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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (48 page)

BOOK: Trinidad
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—Es nuestro hogar —susurró con voz áspera el hijo.

—¿De veras? ¿Lo ha sido de veras alguna vez?

Roger fue hasta los pies de la cama de su padre y dijo, como para sí mismo:

—En todos los juegos hay que calcular si la recompensa merece correr los riesgos que entrañe. Imagino que el colonialismo es un juego de mucho riesgo, lo mismo que pescar tiburones ahí en Kinsale. Pero, francamente, nosotros habríamos de ser los últimos que nos quejáramos de las recompensas.

—Así, así, bien dicho… Baluarte del imperio, y todas esas patrañas. Yo, en cambio, me siento… como si la Corona estuviera a punto de abandonarme… No tendrán muchas ganas de seguirme adonde voy ahora.

—No quiero que tengas miedo.

—… Y al final es posible que… que no quieran ir a donde el Ulster los está llevando… —Otro dolor terrible le hizo estremecerse convulsivamente. Roger cogió la demacrada mano de su padre, asustado por la humedad y el frío que se extendía por ella.

—Te entrego —jadeaba Arthur— el legado de los colonos. Después de trescientos años de permanencia en este país nuestro, con todos los sentimientos de inferioridad que suscita el estar mirando por encima del hombro…, a veces con ansiedad…, a veces con aire de reto…, pero siempre… siempre como unos forasteros. Y somos igualmente extraños para los que nos enviaron aquí. Somos extraños para aquellos a quienes hemos saqueado y explotado. Y ahora… somos unos extraños para nosotros mismos…

Roger tiró del cordón de la campanilla del servicio con mano temblorosa. La puerta se abrió al momento, comprensivamente. El final vino con misericordiosa rapidez.

Después de transmitir las disposiciones para unas honras fúnebres adecuadas, Roger, Caroline y sus hijos se dispusieron a acompañar al cadáver en el viaje de retorno al Ulster.

—Me duele enormemente —le dijo Roger a Clara—, pero tendrás que despedirte de mi padre aquí.

—Lo comprendo perfectamente. Nunca me sentí a gusto en Hubble Manor. Nuestro hogar era Daars. De todos modos, dentro de una semana, poco más o menos, me marcharé.

—No hay prisa, por supuesto. ¿Puedo ayudarte en algún plan que tengas, Clara?

Ella se encogió de hombros.

—¿Adónde te irás?

—A donde sea que vayan las rameras viejas.

—Vamos, mujer, nada de eso. Habrá cierto número de legados, de acuerdo con los deseos de mi padre… Pienso que te parecerá todo… bastante… generoso.

—En pago de los servicios prestados —replicó ella con acidez.

—Sé lo mucho que os amabais, y nunca, ni por un solo momento, me sentí ofendido por vuestras relaciones. Vamos, por favor…

El impacto de la soledad inminente, la amargura del abandono total, de verse colocada fuera del círculo para siempre, todo ello hirió repentinamente a la mujer, haciéndola revolverse como una perra rabiosa.

—Entre las horas mejores que pasamos estaban las que dedicábamos a imaginar qué podíamos hacer para atormentarte. De vez en cuando, desde que tienes a Caroline, pareces casi humano; aunque, por supuesto, a nosotros no nos engañabas.

Los ojos de Roger adquirieron una inexpresividad mate. La mujer continuó:

—Arthur solía debatir quién había sido el peor de Hubble, si tú, él o su padre. Se despreciaba a sí mismo; pero, como sabes, era incapaz de hacer nada para corregirse. Su padre, por su parte, se había encontrado con una crisis de la que no era responsable, el hambre, y reaccionó canallescamente para poder sobrevivir. En cambio, tú, Roger, tú vas planeando, fría, cuidadosamente, lo que haya de haber dentro de veinte años. Eres el calculador, el creador de una nueva era de tragedias. ¡Ah, sí, Arthur envidiaba tu talento y tu habilidad! Solía decir: «Ese chico es una maravilla… ¡Mira cómo disimula tanta crueldad bajo una fachada de amabilidad inglesa!»

—Sí —replicó mansamente Roger—, se comprenden bien los buenos ratos que le dabas a padre.

—Pues bien, el Ulster y tú sois dignos el uno del otro —escupió ella—, y no sabría imaginar maldición mayor. Ahora sal de aquí y déjanos solos el poco tiempo que nos queda.

Roger fue hasta la puerta y la abrió.

—¡Roger! ¡Oh, Dios mío…! Lo siento…

—En fin, no se puede pedir a una vieja prostituta que renuncie a la arenga de antes de caer el telón. Sería muy poco delicado, en verdad —dijo, y se marchó.

