Un antropólogo en Marte (25 page)

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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

BOOK: Un antropólogo en Marte
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En marzo de 1989 fui a Pontito para ver el pueblo por mí mismo y para hablar con algunos de los parientes de Franco. Comparado con los cuadros, el pueblo me pareció a la vez extraordinariamente parecido y totalmente distinto. Hay una fidelidad casi fotográfica, una capacidad de reproducción sorprendente en la manera en que Franco recuerda, treinta años después, los detalles de Pontito. Y sin embargo, al mismo tiempo, me llamaron la atención las diferencias: Pontito es mucho más pequeño de lo que uno pensaría a partir de los cuadros, las calles son más estrechas, las casas más irregulares, la torre de la iglesia más baja y achaparrada. Ello obedece a muchas razones, y una es que Franco pinta lo que vio el ojo de un niño, y para un niño todo es más alto y más amplio. La literalidad de la visión del ojo del niño me hizo preguntarme si, mediante algún truco del cerebro, Franco era capaz, o incluso se obligaba, a reexperimentar Pontito exactamente tal como lo experimentaba de niño; si se le había dado acceso, un acceso convulsivo, a los recuerdos del niño que había en su interior.

Fue precisamente tal acceso al pasado —un pasado conservado inmutable en los archivos del cerebro— lo que le describieron a Wilder Penfield, o eso pensaba él, algunos de sus pacientes con epilepsia de lóbulo temporal. Estos recuerdos podían ser evocados en el quirófano estimulando las partes afectadas de los lóbulos temporales con un electrodo; perfectamente conscientes de hallarse en la sala de operaciones, interrogados por su cirujano, los pacientes se sentían al mismo tiempo transportados a un momento del pasado, siempre, para cada uno de ellos, el mismo momento, la misma escena. Las experiencias reales evocadas durante tales ataques variaban enormemente de un paciente a otro: uno podía volver a experimentar un momento «en el que escuchaba música», otro cuando «miraba la entrada de una sala de baile», otra «que estaba echada en la sala de partos de la maternidad», y otro «veía entrar gente en la habitación con nieve en la ropa». Debido a que la reminiscencia permanecía constante para cada paciente a cada ataque o estímulo, Penfield los denomina «ataques experienciales».
[91]
Afirma que la memoria constituye un continuo y completo inventario de la experiencia de la vida, y que un segmento de ella es evocado e interpretado convulsiva e involuntariamente durante los ataques. Por lo general, opina que los recuerdos concretos activados de ese modo carecen de significación especial, y son simplemente segmentos sin trascendencia activados al azar. Pero admite que en ocasiones estos segmentos podrían ser algo más: podrían ser particularmente propensos a activarse porque, al ser muy importantes, están abundantemente representados en el cerebro. ¿Era eso lo que le estaba sucediendo a Franco? ¿Se veía obligado a ver convulsivamente segmentos congelados de su propio pasado, «fotografías» del archivo de su cerebro?

La idea de que los recuerdos del pasado perduran en el cerebro, aunque de una forma menos literal, menos mecánica, es una noción constante en el psicoanálisis, al igual que en las grandes autobiografías. Así, la imagen favorita que Freud tenía de la mente era la de un enclave arqueológico, lleno, capa a capa, de los estratos enterrados del pasado que podían aflorar al nivel de la conciencia en cualquier momento. Y la imagen de la vida que tenía Proust era la de «una colección de momentos» cuyos recuerdo «no están al corriente de lo que ha ocurrido desde entonces» y permanecen «herméticamente sellados», como tarros de conserva en la despensa de la mente.
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(Proust es uno de los grandes meditadores de la memoria, aunque la interrogación sobre ese tema se remonta al menos hasta San Agustín, sin que se haya llegado a ninguna conclusión, finalmente, acerca de qué «es» la memoria.)

La idea de la memoria como inventario o almacén es tan familiar, tan apropiada para nosotros, que la damos por sentada sin percatarnos de lo problemática que resulta. Y sin embargo todos hemos tenido la experiencia opuesta, la de los recuerdos «normales», los recuerdos cotidianos, algo que no es fijo en absoluto, sino resbaladizo, cambiante, que se modifica cada vez que pensamos. Nunca encontraremos dos testigos que cuenten la misma historia, y no hay ninguna historia, ningún recuerdo, que permanezca inalterable. Toda historia repetida cambia a cada repetición. Fueron los experimentos realizados con la misma historia contada sucesivamente, así como con el recuerdo de fotografías, los que convencieron a Frederick Bartlett, en los años veinte y treinta, de que no existe una entidad como la «memoria», sino sólo el proceso dinámico de «recordar» (siempre se esfuerza, en su gran libro
Remembering
, en evitar el sustantivo y utilizar el verbo). Escribe lo siguiente:

Recordar no es volver a estimular unos vestigios fijos, sin vida y fragmentarios. Es una reconstrucción o construcción imaginativa elaborada a partir de la relación de nuestra actitud hacia toda una masa activa de antiguas reacciones o experiencias organizadas pertenecientes al pasado y nuestra actitud hacia ciertos detalles sobresalientes que comúnmente aparecen en forma de imagen o lenguaje. De este modo, casi nunca es algo exacto, ni siquiera en los casos más rudimentarios de recapitulación rutinaria, y no es en absoluto importante que sea exacto.

