Un antropólogo en Marte (21 page)

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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Un niño simplemente aprende. Se trata de una tarea inmensa e interminable, pero no lleva aparejada ningún conflicto irresoluble. Un adulto que acaba de recuperar la vista, por el contrario, tiene que llevar a cabo un cambio radical desde un modo secuencial hasta otro visual-espacial, y dicho cambio desafía la experiencia de toda una vida. Gregory subraya esto, señalando cómo el conflicto y la crisis son inevitables si «los hábitos de percepción y las estrategias de toda una vida» sufren un cambio. Dichos conflictos forman parte de la misma naturaleza del sistema nervioso, pues los adultos que quedaron ciegos de pequeños y se han pasado toda la vida adaptando y especializando su cerebro, deben pedirle que invierta todo ese proceso. (Además, el cerebro de un adulto ya no posee la plasticidad del de un niño: por eso aprender idiomas nuevos y oficios nuevos se hace más difícil con la edad. Pero en el caso de un hombre que ha estado ciego, aprender a ver no es como aprender un idioma nuevo; es, tal como lo expresa Diderot, como aprender el lenguaje por primera vez.)

En aquellas personas que acaban de recuperar la vista, aprender a ver exige un cambio radical en el funcionamiento neurológico, y con ello un cambio radical en el funcionamiento psicológico, en el yo, en la identidad. El cambio puede experimentarse, literalmente, en términos de vida o muerte. Valvo cita a un paciente suyo que decía: «Uno debe morir como persona dotada de vista para nacer de nuevo como ciego», y lo opuesto es igualmente cierto: hay que morir como ciego para volver a nacer como una persona que ve. Es la fase intermedia, el limbo —«entre dos mundos, uno muerto / y el otro incapaz de nacer»—, lo terrible. Aunque al principio la ceguera puede ser una privación y una pérdida espantosa, puede serlo cada vez menos a medida que pasa el tiempo, pues se produce una profunda adaptación o reorientación, mediante la cual el individuo recompone el mundo, se reapropia de él en términos no visuales. Entonces la ceguera se convierte en un estado
distinto
, en una forma de ser diferente, que posee sus propias sensibilidad, coherencia y sensaciones. John Hull lo llama «ceguera profunda» y lo ve como «uno de los órdenes naturales de la existencia humana».
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El 31 de octubre, a Virgil le quitaron la catarata del ojo izquierdo, revelando una retina, y una agudeza visual, similar a la del ojo derecho. Esto fue una gran decepción, pues existía la esperanza de que ese ojo estuviera en mucho mejor estado, lo suficiente para que marcara una diferencia fundamental en su visión. Ésta mejoró ligeramente: le costaba menos fijarse, los movimientos de búsqueda del ojo eran menores, y su campo visual se había ampliado.

Ahora que veía con los dos ojos, Virgil regresó al trabajo, pero se encontró con que, cada vez más, el hecho de ver tenía su envés, en gran parte era algo confuso, y a veces simplemente horrible. Había trabajado feliz en el YMCA durante treinta años, dijo, y creía
conocer
los cuerpos de sus clientes. Ahora le asustaba ver esos cuerpos y las pieles que previamente había conocido sólo al tacto; le asombraba la variedad de colores de piel que veía y le disgustaban las imperfecciones y «manchas» en pieles que a sus manos les habían parecido completamente tersas.
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Virgil descubrió que cuando daba masajes cerrar los ojos le proporcionaba un gran alivio.

En las semanas siguientes, su vista siguió mejorando, especialmente cuando tenía libertad para seguir su propio ritmo. Hacía todo lo que podía para vivir como un vidente, aunque en esa época fue víctima de más conflictos. De vez en cuando expresaba temor ante el hecho de tener que dejar el bastón y caminar y cruzar las calles sólo mediante la vista; y en una ocasión expresó su temor ante el hecho de que los demás «esperaran» que condujera y buscara un empleo totalmente nuevo «que le exigiera ver». Fue una época de mucho esfuerzo y verdaderos éxitos, aunque uno tenía la impresión de que el éxito se había alcanzado con cierto coste psicológico, un coste de tensión y escisión cada vez más profundas.

Una semana antes de Navidad, Amy y él fueron al ballet. Virgil disfrutó con
El cascanueces:
siempre había adorado la música, y ahora, por primera vez, también veía algo. «Llegué a ver gente saltando por el escenario, aunque no veía qué ropa llevaban», dijo. Creía que disfrutaría de ver un partido de béisbol en directo, y esperaba ansioso a que se iniciara la liga en primavera.

La Navidad fue una época particularmente festiva e importante —la primera Navidad de casado, su primera Navidad como hombre que veía— y regresó con Amy a la granja familiar de Kentucky. Vio a su madre por primera vez en más de cuarenta años —apenas había sido capaz de verla, ni a ella ni nada, el día de su boda— y le pareció «realmente guapa». Vio de nuevo la vieja granja, las cercas, el arroyo entre los pastos, que no había vuelto a ver desde niño; siempre los había tenido en gran estima en su memoria. Ver había sido en parte una gran decepción, pero ver su hogar y su familia fue pura dicha.

