—Sí, he venido hoy por algo, Peter —le reconocí. Y lo puse en antecedentes y le expliqué lo ocurrido, como había hecho con Pérez Nuix la noche antes.
Wheeler me oyó en silencio, sin interrumpirme en ningún instante, ahora con el bastón en posición vertical, apoyado en el suelo, y una palma en la mejilla en ademán de escucha. Le conté de la primera cena con Dearlove y le conté de Edimburgo, así además descansaba su lengua cansada. Le hablé de mis sospechas —no, eran certezas— respecto al crimen sobre el que tanto especulaba la prensa aquellos días, lo imaginaba enterado.
—Sí, lo he leído en los periódicos. —Y rozó los que tenía a mano con la punta de los dedos, como si temiera mancharse—. Los despreciables dominicales vienen hoy llenos de eso, y Mrs Berry, que ve la televisión más que yo, también me lo ha comentado horrorizada y escandalizada. Y muy decepcionada: a ella le gusta la música de ese Dear-love, por lo visto. Tiene aficiones que desconozco. —Hizo una pausa y añadió, como si emitiera un dictamen—: Nunca se me habría ocurrido que vosotros tuvierais que ver en ello. Sorprendente que ese grupo aún me sorprenda. Aunque las cosas habrán cambiado más de lo que yo puedo figurarme, claro. —Pensó un poco más, luego dijo—: No sé, Jacobo. No sé en qué anda Tupra, me llama poco y me cuenta menos. Cuanto más viejo se hace uno más os vais alejando todos, no os lo reprocho. —Pero sí había reproche, también hacia mí, en esa frase—. Desde luego es el estilo de Tupra cuando no actúa por impulso y se toma su tiempo; en la medida en que lo conozco, no demasiado: Toby lo conocía más a fondo. O bueno, al que fue su discípulo, al que era antes. Se me hace difícil imaginar qué peligro podía representar ese cantante, para tenderle una trampa y quitarlo así de en medio. Pero nada es descartable, poco a poco se aprende a no descartar la peligrosidad de nadie. La encierra todo el mundo en principio, así hemos de verlo quienes nos dedicamos a esto. Y esto es proteger a los demás, no lo olvides, se trata de eso. Y de protegernos, porque si no nos resguardamos no protegeremos a nadie. Parece que tú no te equivocaste, en todo caso, si se han cumplido tan al píe de la letra tus vaticinios. Ese individuo era un peligro real, un desaforado, es evidente. Un homicida. No deberías atormentarte demasiado por eso.
—Sigue sin importarle que fume, ¿verdad? —Negó con la cabeza, le ofrecí de mi paquete, volvió a negar, me encendí un Karelias—. Me temo que se hayan cumplido tan sólo porque yo los hice, Peter —dije—. No es tan fácil. La cosa no ha pasado sin más, naturalmente, espontáneamente. Ha habido cálculo y artificio por medio, ha habido una maquinación, un montaje, una mano enterada a la que yo le había hecho la sugerencia, como si fuera un lago. Sin mis pronósticos nada habría sucedido, seguramente, y Dearlove no sería un homicida. Y ha muerto un chico que no tendría arte ni parte. Tal vez ni siquiera llegara a cobrar el encargo. Dudo que Tupra le adelantara el pago. Yo no sé cómo voy a vivir con eso. —Wheeler guardó silencio. Se me quedó mirando con la mano en la barbilla, con atención y cavilación, un poco como si yo le resultara nuevo, o como si se planteara qué hacer conmigo ante una situación sin arreglo, más que imprevista. Ni siquiera dijo 'Hmm', permaneció callado mirándome—. Cuando me metió en esto —le pregunté entonces—, ¿usted sabía que algo así podía ocurrir? ¿Que lo que usted llamó mi don o mi capacidad pudiera servir para esto, para que una persona muriera y otra fuese a parar a la cárcel? ¿Para que se tomaran medidas tan drásticas, para cambiar tanto las vidas, hasta para acabar con una? Yo no creo que pueda seguir en este trabajo. Prefiero que lo sepa antes que nadie, antes que Tupra. Al fin y al cabo, fue usted quien me llevó hasta él, y quien me habló del grupo.
