Último intento (7 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—¿Estaría mejor sin Chandonne? Asiento.

—Entonces, después de todo, ¿quizá desearías que Lucy lo hubiera matado? —Sugiere en voz baja. Anna tiene una manera de exigir la verdad sin mostrarse agresiva ni censora.

—No. —Sacudo la cabeza. —No, yo no le desearía eso a nadie. No puedo comer. Lamento que te hayas tomado tanto trabajo. Espero no estar por enfermarme.

—Por ahora ya hemos hablado bastante. —De pronto Anna es la progenitora que decide que es hora de irse a la cama. —mañana es domingo, un buen día para quedarse en casa, no moverse demasiado y descansar. Yo estoy despejando mi agenda, cancelando todos mis compromisos para el lunes. Y después cancelaré los del martes y miércoles y el resto de la semana, si resulta necesario.

Trato de objetar, pero ella no quiere ni oírme.

—Lo bueno de tener mi edad es que puedo hacer lo que se me dé la gana —Agrega—. Estoy de turno para las emergencias, pero eso es todo. Y, en este momento, tú eres mi emergencia más importante, Kay.

—Yo no soy una emergencia —digo y me levanto de la mesa.

Anna me ayuda con mi equipaje y me conduce por un largo pasillo que lleva al ala oeste de su mansión majestuosa. El cuarto de huéspedes donde me quedaré por un período indeterminado está dominado por una enorme cama de madera de tejo que, como casi todos los muebles de su casa, es dorado pálido Biedermeier. Su decoración es sencilla, de líneas simples, pero con cúmulus de edredones y almohadas de plumas y pesados cortinados que, como cascadas de seda color champaña, caen sobre el piso de madera dura y revelan la verdadera naturaleza de mi anfitriona. La motivación de Anna en la vida es proporcionarles comodidad a los otros, sanarlos, desterrar la pena y celebrar la belleza pura.

—¿Qué más necesitas? —Pregunta y cuelga mi ropa.

Yo la ayudo a guardar otras cosas en los cajones de la cómoda y descubro que una vez más estoy temblando.

—¿Necesitas tomar algo para dormir? —Alinea mis zapatos en el piso del placard.

Tomar Ativan o algún otro sedante es una proposición tentadora que resisto. —Siempre he tenido miedo de convertirlo en un hábito —respondo vagamente—. Ya ves cómo soy con los cigarrillos. No se puede confiar en mí. Anna me mira.

—Es muy importante que duermas, Kay. Es lo que mejor puede alejarte de la depresión.

Yo no estoy segura de entender lo que dice, pero sé cuál es su intención. Estoy deprimida. Lo más probable es que me deprima, y la falta de sueño no hace más que empeorar las cosas. A lo largo de toda mi vida, el insomnio ha estallado como la artritis, y cuando me convertí en médica tuve que resistir el hábito fácil de permitirme disfrutar de mi propia tienda de golosinas. Las drogas recetadas siempre han estado allí, pero yo siempre me he mantenido lejos de ellas.

Anna se va y yo me siento en la cama con las luces apagadas, la vista fija en la oscuridad, a medias convencida de que, cuando llegue la mañana, descubriré que lo ocurrido no es más que otra de mis pesadillas, otro horror que se asomó de las capas más profundas de mi ser cuando yo no estaba del todo consciente. Mi voz racional me sondea como el haz de una linterna, pero no disipa nada. No puedo iluminar ningún significado del hecho de casi haber sido mutilada y asesinada ni la manera en que eso afectará el resto de mi vida. Me resulta imposible sentirlo. No puedo encontrarle sentido. «Dios, ayúdame». Me pongo de lado y cierro los ojos. Ahora me acuesto para dormir, es algo que mi madre solía rezar conmigo, pero yo siempre pensé que esas palabras eran en realidad más para mi padre, en su lecho de enfermo en el otro extremo del hall. A veces, cuando mi madre salía de mi cuarto, yo insertaba el pronombre masculino en esos versos. «Si él muriera antes de despertar, ruego al Señor que se lleve su alma», y entonces terminaba durmiéndome entre llantos.

Capítulo 3

A la mañana siguiente despierto al oír voces en la casa y tengo la inquietante sensación de que el teléfono ha sonado durante toda la noche. No estoy segura de si lo soñé o no. Por un momento espantoso no tengo la menor idea de dónde estoy, hasta que lo recuerdo con una desagradable oleada llena de miedo. Me voy incorporando con dificultad y permanezco inmóvil un momento. Por entre las cortinas cerradas veo que el cielo está nublado y gris.

Tomo una bata de toalla que cuelga de la parte de atrás de la puerta del cuarto de baño y me pongo un par de medias antes de aventurarme a salir y ver quién más está en la casa. Espero que la visita sea Lucy, y así es. Ella y Anna están en la cocina. Pequeños copos de nieve descienden frente a las ventanas que dan al patio de atrás y sobre la superficie color peltre del río. Los árboles desnudos que parecen grabados con trazos oscuros contra el gris del día se mueven apenas con el viento, y el humo de leña encendida asciende de la chimenea de la casa del vecino más cercano. Lucy lleva puesto un conjunto de gimnasia algo desteñido de cuando tomó clases de computación y robótica en el MIT. Da la sensación de que se ha peinado su pelo corto y cobrizo con los dedos; su aspecto es algo sombrío y tiene los ojos irritados y vidriosos que yo suelo asociar con demasiado alcohol la noche anterior.

—¿Acabas de llegar? —Le pregunto y la abrazo.

—En realidad, llegué anoche —contesta y me aprieta fuerte—. No pude resistir esa tentación. Pensé darme una vuelta por aquí y pasar la noche conversando. Pero dormías profundamente. Es mi culpa por llegar aquí tan tarde.

—Oh, no —digo y me siento interiormente vacía—. Deberías haberme despertado. ¿Por qué no lo hiciste?

—De ninguna manera. ¿Cómo está tu brazo?

—Ya no me duele tanto. —Lo cual no es del todo cierto. —¿Te fuiste del Jefferson?

—No, sigo allí. —me resulta imposible descifrar el significado de la expresión de Lucy. Se deja caer al piso y se saca los pantalones de gimnasia, debajo de los cuales tiene calzas stretch de colores vivos.

—Me temo que tu sobrina es una mala influencia —dice Anna—. Trajo una agradable botella de Veuve Cliquot y nos quedamos charlando hasta demasiado tarde. Yo no quise que a esa hora volviera manejando al centro de la ciudad.

Siento una punzada de dolor o, quizá, de celos.

—¿Champaña? ¿Celebramos algo? —Pregunto.

Anna se encoge de hombros. Está preocupada. Intuyo que por su cabeza desfilan pensamientos sombríos que no quiere precisar delante de mí y me pregunto si el teléfono habrá sonado realmente anoche. Lucy abre el cierre de su chaqueta, debajo de la cual hay un top ajustado de nylon azul y negro que le calza como un guante a su cuerpo atlético.

—Sí, una celebración —dice Lucy con amargura—. El ATF me anunció que yo estaba de licencia administrativa.

No puedo creer que yo haya oído bien. Una licencia administrativa es más o menos como estar suspendida. Es el primer paso antes de ser despedida de ese puesto. Miro a Anna en busca de alguna señal de que ella ya estaba enterada de esta novedad, pero ella parece casi tan sorprendida como yo.

—Me pusieron en la playa —es la jerga del ATF para indicar suspensión. —Para la semana que viene recibiré una carta en la que se citarán todas mis transgresiones. —La actitud de Lucy es indiferente, pero la conozco demasiado para que me engañe. A lo largo de los últimos meses y años, lo único que he visto brotar de ella es la furia, y allí está de nuevo ahora, fundida debajo de sus muchas y complejas capas. —me darán todas las razones por las que deberían despedirme y, también, la oportunidad de apelar esa decisión. A menos que yo decida mandar todo al diablo e irme de allí. Cosa que podría hacer. No los necesito.

—¿Por qué? ¿Qué demonios sucedió? No será por culpa de él. —me refiero a Chandonne.

Con raras excepciones, cuando un agente ha participado de un tiroteo o de algún otro incidente crítico, lo rutinario es que sus pares le brinden apoyo y se lo reasigne a una tarea menos estresante, como por ejemplo la investigación de incendios intencionales en lugar del trabajo encubierto que Lucy estaba haciendo en Miami. Si el individuo resulta ser emocionalmente incapaz de enfrentar esa situación, hasta es posible que le concedan una licencia post-traumática. Pero una licencia administrativa es algo completamente diferente. Lisa y llanamente, es un castigo.

Lucy levanta la cabeza y me mira desde su asiento en el piso, las piernas extendidas, las manos apoyadas detrás de la espalda.

—Es aquello de «maldita si lo haces, maldita si no lo haces» —me retruca—. Si yo le hubiera disparado, tendría un castigo terrible. No le disparé y tengo un castigo terrible.

—Estuviste en un tiroteo en Miami y, muy poco tiempo después, viniste a Richmond y casi le disparaste a otra persona —dice Anna, y es verdad. No importa si esa «otra persona» es un asesino serial que se metió en mi casa. Lucy tiene una historia de recurrir a la fuerza que mancha incluso el incidente de Miami. Su pasado atribulado pesa con fuerza en la cocina de Anna como un frente de baja presión.

—Soy la primera en reconocerlo —contesta Lucy—. Todos queríamos hacerlo pedazos. ¿No crees que Marino también lo deseaba? —me mira a los ojos. —¿No crees que cada policía, cada agente que se presentó en tu casa no quena apretar el gatillo? Ellos creen que yo soy algo así como un aventurero mercenario, una persona psicótica a la que la excita matar a la gente. Al menos, eso es lo que han estado dando a entender.

—Necesitas un descanso —dice Anna sin vueltas—. Quizá se trata de eso y no de otra cosa.

