Un árbol crece en Brooklyn (28 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—Hemos triunfado, compañeros. Estamos en el Polo Norte.

Después de uno de aquellos días de auxilio, Francie preguntó a su madre:

—Cuando los exploradores pasan hambre y sufren penurias es por alguna razón. Algo grandioso resulta de sus sacrificios. ¡Descubren el Polo Norte! Pero ¿qué hazaña resulta del hambre que nosotros sufrimos?

Katie la miró con súbita expresión de lasitud. Musitó algo que en aquel momento Francie no alcanzó a comprender. Lo que dijo fue:

—Has dado en el clavo.

Crecer arruinó el teatro para Francie. Es decir, no exactamente el teatro, sino las obras teatrales. Se dio cuenta de que le comenzaba a fastidiar que los sucesos tuviesen siempre su desenlace en un momento preciso.

Tenía pasión por el teatro. Primero había querido ser la mujer que acompañaba al organillero, luego quiso ser maestra, después de la primera comunión deseaba ser monja, a los once años aspiraba a ser actriz.

Aunque los niños de Williamsburg no conocieran nada más, conocían su teatro. En aquella época había muchos teatros en el barrio, entre ellos el Blaney, el Corse Payton y el Phillip's Lyceum. Éste estaba allí mismo, a la vuelta. Los vecinos lo llamaban The Lyce, y ese nombre degeneró en The Louse (El Piojo). Francie asistía todos los sábados por la tarde (menos cuando cerraba en verano), siempre que podía conseguir los diez centavos necesarios. Iba al paraíso, y a veces tenía que hacer cola durante una hora, antes de que el teatro abriera las puertas, para conseguir un asiento en primera fila.

Estaba enamorada de Harold Clarence, el primer actor. Después de la sesión del sábado, le esperó en la puerta de salida y le siguió hasta la insignificante casa donde él alquilaba un modesto cuarto amueblado. Aun en la calle andaba tieso a la manera de los actores de otras épocas. Tenía la cara rosada como la de una criatura, como si aún llevase maquillaje. Caminaba lentamente, con paso rítmico y las piernas rectas, sin mirar a derecha ni a izquierda. Iba fumando un gran cigarro, que tiró antes de entrar en la casa, porque la dueña no le permitía al gran hombre fumar dentro. Francie se detuvo al borde de la acera mirando con reverencia la colilla del cigarro que había recogido. Le quitó el anillo de papel y lo usó toda una semana, pensando para sí que era el aro de compromiso que él le había regalado.

Un sábado Harold y su compañía pusieron en escena
La novia del pastor
, obra en la que el apuesto sacerdote protestante del villorrio se enamoraba de Gerry Morehouse, la primera actriz. En un momento dado la heroína tuvo que buscar empleo en una tienda de comestibles. Había una villana, también enamorada del joven y apuesto pastor y muy decidida a hundir a la heroína. Irrumpió en el negocio, majestuosa, cubierta de pieles y diamantes, impropios de un villorrio, y, con gesto imperial, pidió una libra de café. Hubo un instante terrible, cuando la villana pronunció la fatal palabra: «Muélalo». El público gimió. Sabía que la heroína, frágil y delicada, carecía de la fuerza necesaria para hacer girar la gran rueda. Sabía también que su empleo dependía de su habilidad para moler el café. Se esforzó tenazmente, pero ni siquiera consiguió que la rueda diera una sola vuelta. Imploró a la villana, le dijo cuánto necesitaba aquel empleo. Pero ¡nada! La villana repetía: «Muélalo». Cuando todo parecía perdido, entró el apuesto Harold, con su rosada tez y su indumentaria sacerdotal. Haciéndose inmediatamente cargo de la situación, arrojó el ancho sombrero de pastor a través del escenario con ademán teatral aunque indecoroso, fue hacia la rueda y molió el café. Así salvó a la heroína. Se produjo un profundo silencio cuando el aroma del café molido se esparció por el teatro. Enseguida, un desconcierto. ¡Café auténtico! Realismo en el teatro. Todo el mundo había visto moler café miles de veces, pero en escena resultaba algo revolucionario. La villana, rechinándole los dientes, dijo: «Engañada otra vez». Harold abrazó a Gerry, haciéndola volverse hacia el público mientras caía el telón.

