión. Se había entregado de lleno a la religión, y hasta llegó a desear hacerse monja algún día.

Había esperado con ansiedad la llegada de la hermana Úrsula. ¡Tenía una tía monja! ¡Qué honor! Pero cuando la hermana Úrsula la besó, vio que tenía una leve franja de pelos sobre el labio superior y en la barbilla. Esto la alarmó, y le hizo creer que a todas las religiosas que entraban jóvenes al convento les crecía bozo. Y desistió de ser monja.

Evy era la tercera hija de los Rommely. También se había casado joven. Se unió a Willie Flittman, un chico guapo, de cabello negro, bigote sedoso y ojos de italiano. A Francie le hacía gracia su nombre y no podía reprimir la risa cada vez que lo recordaba.

Flittman no valía gran cosa. No era un holgazán, pero no tenía carácter; se quejaba constantemente. Sin embargo, tocaba la guitarra. Las mujeres de la familia Rommely tenían cierta debilidad por los hombres con inclinaciones artísticas o creativas. Toda aptitud para la música, el teatro o la narración les resultaba maravillosa, y sentían el deber de proteger y alimentar estas cualidades.

Evy era la más refinada de la familia. Vivía en un entresuelo en las proximidades de un barrio elegante y trataba de imitar a sus encopetados vecinos.

Deseaba ser alguien; quería que sus hijos disfrutaran de lo que ella nunca había disfrutado. Tenía tres: un chico que llevaba el nombre de su padre, una niña llamada Blossom y otro muchacho, Paul Jones. Su primer paso hacia una vida más sofisticada fue quitar a sus hijos de la escuela dominical católica y apuntarlos a la escuela dominical episcopal. Nadie le podía quitar de la cabeza que los protestantes eran más refinados que los católicos.

Evy, que valoraba mucho las aptitudes para la música, aunque carecía absolutamente de ellas, las buscó con afán en sus hijos. Esperaba que Blossom se dedicaría al canto; Paul Jones, al violín, y Willie hijo, al piano. Pero los chicos no tenían inclinación por la música. Evy cogió el toro por los cuernos. Tenía que gustarles la música, quisieran o no. Si no habían nacido con esa virtud, se les podría inculcar a tanto la hora. Compró un violín de segunda mano para Paul Jones y se las apañó para que un tal profesor Allegretto le diera lecciones a cincuenta centavos la hora. El profesor enseñó al pequeño Paul Jones a rasguear el violín, y, al cabo de un año, le hizo aprender «Humoresque». A Evy le pareció maravilloso que el niño pudiera ejecutar una pieza; era mejor que tocar las escalas todo el tiempo… bueno, algo mejor. Luego se volvió más ambiciosa.

—Ya que tenemos el violín para Paul Jones, Blossom podría aprender también y ambos aprovecharían para practicar con un solo instrumento —le dijo a su marido.

—Espero que será a diferentes horas —replicó él agriamente.

—¿Y tú qué te crees? —contestó indignada.

Así que había que conseguir otros cincuenta centavos semanales, ponerlos en las reacias manos de Blossom y mandarla a ella también a tomar lecciones de violín.

Sucedía que el profesor Allegretto tenía una forma muy peculiar de tratar a sus alumnas. Las hacía descalzar, y tenían que ensayar así, de pie sobre la alfombra. En vez de marcar el compás y corregirlas mientras tocaban, se pasaba la lección embobado contemplándoles los pies.

Un día, mientras Blossom se preparaba para ir a su clase de violín, Evy se sorprendió al ver que se quitaba las medias y se lavaba los pies con toda prolijidad. Esto le pareció digno de admiración, pero no dejó de extrañarle.

—¿Por qué te lavas los pies a esta hora? —le preguntó.

—Para mi clase de violín.

—¿Tocas con las manos o con los pies?

—Con las manos, pero me da vergüenza encontrarme delante del profesor con los pies sucios.