La conclusión de Bartlett encuentra un fuerte apoyo en la obra del neurocientífico alemán Gerald Edelman, que ve el cerebro como un sistema ubicuamente activo donde se da un proceso de constante cambio y todo es continuamente puesto al día e interrelacionado. En la concepción que Edelman tiene de la mente, la memoria no es algo mecánico, ni se parece a una cámara de fotos: toda percepción es una creación, toda memoria una recreación: el hecho de recordar no es sino relacionar, generalizar, recategorizar. En dicha concepción no puede haber recuerdos fijos, no se puede concebir un pasado «puro», no alterado por el presente. Para Edelman, igual que para Bartlett, siempre hay un proceso dinámico en funcionamiento, y recordar es siempre reconstruir, no reproducir.

Y, no obstante, podemos preguntarnos si no hay formas extraordinarias o patológicas de memoria que escapan a esta descripción. ¿Qué decir, por ejemplo, de los recuerdos aparentemente permanentes y totalmente reproducibles descritos en el «Mnemonista» de Luria, tan parecidos a los «recuerdos artificiales» fijos y rígidos del pasado? ¿Qué decir de las memorias extraordinariamente precisas y archivísticas encontradas en culturas orales, donde toda la historia tribal, las mitologías, los poemas épicos, son transmitidos fielmente a través de docenas de generaciones? ¿Qué decir de la capacidad que tenían los
idiots savants
de recordar palabra por palabra libros, música, imágenes, textos, y reproducirlos, prácticamente inalterados, años más tarde? ¿Qué decir de los recuerdos traumáticos que parecen reiterarse insoportablemente, sin cambiar un solo detalle —la «repetición-compulsión» de Freud—, durante años o décadas después del trauma? ¿Qué decir de los recuerdos o fantasías histéricas del neurótico, que también parecen inmunes al tiempo? En todos ellos, al parecer, actúan inmensos poderes de reproducción, y la reconstrucción es mucho menos importante, tal como ocurre con los recuerdos de Franco. Uno tiene la impresión de que hay algún elemento de fijación, fosilización o petrificación en juego, como si estuvieran aislados de los procesos normales de recategorización y revisión.
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Es posible que tengamos que acudir a ambos tipos de conceptos: la memoria como algo dinámico y constantemente revisado y representado, y la memoria como imágenes, todavía presentes en su forma original, y sobre las que se escriben una y otra vez las líneas de las experiencias subsiguientes, como un palimpsesto. En este sentido, en la obra de Franco, por nítido y fijo que sea el original, siempre existe cierta reconstrucción, especialmente en sus cuadros más personales, como la vista desde la ventana de su dormitorio. En este ejemplo Franco conjuga en una unidad intensamente personal y estética una serie de edificios que no pueden verse (ni fotografiarse) al mismo tiempo, pero que él ha observado, con cariño, en momentos diferentes. Ha construido una visión ideal, que posee la verdad del arte y trasciende los hechos. A pesar del poder fotográfico o eidético que Franco le transmita, dicho cuadro siempre posee una subjetividad, un carácter intensamente personal. Schachtel, hablando como psicoanalista, comenta este hecho en relación con los recuerdos infantiles:

La memoria como función de la personalidad viva puede comprenderse sólo como una capacidad para organizar y reconstruir experiencias e impresiones pasadas al servicio de las necesidades, miedos e intereses presentes … Al igual que no existe la percepción impersonal ni la experiencia impersonal, tampoco existe una memoria impersonal.

Kierkegaard va aún más lejos, al principio de
Fases del camino de la vida
.

La memoria es simplemente una condición transitoria. Mediante la memoria la experiencia aparece para recibir la consagración del recuerdo … Puesto que el recuerdo es el ideal … implica un esfuerzo y una responsabilidad que no participa en el acto indiferente de la memoria … De aquí que recordar sea un arte.