Los enlutados Hubble, rodeados los brazos de negras bandas, trajeron los restos de lord Arthur a las tierras de sus mayores. La ceremonia pública principal tuvo lugar en el Guildhall de Londonderry, símbolo casi gótico del poder y la presencia perdurables de la Corona. Aquello era Londres, hasta por el reloj de cuatro caras, imitación del Big Ben de la ciudad tocaya madre. La reina envió a un distinguido representante suyo a rendir homenaje a uno de sus grandes condes de Irlanda.

En una sosegada pero lucida ceremonia, un tiempo después del entierro, Roger Hubble fue declarado undécimo conde de Foyle, y a su hijo mayor, Jeremy, se le nombró nuevo vizconde de Coleraine.

Dos años después de haber vetado, la Cámara de los Lores, la segunda ley de autonomía, hubo otra defunción notable. Lord Randolph Churchill, creador de una variedad nueva de conservadurismo imperial, encontró su fin. Habiendo sido el orador genial que jugó el naipe de Orange y proyectó la caída del gobierno de Gladstone, al principio se le recompensó con altos cargos, pero su inestabilidad degeneró pronto en debilidad, y luego en locura. Murió demente y de sífilis a la edad de cuarenta y seis años.

11

1895

Cuando cumplí los veintiún años, los Larkin se habían consolidado en este tipo, demasiado corriente, de familia en la que el afecto entre los padres ha quedado sustituido por la indiferencia. La devoradora idea de posesión que Finola manifestaba con respecto a Dary forzaba todavía más la normalidad y la razón. Finola había pasado a engrosar el mayoritario número de madres de Ballyutogue que habían perdido hacía tiempo la facultad de experimentar sensaciones físicas o esotéricas de ninguna clase en el acto sexual. Su hogar se igualó a todos los demás en cuanto a que el marido era un huésped a pensión y a los hijos se les trataba como a marqueses.

Cada día parecía más seguro que se cumplirían las predicciones de Conor de que Dary sería sacerdote. La mujer que ha perdido hasta el recuerdo de los placeres de la carne no comprende por qué nadie ha de ansiarlos o echarlos de menos. Es una mujer siempre dispuesta a empujar al hijo hacia el celibato, concordante con la más pura tradición irlandesa. Dary era él niño mimado de mamá, la cual sofocaba los impulsos del hijo y lo equipaba con unas anteojeras que no le dejaran mirar sino en una sola dirección: la del seminario. A los diez años (en el de 1895) el muchacho había adquirido toda una serie de costumbres y maneras clericales. Menos llamarle «padre», Finola hacia cuanto podía por estimularle todavía más.

Tomas perdió la voluntad de combatir la obsesión de su esposa, a la que dejó el campo libre. Pero con frecuencia estallaba en arrebatos de hostilidad contra Dary, muy poco naturales en él, y luego el orgullo no le dejaba pedir excusas.

Sólo Conor mantenía un precario equilibrio dentro de la familia. Por una parte llenaba el vacío dejado por Tomas y actuaba como padre putativo de Dary. Ignorando los apremios de Finola, Conor se llevaba al hermano menor de caza y de pesca, compartiendo con él las largas caminatas y los buenos ratos de filosofar que estas actividades implicaban. Los días de feria, Dary se los solía pasar montado sobre los hombros de su hermano. Por otra parte, Conor comprendía el dilema de su padre e impedía que Tomas cayese todavía más bajo. Sin Conor, los Larkin habrían sido víctimas de la terrible maldición irlandesa: la guerra en el seno de las familias.

Dary seguía algo delicado, pero a pesar de los mimos de su madre llegó a ser un muchacho adorable. Era un chico amable, de ingenio despierto y con unas dotes de persuasión que le hacían jefe de otros chavales más robustos y fuertes que él. Era el
shanache
, el narrador de leyendas, y en el pueblo todo el mundo compartía el entusiasmo de Finola, considerándole un muchacho especial.

Gracias a su estatura, Dary llegó a ciertas conclusiones acerca de sí mismo. Desde que supo que había de ser cura, comprendió que la primera condición para serlo bueno era la facultad de resistir el dolor y la mortificación como Cristo los había resistido. Era capaz de derrotar a enemigos más corpulentos con el arma de la compasión. Su capacidad por resistir más castigo que el que nadie pudiera imaginar sin derramar nunca ni una sola lágrima asustaba desde el comienzo a los posibles torturadores. Dary era hijo auténtico de Tomas Larkin en muchos más sentidos de lo que su padre comprendía.

Conor y yo fuimos a ingresar en la «hermandad» de los solterones beodos, elemento típico de la vida del período posterior al hambre. Los ancianos, tanto solteros como casados, que bebían con nosotros, habían renunciado casi a todo lo de esta vida.