—¿Acaso puede ver a través de los zapatos?

—No creo, pero siempre hace que me quite los zapatos y las medias.

Evy se sobresaltó. No sabía nada de las teorías de Freud y sus escasos conocimientos sexuales no incluían las perversiones. Pero su sentido común le decía que el profesor Allegretto no podía cobrar cincuenta centavos a la hora para no hacer nada. La educación musical de Blossom se terminó en ese mismo instante.

Cuando interrogaron a Paul Jones, contestó que a él lo único que le hacía quitar era la gorra. Se le permitió, pues, continuar. En cinco años sabía casi tanto de violín como su padre de guitarra sin haber recibido una lección en su vida.

Fuera de su afición por la música, Willie Flittman era un hombre torpe. En casa, su único tema de conversación era la forma en que le trataba Drummer, el caballo de su carro de lechero. Hacía cinco años que Flittman se peleaba con el caballo, y Evy ansiaba que uno de los dos venciera pronto.

Evy quería de verdad a su marido, pero no podía resistir la tentación de imitarlo. De pie en la cocina de los Nolan, simulaba ser el caballo Drummer y parodiaba de maravilla a Willie Flittman luchando por colocarle el morral.

—El caballo está parado así —demostraba Evy encorvándose hasta llegar con la cabeza a la altura de las rodillas—. Willie se acerca con el morral, y en el preciso momento en que está por engancharlo en el cogote del animal, éste levanta la cabeza.

Aquí tía Evy estiraba la suya, imitando un relincho.

—Willie espera. El caballo baja la cabeza de modo que se creería que no podría levantarla jamás, todo desgarbado como si no tuviera huesos. —Evy dejaba pender su cabeza con una flojedad alarmante—. Willie se acerca otra vez y Drummer levanta la cabeza.

—Entonces, ¿qué sucede? —preguntaba Francie.

—Bajo yo para colocarle la bolsa, eso es lo que sucede.

—¿Y a ti te lo permite?

—¿Si me lo permite? —Evy se dirigía a Katie, luego a Francie—. Cuando me ve, se precipita a mi encuentro y mete la cabeza en la bolsa sin darme tiempo a levantarla. ¡Si me lo permite! —murmuraba indignada, y de nuevo se dirigía a Katie—: ¿Sabes, Katie? A veces creo que mi marido tiene celos de lo bien que nos entendemos Drummer y yo.

Katie se quedaba mirándola boquiabierta. Luego se echaba a reír. Evy también. Las dos mujeres Rommely y Francie —que era mitad Rommely— se reían a carcajadas, felices de compartir un secreto sobre la debilidad de un hombre.

Así eran las mujeres Rommely: Mary, la madre; Evy, Sissy y Katie, sus tres hijas, y también Francie, que de mayor acabaría siendo como las Rommely, a pesar de llevar el apellido Nolan. Todas eran criaturas frágiles, con ojos grandes de asombro y voces suaves y armoniosas.

Pero forjadas en acero invisible.

VIII

Los Rommely generaban mujeres de fuerte personalidad. Los Nolan producían hombres débiles e ingeniosos. La familia de Johnny se iba extinguiendo. Sus hombres crecían más hermosos, más débiles y más seductores en cada generación. Se enamoraban con facilidad, pero evitaban el matrimonio. Ésa era la razón principal por la cual se iban extinguiendo.

Ruthie Nolan había llegado de Irlanda con su joven y guapo marido, recién casada. Tuvieron cuatro hijos con un año de diferencia entre cada uno. Mickey Nolan murió a los treinta años. Ruthie se las arregló para que Andy, Georgie, Frankie y Johnny pudieran terminar la educación primaria. A medida que cumplían los doce años tenían que abandonar la escuela para ganar unos cuantos centavos.