Entonces me di cuenta de que había vuelto a atrancarse, de que no le salía la voz, o eran las palabras, de que lo había asaltado de nuevo su momentánea afasia, según él no fisiológica, sino como si la voluntad se le retirase: era la tercera vez que yo asistía a eso, luego no podía ser tan infrecuente como me había dicho. Al igual que en las dos ocasiones anteriores, no le había sucedido a mitad de una frase que yo pudiera ayudarle a concluir con conjeturas, como se hace con los tartamudos, sino desde un arranque. Pero además ahora no señalaba nada que me sirviera para orientarme (un cojín en la primera, el cartoon original de Eric Fraser en la segunda, volado por el helicóptero). Con una mano se limitó a hacerme un gesto de que tuviera paciencia, de que esperase, como si él supiera que iba a pasársele pronto y que lo mejor era que lo dejara tranquilo, que no añadiera más preguntas a las que le había hecho, que no lo apremiase. Tenía los labios otra vez apretados, como si se le hubieran pegado y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo, seguía siendo de atención y cavilación, como si se preparara para decirme lo que fuera a decirme en cuanto pudiese, cuando recuperase el habla o liberase el vocablo que se le había atorado. Eso sucedió por fin al cabo de unos dos minutos. No hizo ninguna referencia a su dificultad, me contestó como si ese lapso mudo no hubiera existido:
—El problema no es el grupo, Jacobo —dijo—. Tú verás, pero no por dejarlo estarás más a salvo de que vuelva a ocurrirte lo que sientes que te ha ocurrido. En realidad no te ha ocurrido. Simplemente ha ocurrido, y esa clase de cosas pueden darse en cualquier parte. Nadie puede controlar la utilización que se hace de sus ideas y de sus palabras, ni prever enteramente sus consecuencias últimas. En general en la vida. En ningún caso. No tiene sentido que me preguntes si yo sabía o no sabía: nadie sabe nunca lo que desata, en ninguna circunstancia, y todo puede servir para cualquier cosa, para esta y para su contraria. No había aquí más peligro de que desencadenaras desgracias del que habría habido si no te hubieras movido de tu casa, de Madrid, del lado de Luisa. —Me acordé de Custardoy un instante, de mi mano con pistola y de su mano deshecha. Wheeler, con su voz ya recobrada, seguía mirándome fijamente, como si me analizara. No pude evitar sentirme observado o más aún: espiado, descifrado, desentrañado. A continuación añadió, como si tras el examen se atreviera con un diagnóstico—: Sí podrás vivir con eso, descuida. A diferencia de Valerie, tú sí podrás vivir con lo tuyo, te lo aseguro, o con lo que has hecho tuyo. Por extraño que resulte, en algunos aspectos te conozco a ti mejor que a ella. A ti te hemos estudiado, a ella no llegamos a tiempo.
No supe por qué preguntarle antes, si por mi estudio o por Valerie, su mujer a la que ya había mencionado otra vez, aquel domingo le rondaba la lengua. Pensé que si mostraba demasiada curiosidad por su suerte, él podría retraerse y contestarme de nuevo: 'Eso... Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente'. Era posible que ya no hubiera otro día. Más valía que aquel relato llegara solo, si llegaba.
—A mí me han estudiado —repetí—. He visto un informe sobre mí en un viejo fichero de la oficina. ¿Quién lo escribió? ¿Fue usted mismo?