—No, no se trata de eso. Vamos, si uno de esos tipos hubiera hecho lo que yo hice en Miami, habría sido un héroe. Si uno de esos tipos hubiera estado a punto de matar a Chandonne, los personajones de D.C. aplaudirían su control y no lo castigarían por «casi» hacer algo. ¿Cómo se puede castigar a alguien por «casi» hacer algo? De hecho, ¿como se puede probar siquiera que alguien «casi» hizo algo?

—Bueno, ellos tendrán que probarlo —Le dice la abogada, la investigadora que hay en mí. Al mismo tiempo es una manera de recordarme que Chandonne casi me hizo algo. En realidad no lo hizo, no importa cuál fuera su intención, y su eventual defensor legal le dará mucha importancia a ese hecho.

—Ellos pueden hacer lo que se les antoje —responde Lucy, cuyo dolor e indignación crecen—. Pueden despedirme. O llevarme de vuelta y estacionar mi trasero frente a un escritorio en un pequeño cuarto sin ventanas de alguna parte de Dakota del Sur o Alaska. O enterrarme en algún departamento insignificante como el de audiovisuales.

—Kay, todavía no bebiste tu café —dice Anna, en un intento de hacer desaparecer la creciente tensión.

—Quizás ése es mi problema. A lo mejor por eso nada tiene sentido esta mañana. —me acerco a la cafetera que está cerca de la pileta. —¿Alguien más quiere café?

La respuesta es negativa. Me sirvo una taza mientras Lucy comienza a hacer una serie de ejercicios de elongación y siempre me maravilla verla moverse, con fluidez y armonía. Después de haber empezado la vida gordita y de movimientos lentos, Lucy se pasó años decidida a convertir su cuerpo en una máquina que responde a todo lo que ella le exige, más o menos como los helicópteros que pilotea. Tal vez es su sangre brasileña la que le agrega ese fuego oscuro a su belleza, pero Lucy es electrizante. La gente la mira con atención dondequiera que ella vaya, y la reacción de Lucy es, en el mejor de los casos, encogerse de hombros. —No sé cómo puedes salir a correr con un tiempo como éste —Le dice Anna.

—El dolor me gusta —Lucy se pone la riñonera, en cuyo interior hay una pistola.

—Tenemos que hablar más de esto, ver qué vas a hacer. —La cafeína defibrila los latidos lentos de mi corazón y me despeja la cabeza.

—Después de correr voy a trabajar mi cuerpo en el gimnasio —Nos dice Lucy—. Así que estaré ausente bastante tiempo.

—Dolor y más dolor —musita Anna.

Cuando miro a mi sobrina, lo único que puedo pensar es qué extraordinaria que es y qué injusta ha sido la vida con ella. Jamás conoció a su padre biológico, y entonces apareció Benton y fue el padre que ella nunca tuvo, y también a él lo perdió. Su madre es una mujer egocéntrica que se muestra demasiado competitiva con Lucy como para amarla; si es que mi hermana Dorothy es capaz de amar a alguien, algo que realmente yo no creo. Lucy es, posiblemente, la persona más inteligente y complicada que conozco. Eso no le ha granjeado demasiados admiradores. Siempre ha sido irrefrenable y, al observarla salir corriendo de la cocina como una atleta olímpica, armada y peligrosa, la recuerdo cuando, a los cuatro años y medio, empezó el primer grado escolar y sacó una mala nota en conducta.

«¿Cómo se puede sacar una mala nota en conducta?», le pregunté a Dorothy cuando me llamó por teléfono, hecha una furia, para quejarse del terrible trabajo que le daba ser la madre de Lucy.

«Ella habla todo el tiempo e interrumpe a los otros alumnos y siempre levanta la mano para responder a las preguntas —Dijo Dorothy—. ¿Sabes qué escribió su maestra en su tarjeta de calificaciones? ¡Déjame que te lo lea!
Lucy no trabaja ni juega bien con los otros alumnos. Le encanta lucirse y ser una sabelotodo y constantemente desarma cosas, como el afilador de lápices y los pomos de las puertas

Lucy es gay. Eso es algo muy injusto porque es algo que no se puede eliminar con el paso de los años ni recurriendo a la fuerza de voluntad. La homosexualidad es injusta porque engendra injusticia. Por esa razón, me dio mucha pena enterarme de esta parte de la vida de mi sobrina. Daría cualquier cosa para que ella no sufriera. Y me obligo a reconocer que, hasta ahora, me las he ingeniado para pasar por alto lo obvio. El ATF no va a mostrarse generoso ni a perdonar, y lo más probable es que Lucy lo haya sabido desde hace bastante. En D.C. nadie tomará en cuenta sus logros sino que la mirarán a través de la lente deformante del prejuicio y los celos.

—Va a ser una cacería de brujas —

Anna casca un huevo sobre un
bowl
.

—Quieren librarse de ella, Anna.

Anna deja caer las cascaras en la pileta, abre la heladera, saca un cartón de leche y se fija en la fecha de vencimiento.

—Hay quienes la consideran una heroína —dice.

—Las fuerzas del orden apenas si toleran a las mujeres. No las aplauden y castigan a las que se convierten en heroínas. Ése es el secreto sucio del que nadie parece querer hablar —digo.

Anna bate vigorosamente los huevos con un tenedor.

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