Los muchachos crecieron hermosos, con habilidad para tocar, cantar y bailar bien, y todas las muchachas se volvían locas por ellos. A pesar de que vivían en la casa más pobre del barrio irlandés, eran los muchachos que mejor vestían en toda la vecindad. La tabla de planchar permanecía siempre lista en la cocina. Uno u otro estaban continuamente alisando una corbata, estirando un pantalón o planchando una camisa. Aquellos chicos altos, rubios y bien parecidos eran el orgullo del barrio. La caída de sus pantalones era perfecta, llevaban el sombrero con elegancia, los botines bien lustrados brillaban, calzados en ágiles pies. Pero murieron todos antes de llegar a los treinta y cinco años, y, de los cuatro, el único que dejó descendencia fue Johnny.

Andy, el mayor, era el más apuesto. Tenía el cabello rubio oro ondulado y las facciones finas. Estaba enfermo de los pulmones. Su boda con una chica llamada Francie Melaney se vio largamente postergada esperando a que mejorara su salud. Pero nunca mejoró.

Los muchachos Nolan eran camareros y cantantes. Formaban el Cuarteto Nolan hasta que Andy empeoró y no pudo seguir cantando. Entonces constituyeron el Trío Nolan. No ganaban mucho y gastaban la mayor parte del dinero en bebida y apuestas a los caballos de carreras.

Cuando Andy cayó en cama para no levantarse más, sus hermanos le compraron una almohada de plumas que les costó siete dólares. Querían darle ese lujo antes de que se muriera. Para Andy la almohada resultó magnífica, pero tan sólo pudo disfrutarla dos días. Tuvo un gran vómito de sangre que la tiñó toda de color herrumbre, y murió. Su madre permaneció arrodillada junto al cuerpo de su hijo durante tres días. Francie Melaney juró que nunca se casaría. Los otros tres hermanos juraron no abandonar nunca a su madre.

Seis meses después Johnny se casó con Katie. Ruthie la detestaba. Pretendía retener a sus hijos junto a ella, hasta su muerte o la de ellos. Hasta entonces todos habían rehuido con éxito el matrimonio, pero aquella muchacha —¡aquella Katie Rommely!— lo había conseguido. Ruthie estaba segura de que se había valido de algún ardid para atrapar a Johnny.

A Georgie y a Frankie les gustaba Katie, pero consideraban que Johnny les jugaba una mala pasada al dejarlos solos para cuidar a su madre. A pesar de todo, acabaron por resignarse. Buscaron un buen regalo de bodas y convinieron en ofrecer a Katie la almohada que habían comprado para Andy y que éste no había tenido casi tiempo de disfrutar. La madre le cosió un nuevo forro para tapar la repugnante mancha que había sido lo último de la vida de Andy. Así que el almohadón pasó a ser propiedad de Katie y Johnny. Éstos lo consideraban demasiado valioso para usarlo a diario y lo guardaban para cuando uno de ellos enfermara. Francie lo llamaba la almohada del enfermo. Katie y Francie nunca supieron que aquélla había sido la almohada de un muerto.

Más o menos al año de la boda de Johnny, Frankie —a quien muchos consideraban más hermoso que Andy—, de regreso a su casa después de una fiesta donde había bebido mucho, tropezó con un alambre que un vecino cascarrabias había colocado alrededor de una parcela de césped frente a su casa, sujeto con estacas puntiagudas. Al caer, se clavó una de esas estacas en el estómago. Se levantó como pudo y llegó a su casa, pero murió durante la noche. Murió solo y sin el auxilio de un sacerdote que lo absolviera de sus pecados. Hasta el fin de sus días, la madre mandó decir una misa al mes por la paz de su alma, que ella imaginaba vagando por el purgatorio.

En poco más de un año Ruthie Nolan había perdido a tres hijos: dos por fallecimiento y uno por casamiento. Ella lloraba a los tres. Georgie, que nunca se apartó de ella, murió tres años después, cuando tenía apenas veintiocho años. Johnny, que en aquel entonces tenía veintitrés, era el único de los varones Nolan que aún vivía.

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