—Oh no, no fui yo, yo no he escrito nunca informes, los he dado de viva voz solamente, ya sabes, limitándome a lo esencial, por encima; lo otro, qué burocrático, qué aburrimiento. No, debió de ser Toby, durante la época en que enseñaste en Oxford. Él fue quien te descubrió, si me permites la expresión. El primero que habló de ti, a mí y me imagino que a otros. El que descubrió tus buenas dotes, creo que ya te lo dije, hace ¿qué, quince años? ¿Veinte? No, no serán tantos.
No me pareció muy verosímil. Podía ser, pero en ese caso, ¿quiénes eran el 'tú' y el 'ella' a que aquel informe aludía? '... Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe, decía. 'De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno.,.' Tal vez 'tu' era Cromer-Blake, mi otro amigo oxoniense de aquella etapa y que también lo era mucho de Rylands; y entonces 'ella' tenía que ser Clare Bayes, mi antigua amante de juventud a la que no había vuelto a ver nunca. Pero eso significaría que Cromer-Blake había pertenecido también al grupo, y no le pegaba nada; aunque quién sabía, en Oxford disimula tanto todo el mundo... En aquello no creí a Wheeler. Supuse que no quería decírmelo, quién había hablado de mí por escrito, y era fácil atribuírselo a un muerto. O confesarme que había sido él, seguramente. El pudor lo acechaba siempre, hasta cuando lo perdía un poco, como aquel domingo.
—¿Qué pasó con su mujer, qué pasó con Valerie? —Y de nuevo tuve una sensación de abuso en los labios, de profanación al pronunciar su nombre.
Ahora se llevó la mano a la frente, la que había tenido en la mejilla y en el mentón previamente, con la otra sostenía el bastón, lo empuñaba más bien con fuerza. Entornó los ojos como hacemos los miopes para ver mejor a distancia, y ya no los dirigió hacia mí, sino más allá, hacia algún punto del jardín o del río, por los ventanales.
—No calculamos bien, o ni siquiera se me ocurrió hacer el cálculo. De haberse creado el grupo antes, de haber tenido la idea quien quiera que la tuviera unos meses antes (Vivían, Menzies, Cowgill o Crossman, o puede que fuera el propio Delmer, o hasta el mismísimo Churchill), quizá no se le habría permitido ir tan lejos. Yo no la habría dejado al menos, supongo. Ellos sí: no se paraban en barras. —Y esto lo dijo en español, pararse en barras—. Pero yo no estuve aquí mucho durante la Guerra, con mis 'encargos especiales'; venía sólo de vez en cuando y brevemente, así que a lo mejor no habría podido impedirlo de todas formas. —Se detuvo. Debió de pensar que ya había empezado. Que aun así podía pararse. Creo que decidió no plantearse el dilema, y sencillamente siguió adelante—. Valerie, como casi todo el mundo entonces, quería colaborar, ayudar en lo que fuera. Hablaba muy bien el alemán, como te he dicho, porque había pasado muchos veranos de su infancia y adolescencia con una familia austriaca que tenía vieja amistad con sus padres, y la hija pequeña de aquel matrimonio era de su edad más o menos; luego había otras tres mayores, la primogénita le llevaba unos diez años. Ella iba a Melk en verano, a orillas del Danubio, en la Baja Austria, donde está la famosa abadía benedictina, ya sabes, el monasterio barroco... —Vio que yo no reaccionaba, así que agregó, como en un paréntesis—: (da lo mismo, no lo conoces)... y la chica de su edad pasaba la Navidad con ella en Inglaterra. Al estallar la Guerra, Valerie pensó en ofrecerse como infiltrada, en ser destinada a Alemania. Pero sabía que no era muy valerosa, que habría flaqueado fácilmente y habría sido descubierta en seguida. Tenía muy buena voluntad y era inteligente, pero le faltaba carácter para una actividad así. Le faltaban aplomo y capacidad de fingimiento, sin duda capacidad de engaño. Nunca habría sido una buena espía. En contra de lo que se cree a veces, la mayoría de la gente no