No menos importante fue el cambio de actitud de la familia hacia él. «Parecía más despabilado», dijo su hermana. «Andaba, se movía por toda la casa sin palpar las paredes: simplemente se ponía en pie y andaba.» Le pareció que había «mejorado mucho» desde la primera operación, y su madre y el resto de la familia tenían la misma impresión.

Le telefoneé el día antes de Navidad y hablé con su madre, su hermana y otras personas. Me pidieron que fuera a celebrar la Navidad con ellos, y ojalá pudiera haberlo hecho, pues parecía un momento dichoso y positivo para la familia. La oposición inicial de los familiares a que Virgil viera (y quizá también a Amy, por haberle empujado a ello) y su incredulidad ante el hecho de que
pudiera
ver había sido algo que él había interiorizado, algo que podía haber literalmente aniquilado su capacidad de ver. Ahora que sus parientes estaban «convertidos», era lícito esperar que ese importantísimo obstáculo psicológico desapareciera. La Navidad fue el momento culminante, pero también la resolución, de un año extraordinario.

Me pregunté qué sucedería al año siguiente. ¿Qué podía esperar Virgil, siendo optimistas? ¿A qué cantidad de mundo visual, de vida visual, podía aún aspirar? Lo cierto es que eso era algo que no sabíamos con certeza. Aunque había muchos pacientes cuyas historias eran sórdidas y aterradoras, al menos había algunos que habían superado sus peores dificultades y salido a flote en su nuevo mundo visual de una manera relativamente poco conflictiva.

Valvo, normalmente cauto en su expresión, se deja llevar por la emoción al describir algunos de los resultados más felices de sus pacientes:

Una vez nuestros pacientes adquieren pautas visuales y pueden actuar con ellas autónomamente, parecen experimentar una gran felicidad en el aprendizaje visual… un renacimiento de la personalidad… Comienzan a pensar en áreas de experiencia totalmente nuevas.

«Un renacimiento de la personalidad», eso era justamente lo que Amy deseaba para Virgil. Para nosotros era difícil imaginar tal renacimiento en él, pues parecía muy flemático, muy encerrado en sus costumbres. Y sin embargo, a pesar de todos sus problemas —retinales, corticales, psicológicos, posiblemente médicos—, en cierto modo lo había hecho extraordinariamente bien, había mostrado un constante incremento de su capacidad de aprehender el mundo visual. Con una motivación predominantemente positiva, y el obvio disfrute y ventajas que podía proporcionarle el hecho de ver, parecía no haber razón alguna que le impidiera progresar aún más. No podía esperar tener jamás una visión perfecta, pero podía aspirar a una vida radicalmente, más rica gracias al hecho de ver.

La catástrofe ocurrió de manera muy repentina. El 8 de febrero recibí una llamada de Amy: Virgil se había derrumbado, se lo habían llevado al hospital, gris y en estado de estupor. Tenía una neumonía lobar, una fuerte congestión en un pulmón, y estaba en la unidad de cuidados intensivos, con oxígeno y antibióticos en vena.

Los primeros antibióticos no le hicieron efecto: empeoró; su estado era crítico; y durante algunos días estuvo entre la vida y la muerte. Al cabo de tres semanas la infección fue controlada, y el pulmón comenzó a dilatarse de nuevo. Pero Virgil seguía gravemente enfermo; aunque la neumonía en sí misma estaba remitiendo, le había provocado un fallo respiratorio: una casi parálisis del centro respiratorio cerebral que le hacía incapaz de responder adecuadamente a los niveles de oxígeno y dióxido de carbono de la sangre. Los niveles de oxígeno de la sangre comenzaron a descender… hasta menos de la mitad de lo normal. Y el nivel de dióxido de carbono comenzó a aumentar… hasta casi tres veces lo normal. Necesitaba oxígeno constantemente, pero sólo podían darle un poco, por temor a que el centro respiratorio que fallaba quedara aún más debilitado. Con el cerebro privado de oxígeno y envenenado de dióxido de carbono, la conciencia de Virgil fluctuaba y se desvanecía, y en sus peores días (cuando el nivel de oxígeno era más bajo y el de dióxido de carbono más alto) no veía nada: estaba totalmente ciego.

Muchos factores contribuyeron a que prosiguiera esa crisis respiratoria: los pulmones de Virgil se habían espesado y estaban fibróticos; tenía una bronquitis avanzada y un enfisema; no había movimiento del diafragma en un lado, consecuencia de su polio infantil; y, por encima de todo, estaba enormemente obeso: lo suficientemente obeso como para padecer un síndrome de Pickwick (que recibe el nombre del muchacho grueso y soñoliento, Joe, de
Los papeles del club Pickwick
. En el síndrome de Pickwick hay una grave disminución de la respiración, que no puede oxigenar la sangre adecuadamente, asociada con un debilitamiento del centro respiratorio del cerebro.