El Pontito de Franco es minuciosamente exacto, hasta el menor detalle, y sin embargo es también sereno e idílico. Hay una gran quietud en él, una sensación de paz, a lo que no es ajeno el hecho de que su Pontito esté despoblado, sus calles y edificios estén vacíos; los transeúntes que van de un lado a otro hayan desaparecido. Se percibe una atmósfera desolada, posnuclear. Pero también hay una quietud más profunda, más espiritual. Uno no puede evitar sentir que ahí hay algo extraño, que lo que se recuerda no es la realidad de la infancia, como en el caso de Proust, sino una visión que niega y transfigura esa realidad, en la que el lugar, Pontito, ocupa el lugar de las personas —los padres, la gente que vivía en la época—, que tan importantes debieron de ser para el niño.
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Franco no ignora todo esto, y en ciertos estados de ánimo hablará de la realidad de la infancia tal como él la conoció: de sus complejidades, sus conflictos, sus pesares y sus penas. Pero todo esto es suprimido en su arte, donde prevalece una simplicidad paradisíaca. Escribe Schachtel que «incluso la personas que han experimentado crueles experiencias de niños» mantienen la creencia de que su infancia fue feliz. Y prosigue diciendo: «El mito de la infancia feliz ocupa el lugar del recuerdo perdido de la experiencia real.»

Y sin embargo no podemos reducir la visión de Franco a una mera fantasía u obsesión. En los cuadros de Pontito no hay sólo una supresión neurótica, sino una revelación y una intensificación imaginativas. A la filósofa Eva Brann le gusta llamar a la memoria «el almacén de la imaginación», y (al igual que Edelman) considera los recuerdos como algo imaginativo y creativo desde el principio:
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La memoria imaginativa no sólo almacena los momentos transitorios de percepción; también transfigura, distancia, vivifica, lima asperezas, remodela impresiones formadas, convierte proximidades opresivas en amplias vistas … libera el rígido dominio de un deseo agudo y lo transforma en un proyecto fértil.

Y éste es el punto en que los sentimientos nostálgicos y personales de Franco se convierten en culturales y trascendentes. Él cree que Pontito es especial ante los ojos de Dios y debe preservarse de la destrucción y la corrupción. También es especial por encarnar una preciada cultura: una manera de construir, una manera de vivir, que casi se ha desvanecido de la tierra. Él considera que tiene la misión de conservarla: de conservar Pontito exactamente como era, por encima de todas las vicisitudes y contingencias. Que esto es una dinámica central, o
la
dinámica central, lo demuestra la serie de extraordinarios cuadros apocalípticos o de «ciencia ficción» que al parecer pinta en momentos de tensión o inquietud mental. En ellos la tierra se ve amenazada por otro planeta o cometa, por una destrucción real o inminente, pero Pontito sobrevive: Franco muestra la vieja iglesia, o un jardín, todo verde y dorado, radiante, transfigurado, tocado por un rayo de luz, sobreviviendo milagrosamente a la destrucción de todo. (En otra pintura alegórica, pone una antena parabólica sobre la iglesia: una antena que apunta a las estrellas… y a Dios.) Estas pinturas apocalípticas tienen títulos como
Pontito preservado por toda la Eternidad en el espacio infinito.

Cuando Franco se levanta cada mañana, sabe lo que tiene que hacer. Tiene su tarea, su misión: recordar, consagrar su memoria a Pontito. Sus visiones, cuando llegan, están llenas de emoción y excitación, en la misma medida que las primeras, hace veinticinco años. Y la actividad de pintar, de recorrer de nuevo en su recuerdo sus amadas calles y senderos de Pontito, y ser capaz de expresarlo de una manera tan magistral, con tanta riqueza y precisión, le otorga una sensación de identidad y talento, y a sus visiones una forma artística y controlada.

«No creo que tenga ningún mérito pintar estos cuadros», me escribió Franco en una carta. «Los he pintado por Pontito… Quiero que todo el mundo sepa lo fantástico y hermoso que es. Quizá de este modo no muera, aunque ya está en plena agonía. Quizá, cuando menos, mis cuadros mantengan viva su memoria.»

A primeros de 1989 yo había visto y visitado a Franco varias veces en su casa de San Francisco; había hablado con sus amigos; había conocido a dos de sus hermanas que vivían en Holanda; y, sobre todo, había visitado Pontito, hecho que entusiasmaba y molestaba a Franco, pues en aquel momento él pensaba, más que en ningún otro momento de los últimos veinte años, en ir allí. Hasta entonces su vida había poseído una extraña suerte de estabilidad: vivía, comía, funcionaba —de una manera un tanto distraída— en el presente, pero con su mente y su arte constantemente fijos en el pasado. Ruth le había ayudado mucho, pues, aunque ella también era artista, se había identificado absolutamente con la relación pontitiana y el arte de Franco y hacía todo lo que podía para encargarse de sus necesidades materiales y ofrecerle la protección y el aislamiento que él necesitaba para vivir y trabajar sin interrupción en su arte nostálgico. Pero en 1987, trágicamente, ella se puso enferma, y tras una dolorosa lucha con el cáncer murió, justo tres meses antes de la exposición de Franco en el Exploratorium. Ésta fue su primera gran exposición, y, junto con la muerte de su esposa, le provocó la sensación de que ya no podría seguir igual que en el pasado; algo nuevo debía suceder, había que tomar nuevas decisiones. Abordó estos temas en una carta que me escribió un mes después:

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