sabe, no puede hacer eso. Además era muy joven, diecinueve años cuando empezó la Guerra, yo le llevaba siete y ahora ya le llevo tantos, no debería seguir aumentándolos. —Se miró la mano con resignación como si lo constatara en ella, venosa, arrugada, con manchas—. Se dedicó a labores de traducción e interpretación para el Foreign Office, hasta que en agosto de 1941 toda la propaganda, la blanca y la negra, pasó a ser competencia del PWE y éste reclutó todo el personal que pudo con conocimientos altos de alemán. El Political Warfare Executive —me explicó por fin, y yo traduje al instante para mis adentros, aproximativamente: 'El Ejecutivo de la Guerra Política', pensé; 'o el Ejecutivo Político de la Guerra; o quizá sería más adecuado "del Guerrear"—. Me pareció bien para ella. Lo bastante seguro. Yo no quería que corriera riesgos, quiero decir excesivos, que estuviera muy expuesta, porque obviamente todo el mundo los corría, en el frente como en la retaguardia, tú sabes eso. El PWE fue un departamento secreto y temporal, duró sólo lo que duró la Guerra y empezó a desmantelarse nada más firmarse la rendición incondicional alemana, el 7 de mayo del 45. Ni siquiera su nombre o sus siglas fueron del dominio público hasta mucho después. Mucha de la gente que trabajaba en él ignoraba, de hecho, que trabajaba en él, y creía prestar servicio en el PID del Foreign Office, el Political Intelligence Department, en principio una pequeña sección no secreta del Ministerio. Los que se ocupaban de la propaganda blanca (las emisiones de la BBC para Alemania y la Europa ocupada, por ejemplo, o los panfletos que arrojaba la RAF en sus incursiones, con pie de imprenta del Gobierno de Su Majestad y todo) solían desconocer absolutamente que también existía la propaganda negra, incluso la gris, y que la llevaban a cabo compañeros suyos, en divisiones aparte y en el mayor secreto. La enorme ventaja de la negra era que nunca se admitía su origen británico, y por supuesto se negaba nuestra autoría cuando hacía falta. Y que como consecuencia de ello, claro está, se operaba con las manos libres, sin apenas límites. Ten en cuenta que oficialmente nosotros no hacíamos ciertas cosas, aunque las hiciéramos bajo cuerda. Nunca las reconocimos, entre otros motivos porque muy pocos sabían que en realidad sí se hacían. Cuando Richard Crossman habló del PWE en los años setenta, en un artículo de prensa relacionado con el caso Watergate que entonces trajo cola (recuerdo que intervinieron Lord Ritchie-Calder y otros), admitió que aquí hubo durante la Guerra lo que él llamó 'un Gobierno interno', con unas normas y códigos completamente distintos de los del Gobierno público y visible, y añadió que eso era un aparato necesario en la guerra total. Crossman fue uno de los hombres importantes del PWE, aunque no tanto como Sefton Delmer, que era un genio y quien creó un nuevo concepto de la guerra psicológica meramente destructiva. Crossman había llegado a ser Ministro del Gabinete con Harold Wilson, en los años sesenta, así que su voz era respetada y no se lo podía contradecir así como así...
Wheeler se paró. Pensé que se habría cansado de nuevo o que tendría la boca seca de tanto hablar. Era increíble lo fluida que conservaba la palabra cuando no se atascaba, aunque fuera con aquella locuacidad ensimismada en la que posiblemente había vuelto a caer. Me pregunté cuándo regresaríamos a la joven Valerie, ya siempre joven y cada día más pequeña que él. Le pregunté si le apetecía beber, me dijo que agua y que me sirviera yo lo que quisiera, que se lo pidiera todo a la señora Berry, se disculpó por no haberme ofrecido nada hasta entonces. Le contesté que iría a la cocina yo mismo, prefería no molestarla. Le traje su agua y, tras abrir una cerveza fría para mí, aproveché para satisfacer una curiosidad menor: