Un árbol crece en Brooklyn (11 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Más tarde se entrevistó con el director. Trató de justificarse. Éste dijo que precisamente porque sabía que estaba a punto de tener un hijo, habría debido cuidar más de su empleo. Luego, como gesto de condescendencia, agregó que no le cobrarían los desperfectos causados por la rotura de las tuberías. El consejo se encargaría de la reparación. Johnny tuvo que darle las gracias. El director le pagó con dinero de su propio bolsillo cuando Johnny hubo firmado el recibo que remitía la orden de pago a favor de aquél. A fin de cuentas, el director hizo lo que, según su criterio, le tocaba hacer.

Johnny pagó a la comadrona y abonó al propietario un mes de alquiler. Se asustó al recordar que ahora era padre de familia, que por algún tiempo Katie no se encontraría en condiciones de trabajar y que él carecía de empleo. Pero se tranquilizó al pensar que pagando el alquiler tenía por delante treinta días de seguridad. Seguramente encontraría algo que hacer.

Por la noche fue a casa de Mary Rommely para comunicarle que la niña había nacido. Al pasar por la fábrica de caucho entró y pidió hablar con el capataz de Sissy, para pedirle que le comunicara la noticia y le recomendara que los visitara a la salida del trabajo. El hombre le aseguró que pasaría el mensaje; le hizo un guiño elocuente y, a la vez que le golpeaba con el índice en las costillas, exclamó:

—¡Bravo, amigo!

Johnny sonrió y le dijo al mismo tiempo que le pasaba diez centavos:

—Cómprese un buen cigarro y fúmeselo a mi salud.

—Así lo haré —aseguró el otro, y, rubricando su gesto con un buen apretón de manos, le repitió que daría el mensaje a Sissy.

Mary Rommely estalló en sollozos al oír la novedad que llevaba Johnny.

—¡Pobre niña, pobrecita! —exclamó—. Venir a este mundo de penas, nacer sólo para sufrir y luchar. ¡Ay! ¡Quizá tendrá un poco de dicha, pero más serán sus penas!

Johnny quiso ver a Thomas Rommely, pero Mary le dijo que no era el momento. Thomas aborrecía a Johnny porque era irlandés. Odiaba a los alemanes, odiaba a los americanos, odiaba a los rusos y no aguantaba a los irlandeses. Defendía la raza hasta el fanatismo, a pesar de tener una aversión sorprendente por los de su propia raza. Además, sostenía la teoría de que una boda entre extranjeros daba hijos mestizos.

—¿Qué saldría si cruzara una canaria con un cuervo? —argumentaba.

Después de acompañar a su suegra hasta casa, Johnny salió a buscar trabajo.

Katie se alegró de ver a su madre. Todavía aturdida por los dolores del parto, pensó en los que su madre había soportado cuando ella misma nació. Pensó que su madre había parido siete hijos, los había criado, había visto morir a tres de ellos y a los restantes sufrir el hambre y la pobreza. Se estremeció al imaginar que ese mismo ciclo le tocaría en suerte a la pequeña que sólo contaba pocas horas de vida.

—¿Qué es lo que yo sé? —preguntó Katie a su madre—. Sólo podré enseñarle lo que sé, y es tan poco… Tú eres pobre, mamá, Johnny y yo somos pobres. La niña está destinada a ser pobre; no llegaremos a ser más de lo que somos ahora. A veces pienso que los días de este último año habrán sido los mejores de nuestra vida; a medida que pasen los años y que Johnny y yo vayamos envejeciendo, nada mejorará, todo irá peor. Lo único que poseemos ahora es juventud y fuerza para trabajar, y eso también lo perderemos con el tiempo.

Enseguida vislumbró la realidad. «Es decir, yo puedo trabajar, no puedo contar con Johnny; tendré que cuidar de él. ¡Oh, Dios! No me envíes más hijos, porque no podré ocuparme de Johnny y tengo que vigilarle, él no puede». La voz de su madre la apartó de sus pensamientos:

—¿Qué teníamos en nuestro país? Nada. Éramos campesinos, nos moríamos de hambre. Vinimos aquí. Salvo que no se llevaron a tu padre al ejército como habrían hecho allá, no lo pasamos mucho mejor, por cierto. Si se quiere, ha sido una vida más dura. Añoro mi tierra natal, los árboles y las vastas campiñas; la vida afable, los viejos amigos…

—Y si no fue para mejorar, ¿por qué viniste a América?

—Por mis hijos. Yo quería que nacieran en un país libre.

—A tus hijos no les ha ido tan bien, que digamos —dijo Katie sonriendo con amargura.

—Aquí hay algo que falta en mi país. A pesar de los aspectos duros y desconocidos, de la vida, aquí hay esperanza. Allí un hombre no puede llegar a ser más de lo que fue su padre, y esto suponiendo que trabaje con empeño. Si su padre fue carpintero, carpintero será y nada más. No podrá hacerse maestro ni sacerdote. Podrá prosperar, pero únicamente hasta donde llegó su padre. En mi país el hombre pertenece al pasado. Aquí, en cambio, puede mirar al futuro. En esta tierra puede llegar a ser lo que él quiera si tiene el corazón y la voluntad para trabajar honestamente.

—Eso no es así. Tus hijos no lograron más que tú.

Mary Rommely suspiró.

—Tal vez sea por mi culpa. No supe enseñar a mis hijos porque no sabía nada, excepto que durante cientos de años mi familia había trabajado en el campo de algún amo. No mandé a mi hija mayor al colegio. Ignoraba muchas cosas en aquel entonces. Ignoraba que los hijos de la gente pobre podían disfrutar de la educación gratuita en este país. Por eso Sissy no tuvo mejor suerte que yo. Pero las otras tres…, habéis ido a la escuela.

—Yo terminé el sexto curso. Recibí instrucción, si a eso se le puede llamar así.

—Y tu Yohnny —no podía pronunciar la J— también. ¿No ves? —Empezaba a conmoverse—. Ya empieza el progreso. —Cogió a la niña y la levantó entre sus brazos—. Esta criatura ha nacido de padres que saben leer y escribir. Para mí eso es maravilloso.

—Madre, soy joven. Tengo dieciocho años, soy fuerte. Voy a trabajar duro. Pero no quiero que esta criatura crezca para ser una simple bestia de carga. ¿Qué debo hacer, madre, qué es lo que debo hacer para construir un futuro mejor para ella? ¿Cómo puedo empezar?

—El secreto está en saber leer y escribir. Tú sabes leer. Todos los días debes leer a tu hija una página de algún libro; todos los días hasta que ella aprenda a leer. Entonces ella deberá leer todos los días. Ese es el secreto.

—Le voy a leer —prometió Katie—. ¿Qué libro debería escoger?

—Hay dos libros grandiosos. La de Shakespeare es una gran obra. He oído decir que todo lo prodigioso de la vida se encuentra en ella; todo lo que el hombre ha aprendido sobre la belleza; toda la sabiduría y el conocimiento de la vida que el hombre pueda tener está encerrado en esas páginas. Dicen que esos relatos son piezas que se representan en el teatro. Yo nunca he hablado con nadie que haya visto esa maravilla, pero oí decir al amo de nuestras tierras allá en Austria que algunas de esas páginas se parecen a hermosas canciones.

—¿Shakespeare es un libro alemán?

—No, es una obra inglesa. Eso le dijo nuestro amo a su hijo cuando partía para la gran Universidad de Heidelberg, hace mucho tiempo.

—¿Y cuál es el otro libro importante?

—La Biblia de los protestantes.

—Pero nosotros los católicos ya tenemos una Biblia.

—Ya sé que no es oportuno decirlo, pero creo que su Biblia expresa mejor las bellezas de nuestro mundo y del más allá. Una buena amiga mía que es protestante me leyó un día algunas páginas y yo misma pude comprobar lo que te estoy contando. Como te digo, ése y el de Shakespeare son los dos libros. Cada día leerás una página de cada uno a tu hija, aunque no entiendas lo que está escrito en ellos y aunque no sepas pronunciar bien las palabras. Eso es lo que harás para que tu hija crezca conociendo lo más bello y grandioso, que sepa que estas pocas casas de Williamsburg no son el mundo entero.

—La Biblia de los protestantes y Shakespeare.

—Y debes contar a tu hija las leyendas que yo te conté, que a su vez mi madre me contó a mí y su madre a ella. Debes contarle los cuentos de hadas de mi tierra. Hablarle de aquello que, sin ser de la tierra, perdura en el corazón de la gente: hadas, duendes, elfos y demás. Háblale de los fantasmas que se aparecían a los familiares de tu padre y del mal de ojo que una hechicera le echó a tu tía. Explícale a tu hija cómo las mujeres de nuestra familia presagian la desgracia o la muerte que se avecina. Y tu hija tiene que creer en Dios Nuestro Señor y Jesús su único Hijo. —Se persignó—. ¡Ah! Y no olvides a Santa Claus, en quien tu hija debe creer hasta que cumpla seis años, por lo menos.

—Pero, madre, sé que no existen los fantasmas ni las hadas. Enseñaría a mi hija mentiras, cosas descabelladas.

Mary replicó serenamente:

—Tú no sabes si no hay fantasmas en la tierra, como tampoco sabes si en el cielo hay ángeles.

—Yo sé que Santa Claus no existe.

—Con todo, tienes que hacer que tu hija crea que esas cosas son reales.

—¿Por qué, si no creo en ellas?

—Porque —explicó Mary Rommely con sencillez— la niña tiene que poseer algo muy valioso que se llama imaginación. Necesita crearse un mundo de fantasía todo suyo. Debe empezar por creer en las cosas que no son de este mundo; luego, cuando el mundo se haga demasiado duro para soportarlo, podrá refugiarse en su imaginación. Yo misma, aun a esta altura de la vida, tengo necesidad de recordar la vida de los santos, y los grandes milagros que han acaecido en la tierra. Gracias a estos pensamientos puedo tolerar lo que me toca vivir.

—Cuando la chica sea mayor y vea las cosas tal y como son, sabrá que le he mentido y sufrirá un desengaño.

—A eso se le llama descubrir la verdad —dijo sentenciosamente la madre—. Es una gran cosa descubrir la verdad por uno mismo. Creer en algo con toda el alma y después dejar de hacerlo es saludable. Alimenta las emociones y las fortalece. Cuando sea una mujer y la vida y las personas la desilusionen, ya estará acostumbrada a los desengaños y el golpe será menos duro. Al enseñar a tu hija no olvides que sufrir también es útil. Enriquece el carácter.

—En ese caso —dijo Katie con amargo sarcasmo—, nosotros, los Rommely, somos gente rica.

—No. Somos pobres, sufrimos, nuestro camino es muy arduo; pero somos mejores porque sabemos todo eso que te acabo de contar. Yo no sabía leer, pero te he enseñado todo lo que aprendí de la vida. Debes enseñárselo a tu hija, agregando lo que vayas aprendiendo a medida que te haces mayor.

—¿Y qué más debo enseñarle a mi hija? —preguntó Katie.

—Tu hija tiene que creer en el cielo, pero no sólo en un cielo lleno de angelitos y con Dios sentado en un trono —Mary iba revelando sus pensamientos con dificultad, mitad en inglés, mitad en alemán—, sino en un cielo que sea un lugar maravilloso, tanto que la gente sueñe con él, un sitio donde los deseos se realizan siempre. Esto tal vez sea una religión aparte. No lo sé.

—Sí, sí, ¿y qué más?

—Antes de morir debes conseguir un terreno en propiedad; si es posible con una casa, para que tus hijos tengan herencia.

Katie rió.

—¿Un terreno propio? ¿Una casa? Si con suerte pagamos el alquiler.