Probablemente Virgil llevaba enfermo varios años; había ganado peso gradualmente desde 1985. Pero en el período comprendido entre su boda y las fiestas de Navidad había aumentado veinte kilos —había llegado, en pocos meses, a los ciento cuarenta kilos—, en parte por la retención de líquidos causada por la insuficiencia cardíaca, y en parte por comer a todas horas, un hábito causado por el estrés.

Ahora llevaba tres semanas en el hospital, el oxígeno en sangre seguía disminuyendo a pesar que se lo suministraban, y cada vez que el nivel llegaba a un punto realmente bajo se quedaba letárgico y totalmente ciego. Amy, en el momento en que abría la puerta, sabía cómo había pasado el día Virgil —qué nivel de oxígeno en sangre tenía— según si utilizaba los ojos, mirando a su alrededor, o tanteaba y palpaba, «comportándose como si estuviera ciego». (Nos preguntamos, en retrospectiva, si las extrañas fluctuaciones de su visión que había mostrado casi desde el día de la operación podían haber sido también causadas, al menos en parte, por fluctuaciones del oxígeno en sangre, con la consiguiente anoxia retinal o cerebral. Virgil probablemente había padecido durante años un leve síndrome de Pickwick, y podía haber estado cerca del fallo respiratorio y de la anoxia incluso antes de la enfermedad aguda.)

Había otro estado intermedio, que Amy encontraba desconcertante; en dichas ocasiones, Virgil
decía
que no veía nada, pero alargaba los brazos para coger algo, evitaba los obstáculos y se
comportaba
como si viera. Amy no entendía nada de este singular estado, en el que manifiestamente reaccionaba a los objetos, era capaz de localizarlos, veía, y aun con todo negaba cualquier conciencia de estar viendo. Este estado —llamado vista implícita, vista inconsciente o visión ciega— ocurre cuando las áreas visuales de la corteza cerebral están deterioradas (por ejemplo por falta de oxígeno) pero los centros visuales de la subcorteza permanecen intactos. Las señales visuales se perciben y se responde a ellas adecuadamente, pero esta percepción no alcanza la conciencia.

Por fin Virgil pudo salir del hospital y regresar a casa, aunque ahora con un gran hándicap respiratorio: dependía de una bombona de oxígeno y no podía ni levantarse de la silla sin ella. En esa fase, parecía improbable que se recuperara lo suficiente como para volver a trabajar, y la YMCA decidió prescindir de él. Unos meses más tarde tuvo que dejar la casa donde había vivido como empleado de la YMCA durante más de veinte años. Ésta era la situación en verano: Virgil no sólo había perdido la salud, sino el trabajo y la casa.

En octubre, sin embargo, se encontraba mejor y era capaz de prescindir de la bombona de oxígeno durante una hora o dos. No me resultaba del todo claro, a partir de mis conversaciones con Virgil y Amy, lo que había ocurrido finalmente con su vista después de todos esos meses. Amy decía que la había «casi perdido», pero ahora le parecía que la estaba recuperando a medida que se sentía mejor. Cuando telefoneé al centro de rehabilitación visual donde habían evaluado a Virgil, me contaron algo muy distinto. Según ellos, Virgil había perdido toda la vista que había recuperado el año anterior, y lo que quedaba de ella era muy poco. Kathy, su terapeuta, opinaba que Virgil veía colores, pero poco más, y a veces colores sin objetos: así, era posible que viera una neblina o halo rosado alrededor de un frasco de Pepto-Bismol sin llegar a ver claramente el frasco propiamente dicho.
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Esta percepción del color, dijo Kathy, era la única visión constante; parecía estar ciego a todo lo demás, no distinguía los objetos, iba a tientas, parecía visualmente perdido. Había vuelto a sus antiguos movimientos oculares azarosos de los no videntes. Y sin embargo a veces, espontáneamente, sin previo aviso, tenía repentinos y asombrosos momentos de visión en los que veía objetos, incluso los muy pequeños. Pero esas percepciones desaparecían tan repentinamente como llegaban, y él generalmente era incapaz de recuperarlas. A todos los efectos prácticos, dijo Kathy, Virgil ahora estaba ciego.

Me quedé sorprendido y desconcertado cuando Kathy me dijo eso. Se trataba de fenómenos radicalmente distintos de los que Virgil había mostrado antes: ¿qué le pasaba ahora en los ojos y en el cerebro? La distancia me impedía comprender lo que sucedía, sobre todo porque Amy, por su parte, sostenía que la vista de Virgil iba mejorando. De hecho, se puso furiosa cuando se enteró de que decían que Virgil estaba ciego, y afirmó que el centro de rehabilitación visual estaba, de hecho, «enseñando a Virgil a ser ciego». De modo que en febrero de 1993, un año después de que se le declarara esa devastadora enfermedad, invitamos a Virgil y a Amy a venir a Nueva York para volver a vemos y para someter a Virgil a unas pruebas psicológicas especializadas de funcionamiento retinal y cerebral.

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