Durante el entreacto, Francie no se reunió con los otros chicos, según acostumbraba, para escupir sobre los plutócratas de las butacas de treinta centavos. Se quedó apoyada en la barandilla pensando en la obra. Todo aquello estaba muy bien, admitiendo que el héroe apareciese en el momento preciso para moler café. Y si no hubiera llegado, ¿qué habría sucedido? Habrían despedido a la heroína. Bien, ¿y qué hay en eso? Después de pasar hambre un tiempo, habría encontrado otro empleo. Se habría dedicado a fregar suelos como su madre o a vivir a costa de sus amigos, como Flossie Gaddis. El empleo en la tienda sólo era importante porque así se decía en la obra.

Francie no quedó satisfecha con la obra que vio el sábado siguiente. Es cierto que el amado, tanto tiempo ausente, llegó a tiempo para pagar la hipoteca. ¿Y si algo le hubiese impedido llegar? El propietario habría tenido que darle treinta días de aviso para que desalojase, por lo menos así era en Brooklyn. En ese mes algo podía ocurrir, y si no ocurría se habrían visto obligados a dejar la casa. ¿Y bien? Se las tendrían que arreglar lo mejor posible. La heroína tendría que resignarse a trabajar en una fábrica, y el señorito de su hermano vendería periódicos. La madre iría a limpiar casas a tanto por día. Pero vivirían. «Claro que vivirían —pensó Francie, ásperamente—. No se muere uno de buenas a primeras».

Francie no llegaba a comprender por qué la heroína no se casaba con el villano. Probablemente eso resolvería el problema del alquiler y, además, tratándose de un hombre tan enamorado de ella que habría soportado toda clase de sufrimientos, no era para desdeñarlo. Por de pronto, él andaba por allí cerca mientras que el otro siempre estaba lejos en sus andanzas.

Francie escribió un tercer acto a su gusto, lo que habría sucedido en el supuesto… Le dio forma de diálogo y encontró que aquélla era una manera muy fácil de escribir. En los cuentos era necesario explicar por qué las personas eran así o asá. Cuando uno escribía en diálogo no era necesario hacerlo, porque las cosas que los personajes decían explicaban cómo eran. No le costó trabajo convencerse de que el diálogo era mejor. Una vez más cambió de opinión respecto a su futura profesión. Decidió, pues, al cabo, que no sería actriz. Sería dramaturga.

XXIX

En el verano de aquel mismo año, a Johnny se le ocurrió la idea de que sus hijos iban creciendo y desconocían el gran océano que bañaba las playas de Brooklyn. Creyó que ya era hora de que recorriesen los mares en barco. Así, pues, los llevaría a dar un paseo en bote. Fue madurando la idea y resolvió que visitarían Canarsie, donde saldrían a remar y pescarían un poco. Johnny nunca había salido en un bote de remos y jamás había ido de pesca. Pero ésa fue la idea que tuvo.

Se unía, extrañamente, a ese proyecto, y por un motivo que sólo sabía él, el empeño de llevar con ellos a la pequeña Tilly. Tilly era una niñita de cuatro años, hija de unos vecinos que no conocía, a decir verdad, no había visto nunca a la pequeña, pero deseaba hacer algo por ella, debido a su hermano Gussie. Todo esto se enlazaba con la idea de ir a Canarsie.

Gussie, un niño de seis años, era objeto de una oscura leyenda en el barrio. Era una robusta fiera de abultado labio inferior, había nacido como cualquier otra criatura y mamado de los enormes pechos de su madre. Pero allí terminaba su semejanza con todos los demás niños, vivos o muertos. Cuando cumplió nueve meses su madre quiso destetarlo, pero no hubo manera. Al quitarle el pecho, se negó a comer y beber, con biberón o sin él. Se pasaba el día quejándose en la cuna. La madre, temiendo que muriese de hambre, volvió a darle el pecho. Mamó encantado, rehusó cualquier otro alimento y se nutrió de la leche materna hasta casi los dos años. A la madre se le retiró la leche porque venía otro hijo en camino. Gussie se puso ceñudo y aguardó durante nueve largos meses. Rechazaba la leche de vaca, aunque se la diesen de formas diferentes, y se avino a tomar únicamente café negro.

Nació Tilly y de nuevo su madre estuvo en condiciones de amamantar. A Gussie le dio un ataque de histeria la primera vez que vio a su madre dando el pecho a la otra criatura. Se arrojó al suelo gritando y dándose golpes en la cabeza contra el piso. Pasó cuatro días sin comer y sin mover el vientre. Se puso tan macilento que su madre se alarmó. Pensó que sí le daba una vez el pecho no pasaría nada. Craso error. Fue como si un morfinómano tomase drogas después de un largo período de abstinencia. No se desprendía.

Agotó aquella vez y siempre en adelante toda la leche de su madre, y la pobre Tilly creció débil y flaca, alimentándose sólo con biberón.

Gussie tenía entonces tres años y era muy alto para su edad. Le vestían igual que a los demás niños, con pantalones cortos y zapatos de punta reforzada con bronce. En cuanto veía a su madre desprenderse la blusa se abalanzaba sobre ella. Mamaba de pie, apoyando un codo en la rodilla de su madre, con los pies cruzados descaradamente, y paseaba la mirada por todo el cuarto. No era una gran hazaña mamar en tal postura, puesto que los pechos de su madre eran voluminosos y casi descansaban sobre su regazo cuando los soltaba. Mamando de esa forma, Gussie ofrecía un espectáculo grotesco. Podía comparársele a un hombre que, con el pie apoyado en la baranda de un bar, fumara un pálido cigarro.

Los vecinos se enteraron del asunto de Gussie y comentaban cuchicheando aquel caso patológico. El padre se enfureció de tal forma que hasta se negaba a compartir el lecho con su esposa, decía que ella criaba monstruos. La pobre buscaba y rebuscaba cómo destetar a su hijo. Llegó a la conclusión de que realmente era demasiado mayor para seguir mamando. Estaba a punto de cumplir cuatro años. Temió que la segunda dentición no le creciera derecha.

Un buen día cogió un tarro de betún y un cepillo, se encerró en su dormitorio y se tiznó todo el pecho. Dibujó con un lápiz una gran boca con dientes aterradores cerca del pezón. Se abotonó la blusa y se sentó en la silla de tijera de la cocina, frente a la ventana. En cuanto vio a su madre allí sentada, Gussie tiró los dados con los que estaba jugando debajo del fregadero y se acercó al trote a mamar. Cruzó los pies, apoyó el codo en la rodilla de la madre, y esperó.

—¿Gussie quiere teta? —preguntó la madre con tono lisonjero.

—Sí.

—Bueno. Linda teta para Gussie.

Bruscamente se desprendió de la blusa y le arrimó a la cara aquel pecho horriblemente disfrazado. El susto paralizó a Gussie por un momento, luego empezó a chillar y corrió a esconderse debajo de la cama, donde permaneció veinticuatro horas. Al cabo de ese tiempo salió de allí temblando. Volvió a alimentarse con café negro y se estremecía de pies a cabeza cada vez que sus ojos encontraban el busto de su madre. Gussie quedó destetado.

La madre contó su victoria a todas las vecinas y desde entonces se puso de moda describir el destete con la frase: «Dar el Gussie al bebé».

Johnny se enteró del cuento y con desdén desterró de su pensamiento a Gussie. Sentía compasión por la pequeña Tilly. Pensaba que había sido defraudada en algo esencial y que corría el peligro de crecer atrofiada. Por eso tuvo la idea de llevarla al mar a remar, pensando que aquel paseo le compensaría un poco el daño que le había ocasionado su monstruoso hermano. Mandó a Francie para que solicitara permiso para llevar a Tilly. La extenuada madre aceptó con mucho gusto.

El domingo siguiente salió con los tres niños, rumbo a Canarsie. Francie tenía once años, Neeley diez y Tilly no había cumplido los cuatro. Johnny llevaba puesto su esmoquin, su chambergo y una pechera y cuello limpios. Francie y Neeley llevaban sus trajes de todos los días. La madre de Tilly vistió a la niña para la ocasión con un trajecito de encaje ordinario adornado con cintas de color rosa.

En el tranvía ocuparon el asiento delantero. Johnny entabló conversación con el conductor y hablaron de política. Descendieron en la parada terminal, Canarsie, y se dirigieron a un pequeño muelle donde, junto a una choza, había un par de botes de remos que filtraban agua, meciéndose en la superficie sujetos al muelle con cuerdas deshilachadas. Sobre la choza había un letrero que anunciaba: «Se alquilan botes y aparejos de pesca». Más abajo, otro cartel con letras más grandes rezaba: «Se vende pescado fresco para llevar a casa».

Johnny convino el precio con el botero y, como era su costumbre, entabló amistad. Éste le convidó a un trago para aguzarle la vista, tras aclarar que él sólo lo tomaba como soporífero.

Mientras Johnny estaba con el botero, Neeley y Francie se preguntaban cómo podía aguzar la vista algo que sirviera de soporífero. La pequeña permanecía de pie dentro de su vestido de encajes, sin decir palabra.

Johnny regresó con una caña de pescar y una lata oxidada llena de lombrices y barro. El amistoso botero desamarró el bote menos deteriorado y, poniendo la cuerda en manos de Johnny, les deseó buena suerte y volvió a entrar en su choza.

Johnny colocó el aparejo en el fondo del bote y ayudó a los chicos a embarcarse. Luego, con la cuerda en la mano y acurrucado sobre el muelle, les dio una breve conferencia sobre el manejo de un bote.

—Hay un modo correcto y uno incorrecto de embarcarse —les dijo Johnny, quien nunca en su vida había estado en un bote si se exceptuaba el vaporcito de la excursión—. El modo correcto es dar un empujón al bote y después saltar dentro antes de que se aleje del muelle. Así.

Se enderezó, empujó el bote, saltó… y cayó al agua. Los chicos, petrificados, miraban azorados al padre, que minutos antes estaba de pie en el muelle, más alto que ellos, y ahora se encontraba debajo, en el agua. El agua le llegaba hasta el cuello, dejando a la vista su bigote encerado y el chambergo, que ni siquiera se le había inclinado. Johnny, tan asombrado como los niños, los miró un instante antes de decir:

—Pobre del que se atreva a reír.

Trepó al bote y casi lo hizo hundirse. Ellos no se atrevieron a reír abiertamente, pero a Francie le dolían las costillas por el esfuerzo de contener la risa. Neeley no se atrevía a mirar a su hermana, sabiendo que, de hacerlo, soltarían ambos la carcajada. Tilly no decía nada. El cuello y la pechera de Johnny se habían convertido en una masa informe de papel mojado. Se los arrancó y los arrojó al agua. Vacilante, pero en silencio y con dignidad, empezó a remar. Cuando llegaron a un sitio que él consideró apropiado, dijo que iban a echar el ancla. Los chicos se sintieron decepcionados cuando descubrieron que aquella frase tan romántica implicaba arrojar al agua un trozo de hierro atado al extremo de una soga.

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