Último intento (5 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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Yo pensé que esa persona era un policía. Él dijo que era policía.

—¿Por qué? —Ahora Marino grita a voz en cuello y golpea el volante del vehículo como si fuera una criatura en plena pataleta. —¿Eh? ¿Por qué? ¡Maldita seas, dímelo!

Hacía días que sabíamos quién era el asesino, que era ese monstruo, tanto física como espiritualmente, llamado Chandonne. Sabíamos que era francés y también dónde vivía en París su familia dedicada al delito. La persona que estaba del otro lado de mi puerta de calle ni siquiera tenía rastros de acento francés.

«Policía».

«Yo no llamé a la policía», dije a través de la puerta.

«Señora, recibimos un llamado en el que se nos informaba que en su propiedad había una persona sospechosa. ¿Se encuentra usted bien?»

No tenía acento francés. Jamás esperé que él hablara sin acento. No se me ocurrió nunca, ni una sola vez. Si yo fuera a revivir lo ocurrido anoche, tampoco se me ocurriría. La policía acababa de venir a casa cuando sonó la alarma. No me pareció nada sospechoso que regresaran. Equivocadamente di por sentado que vigilaban mi casa con mucha atención. Todo sucedió tan rápido. Abrí la puerta y la luz del porche estaba apagada y de pronto percibí ese olor a perro sucio y mojado en medio de la noche oscura y helada.

Marino me palmea la espalda con fuerza y dice: —Hola ¿Hay alguien en casa?

—¡No me toques! —digo, sobresaltada, y jadeo y me alejo de él y el vehículo vira bruscamente. El silencio que sigue hace que en el aire flote una pesadez como la que hay a treinta metros de profundidad en el agua, y una serie de imágenes espantosas se cuelan en mis pensamientos más negros. La ceniza olvidada de mi cigarrillo es tan larga que no logro dejarla a tiempo en el cenicero. Me la cepillo de la falda.

—Puedes doblar en el centro comercial Stonypoint, si quieres —le digo a Marino—. Es un camino más rápido.

Capítulo 2

La imponente casa estilo renacimiento griego de la doctora Anna Zenner se yergue, iluminada, hacia la noche, en la margen sur del río James. Su mansión, como la llaman sus vecinos, tiene inmensas columnas corintias y es un ejemplo local de la creencia de Thomas Jefferson y George Washington en el sentido de que la arquitectura de la nueva nación debería expresar la majestuosidad y la dignidad del mundo antiguo. Anna pertenece a ese mundo antiguo, es una alemana de primer orden. Creo que es alemana. Ahora que lo pienso, no recuerdo que me haya dicho nunca dónde nació.

Luces festivas parpadean en los árboles y en las muchas ventanas de la casa de Anna arden velas que me recuerdan las Navidades en Miami, cuando yo era chica. En las raras ocasiones en que la leucemia de mi padre entraba en remisión, a él le encantaba llevarnos de paseo en el auto a Coral Cables para quedarnos maravillados frente a casas que él llamaba villas, como si, de alguna manera, su habilidad para mostrarnos esos lugares lo convirtiera en parte de ese mundo. Recuerdo haber fantaseado con las personas privilegiadas que vivían dentro de esas casas, con sus paredes elegantes y sus Bentley y sus banquetes de carne o camarones siete días a la semana. Nadie que vivía así podía ser pobre o enfermo o considerado una basura por personas que no les tenían simpatía a los italianos ni a los católicos ni a los inmigrantes de apellido Scarpetta.