—A pesar de eso —dijo Mary con energía—, tienes que hacerlo. Durante miles de años nuestra gente ha trabajado las tierras de otros. Eso sucedía en mi país. Aquí lo hacemos mejor, trabajando en las fábricas. Hay una parte de cada día que no le pertenece al amo, sino al obrero. Eso está bien. Pero ser propietario de un terrenito es mejor. Un pedazo de tierra para dejarlo a nuestros hijos. Eso nos hará prosperar en este mundo.

—Pero ¿cómo conseguir un terreno propio? Mi marido y yo ganamos muy poco con nuestro trabajo. A menudo, cuando hemos pagado el alquiler y el seguro, apenas nos queda con qué comer. ¿Cómo ahorrar para el terreno?

Y Mary volvió a hablar:

—Deberías coger una lata de leche condensada y lavarla bien…

—¿Una lata? —interrumpió Katie.

—Sí. Le recortas la tapa. Luego le haces cortes verticales de un dedo de largo, dejando franjas de unos dos dedos, y las doblas hacia fuera. Se parecerá a una especie de estrella. Le das la vuelta y le haces una ranura en la base. Luego la pones en el lugar más oscuro de tu armario y la clavas al suelo, un clavo en cada punta de la estrella. Todos los días metes allí cinco centavos. En tres años tendrás una pequeña fortuna: cincuenta dólares. Sacas el dinero y compras una parcela en el campo. Consigue un papel en el que conste que el terreno es tuyo. Así te convertirás en propietaria. Cuando se es propietario nunca más se vuelve a ser esclavo.

—Cinco centavos al día. Parece poco. Pero ¿de dónde los saco? No tenemos lo suficiente y ahora hay otra boca que alimentar.

—Tienes que hacer lo siguiente: vas al verdulero y le preguntas: «¿Cuánto cuesta el manojo de zanahorias?». El hombre te contesta: «Tres centavos». Entonces buscas hasta que encuentras un manojo menos fresco y que no sea tan grande y le dices: «¿Podría llevarme este manojo que está estropeado por dos centavos?». Si le hablas con decisión te lo dará por dos centavos. Y un centavo para tus ahorros. Pongamos que es invierno. Compras una fanega de carbón por veinticinco centavos. Hace frío. Vas a encender el brasero. ¡Alto! Esperas una hora; te abrigas con un chal y te dices: «Tengo frío porque estoy ahorrando para comprar el terreno». Con eso habrás ahorrado tres centavos para la hucha. De noche, cuando estés sola, no enciendas la luz; siéntate a oscuras, soñando un rato. Después calcula cuánto petróleo has economizado y echas los centavos correspondientes en la hucha. El dinero irá creciendo, un día llegarás a tener cincuenta dólares, y en alguna parte de esta isla tan inmensa habrá algún solar que puedas comprar por esa suma.

—Pero ¿puede ahorrarse así tanto dinero?

—¡Por la Santa Madre! Te juro que sí.

—¿Y cómo se explica que tú no hayas conseguido ahorrar el dinero para adquirir un terreno?

—Lo ahorré. Cuando llegamos de Europa hice una hucha de lata; tardé diez años en ahorrar los primeros cincuenta dólares y, con el dinero en mano, fui a casa de un vecino que, según decían, era un honesto vendedor de tierras. Me mostró un solar magnífico y me dijo en mi propio idioma: «Esto es suyo». Le entregué el dinero y me dio un papel. Yo no sabía leer. Algún tiempo después vi unos hombres que estaban edificando la casa de otro en mi solar. Les mostré mi papel. Se rieron de mí con lástima. El terreno no era de aquel vecino y no tenía derecho a venderlo. Era… cómo se dice… esta…

—Un estafador. —Eso. Las personas como nosotros, cándidas, recién llegadas de países lejanos, a menudo se dejan estafar por hombres de esa calaña porque no sabemos leer. Pero tú eres instruida; podrás leer el papel para saber si el terreno es tuyo, y sólo entonces entregarás el dinero.

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