Es un apellido nada frecuente, de cuyo linaje no es mucho lo que sé. Los Scarpetta viven en este país desde hace dos generaciones, o al menos eso alega mi madre, pero yo no sé quiénes son esos otros Scarpetta. Nunca los conocí. Me dijeron que nuestro apellido se remonta a Verona, que mis antepasados eran granjeros y trabajadores de ferrocarril. De hecho sé que tengo sólo una hermana menor llamada Dorothy. Estuvo casada poco tiempo con un brasileño que la doblaba en edad y quien supuestamente es el padre de Lucy. Digo supuestamente porque cuando se trata de Dorothy, sólo un estudio de ADN me convencería de con quién estaba en la cama en el momento en que mi sobrina fue concebida. El cuarto matrimonio de mi hermana fue con un Farinelli y, después de eso, Lucy dejó de cambiarse de apellido. Por lo que sé, con excepción de mi madre, soy la única Scarpetta que queda.

Marino frena delante de los enormes portones negros de hierro y su brazo grande se extiende para oprimir un botón del intercomunicador. Se oye un zumbido electrónico y un fuerte clic, y los portones se abren lentamente como las alas de un cuervo. No sé por qué Anna abandonó su tierra natal para instalarse en Virginia y por qué nunca se casó. Tampoco le pregunté por qué instaló su práctica psiquiátrica en esta modesta ciudad sureña, cuando podía haber elegido cualquier otro lugar. No sé por qué, de pronto, me hago tantas preguntas sobre su vida. Los pensamientos son una cosa bien extraña. Con mucho cuidado me bajo de la pickup de Marino hacia baldosas de granito. Es como si yo estuviera teniendo problemas de software. Toda clase de archivos se abren y cierran en forma espontánea, y los mensajes del sistema titilan. No estoy segura de cuál es la edad exacta de Anna, sólo que tiene alrededor de setenta y cinco años. Por lo que sé, nunca me dijo dónde hizo sus estudios de medicina y de psiquiatría. Durante años hemos compartido opiniones e información, pero rara vez hablamos de nuestros puntos vulnerables y nuestras intimidades.

De pronto me molesta mucho saber tan poco sobre Anna y me siento avergonzada al ascender por sus escalones prolijamente barridos, de a uno por vez, mientras deslizo mi mano sana por la helada barandilla de hierro. Ella abre la puerta de calle y su rostro se suaviza. Observa el yeso de mi brazo y el cabestrillo y me mira a los ojos.

—Kay, me alegra tanto verte —dice y me da la bienvenida como siempre lo hace.

—¿Cómo le va, doctora Zenner? —Anuncia Marino. Su entusiasmo es excesivo cuando hace todo lo posible por demostrar lo popular y encantador que él es y lo poco que yo le importo. —¡Qué bien huele! ¡No me diga que de nuevo me está cocinando algo!

—No esta noche, capitán. —Anna no tiene ningún interés en él ni en su bravata. Me besa en las dos mejillas y su abrazo es muy suave para no lastimar mi herida, pero yo siento su corazón en el leve roce de sus dedos. Marino apoya mi bolso en el foyer, sobre una espléndida alfombra de seda que hay debajo de una araña de cristal que brilla como el hielo que se forma en el espacio.

—Puede llevarse un poco de sopa —le dice a Marino—. Hay más que suficiente. Es muy sana y no engorda.

—Si no engorda, está contra mi religión. Ya me voy —dice él y evita mirarme.

—¿Dónde está Lucy? —Anna me ayuda con mi abrigo y yo me esfuerzo por pasar la manga sobre el yeso y entonces me doy cuenta de que todavía llevo puesto mi viejo guardapolvo. —No tienes ningún autógrafo en el yeso —me dice, porque nadie ha firmado mi yeso y nadie lo hará jamás. Anna tiene un sentido del humor muy especial y elitista. Puede ser muy divertida con apenas un dejo de sonrisa en la cara, y si alguien no es bastante atento o rápido, puede perderse completamente el chiste.

—Su casa no es demasiado linda, así que ella está en el Jefferson —Comenta Marino con ironía.

Anna abre el placard del hall para colgar mi abrigo. Mi energía nerviosa comienza a disiparse rápidamente. La depresión me oprime el pecho e incrementa la presión alrededor de mi corazón. Marino sigue fingiendo que yo no existo.

—Desde luego, ella podría hospedarse aquí. Siempre es bienvenida y tendría mucho gusto en verla —me dice Anna. Su acento alemán no se ha suavizado a lo largo de décadas. Todavía representa para ella un esfuerzo terrible hacer que un pensamiento pase de su cerebro a su lengua. Siempre pensé que Anna prefería el alemán, pero habla inglés porque no le queda otra opción.

Por una puerta entreabierta veo irse a Marino.

—¿Por qué te mudaste aquí, Anna? —Ahora hablo en
non sequiturs
.

—¿Aquí? ¿Te refieres a esta casa? —Pregunta y me observa con atención.

—No, a Richmond. ¿Por qué a Richmond?

—Eso es fácil. Por amor —dice lisa y llanamente sin demostrar ninguna clase de afecto.

La temperatura ha descendido a medida que la noche se ha vuelto más profunda y los pies grandes de Marino metidos en un par de botas hacen crujir la nieve compacta.

—¿Cuál amor? —le pregunto.

—El que sentí hacia una persona que demostró ser una pérdida de tiempo.

Marino golpea el estribo para quitarse la nieve de los zapatos antes de trepar a su vehículo que se sacude y cuyo motor retumba como los intestinos de un enorme barco y de cuyo caño de escape brota humo. Intuye que yo lo estoy mirando y simula no darse cuenta o que no le importa mientras cierra la portezuela y pone primera. Los neumáticos escupen nieve cuando el vehículo se aleja. Anna cierra la puerta de calle mientras yo me quedo de pie junto a ella, perdida en una vorágine de pensamientos y sentimientos.

—Tengo que instalarle —me dice, me toca un brazo y me hace señas de que la siga.

Yo vuelvo en mí.

—Marino está enojado conmigo.

—Si él no estuviera enojado por algo o no se mostrara grosero, yo pensaría que está enfermo.

—Está enojado conmigo porque casi me asesinaron. —mi voz suena muy cansada. —Todos están enojados conmigo.

—Lo que estás es agotada. —Se detiene un momento en el hall de entrada para oír lo que yo le digo.

—¿Se supone que debo disculparme porque alguien trató de matarme? —La protesta brota de mis labios. —¿Acaso yo lo provoqué? ¿Hice algo mal? Bueno, de modo que abrí la puerta. Mi conducta no fue perfecta, pero ahora estoy aquí, ¿no? Estoy viva, ¿no? Todos estamos con vida y bien, ¿no es verdad? ¿Por qué todo el mundo está enojado conmigo?

—No todo el mundo —responde Anna. —¿Por qué es mi culpa?

—¿Crees que es tu culpa? —me observa con una expresión que sólo es posible describir como radiológica. Anna es capaz de verme hasta los huesos. —Desde luego que no —contesto—. Sé que no es mi culpa. Ella le pone traba a la puerta, después activa la alarma y me lleva a la cocina. Trato de recordar cuándo comí algo por última vez o qué día de la semana es. Hasta que lo descubro: es sábado. Ya son varias las veces que lo pregunté. Han pasado veinte horas desde que estuve a punto de morir. La mesa está tendida para dos personas y una enorme cacerola con sopa se calienta al fuego. Huelo pan recién horneado y de pronto siento náuseas y un hambre terrible al mismo tiempo y, a pesar de todo esto, registro un detalle. Si Anna esperaba a Lucy, ¿entonces por qué la mesa no está tendida para tres?

—¿Cuándo volverá Lucy a Miami? —Anna parece leerme el pensamiento mientras levanta la tapa de la cacerola y revuelve su contenido con una cuchara larga de madera. —¿Qué quieres beber? ¿Whisky? —Sí, algo bien fuerte.

Le quita el corcho a una botella de whisky de malta marca Clenmorangie Sherry Wood Finish y vierte su precioso líquido rosado sobre hielo en dos vasos de cristal tallado.

—No sé cuándo Lucy regresará allá. En realidad, no tengo la menor idea. —Comienzo a llenarle todos los espacios vacíos.—El ATF estuvo involucrado en una redada en Miami que salió muy, muy mal. Hubo un tiroteo y Lucy…

—Sí, sí, Kay. Sé esa parte. —Anna me pasa mi bebida. Puede sonar impaciente incluso cuando se siente muy calma. —Salió en todos los medios. Y yo te llamé, ¿recuerdas? Y hablamos de Lucy. —Sí, tienes
razón
—farfullo.

Anna ocupa la silla que está frente a mí, apoya los codos en la mesa y se inclina hacia adelante para continuar con la conversación. Es una mujer sorprendentemente intensa y en excelente estado físico, es alta y de cuerpo firme, en el que los años no han hecho mella. Su conjunto deportivo azul contribuye a que sus ojos tengan la misma tonalidad asombrosa de los girasoles, y lleva su pelo plateado peinado hacia atrás en una prolija cola de caballo, sostenido por una banda de terciopelo negro. No tengo pruebas de que se haya hecho un lifting o algún otro trabajo cosmético, pero sospecho que la medicina moderna tiene bastante que ver con su aspecto. Anna podría pasar con toda facilidad por una mujer de poco más de cincuenta años.

—Supongo que Lucy vino a quedarse contigo mientras se investiga el incidente —Comenta—. Ya me imagino los trámites burocráticos.

La redada había salido terriblemente mal. Lucy mató a dos miembros de un cartel internacional de contrabando de armas que ahora creemos está relacionado con la familia delincuente Chandonne. Accidentalmente, ella hirió ajo, una agente de la DEA que en ese momento era su amante. Burocracia no es precisamente la palabra más indicada para describirlo.

—Pero no estoy muy segura de saber todo lo referente a Jo —le digo a Anna—. Su compañera del ATDAI.

—No sé qué es el ATDAI.

—Es el Área de Tráfico de Drogas de Alta Intensidad. Un escuadrón formado por diferentes instituciones encargadas de imponer el cumplimiento de la ley, como el ATF, la DEA, el FBI, Miami-Dade —le digo—. Cuando la redada salió mal, hace dos semanas, Jo recibió un disparo en la pierna. Después resultó que la bala había sido disparada por el arma de Lucy.

Anna me escucha y bebe sorbos de whisky.

—Así que Lucy accidentalmente le disparó a Jo y entonces, por supuesto, lo que sale a relucir es la relación personal que tenían —Continúo—. La cual ha sufrido mucha presión. Si quieres que te diga la verdad, no sé bien cómo están ahora las cosas entre ellas. Pero Lucy está aquí. Supongo que se quedará para las fiestas y, después, ¿quién puede saberlo?

—Yo no sabía que ella y Janet habían roto —Comenta Anna.

—Sí, hace bastante tiempo.

—Lo lamento. —La noticia de veras la afecta. —Janet me gustaba muchísimo.

Bajo la vista y miro mi sopa. Ha pasado mucho tiempo desde que Janet era un tema frecuente de conversación. Lucy nunca dice nada con respecto a ella. Me doy cuenta de que extraño mucho a Janet y sigo pensando que tenía una influencia muy madura y estabilizadora sobre mi sobrina. Si debo ser sincera, en realidad Jo no me gusta. Aunque no estoy segura del por qué. Quizá —Pienso mientras tomo mi vaso—, tal vez se deba sólo a que ella no es Janet.

—¿Y Jo está en Richmond? —Anna quiere saber más de la historia.

—Irónicamente, ella es de aquí, aunque no fue así como Jo y Lucy terminaron juntas. Se conocieron en Miami por el trabajo. Supongo quejo tendrá que quedarse un buen tiempo en Richmond en casa de sus padres, hasta que se recupere del todo. No me preguntes cómo terminará la historia. Sus padres son cristianos fundamentalistas y no alientan precisamente el estilo de vida de su hija.

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