Los de nuestra misma edad mataban el tiempo, principalmente. Unos cuantos heredarían las fincas de sus padres. Otros emigrarían, o se irían a la ciudad… o también renunciarían a la lucha por la vida. Los muchachos que no tenían posibilidades de heredar tierras no querían comprometerse con las chicas, ni, por lo demás, eran muy apetecidos como futuros maridos. La carga del matrimonio se miraba como una predestinación insoslayable. Y como cortejar y perseguir chicas sin intención de casarse era pecado, cortejábamos muy poco. La mayoría de chicas sólo aceptaban intentonas serias con la idea del matrimonio. Eliminada de nuestra existencia, por la Iglesia y la situación económica del país, esta actividad tan normal, de andar tras las muchachas, hallábamos una válvula de escape en la «hermandad» de bebedores.

Liam era un muchacho bueno y sencillo que parecía aceptar su estado de segundón sin tierras sin rencor alguno. No poseía el atractivo, ni el ingenio, ni la fuerza de su hermano mayor. Se acercaba el momento en que tendría que tomar la decisión de si se marchaba o se quedaba a marchitarse allí, porque estaba a punto de cumplir los veinte años. A pesar de lo limitado de sus facultades, Liam se sentía más y más desgarrado. Las tierras lejanas, desconocidas, le daban miedo, pero el ejemplo vivo de los que se quedaban allí resultaba igualmente aterrador.

En Ballyutogue, los débiles, los que carecían de coraje para emigrar, tenían las mayores probabilidades de permanecer célibes para siempre. En el mejor de los casos, llegarían a contraer matrimonio ya muy maduros. Había allí una dotación completa de tíos y tías viejos y desdentados que se habían quedado solterones, viviendo en el establo o el desván y ayudando en las labores de la granja por unos tristes peniques. A medida que nuestros pueblos se llenaban de esta clase de personas, y las enérgicas y fuertes se marchaban, nuestra raza se iba debilitando. Pero a pesar del conflicto del exceso depoblación y de gente sin tierras, el padre Lynch insistía en que se tuvieran muchos hijos y se empeñaba en que nos quedáramos sumidos en la pobreza de Irlanda antes que emigrar a unos países donde viviríamos entre paganos, negros y chinos.

Liam Larkin era un joven asustado que se acercaba a su hora de la verdad.

Pero el destino más triste era el de Brigid y las otras chicas. Tenían unas posibilidades de elección prácticamente nulas y su hado estaba sellado de antemano. Todas competían denodadamente por conseguir maridos, a pesar de que el matrimonio significaba una cadena perpetua de servidumbre y preñeces incesantes, pues, de lo contrario, ¿qué quedaba? Quedaba la condición de tía solterona, de patata desecada, o el irse a un convento y hacerse monjas. A una chica le resultaba mucho más difícil emigrar. La posibilidad de una vida plena, gozosa, parecía no existir. Con el martillo de la castidad machacándolas desde la cuna, el miedo a cometer el mayor pecado mortal de todos volaba en círculo sobre sus cabezas lo mismo que un buitre en busca de carroña. A Brigid y a sus amigas les estaba negado el alivio de la bebida, los deportes y las caminatas en los campos. ¡Qué largos habían de ser para ellas los días, sin risas; qué largas las noches, sin placer!

Brigid Larkin no era una belleza, pero siendo hija de personas como Tomas y Finola tampoco podía estar desprovista de algunos atractivos. Parecía contenta con la perspectiva de buscarse un muchacho que tuviera tierras y no marchar nunca de Ballyutogue. El apellido de Larkin significaba una dote decente; de forma que se le ofrecían unas probabilidades bastante satisfactorias en la competición por hallar marido.

Conor… ¡Este sí que era todo un hombre! Nunca estaba detrás de la puerta cuando pasaba por la calle una chica guapa. Se crió alto y robusto como su padre, y aunque ganaba a todos en beber y en fuerza física, su verdadera fuerza radicaba en su afabilidad. Cuando aquel muchacho cantaba, los ángeles lloraban de emoción, y había música en sus poemas, que sólo veíamos Dary y yo, porque no era hombre de vanaglorias.

La herrería del señor Lambe recibía a una procesión incesante de muchachas que hacían reparar cosas que no estaban averiadas. Hasta las muchachas protestantes andaban tras él. Pero Conor jamás hizo nido con un solo pájaro; sus ojos miraban más allá del horizonte. Llegó a maestro herrero, parigual del señor Lambe, y como éste envejecía y trabajaba mucho menos que antes, el gobierno de la herrería pesaba en buena parte sobre Conor. A Josiah Lambe le había sobrevenido la calamidad de engendrar cuatro hijas, únicamente, y de que las cuatro se casaran con labradores; de modo que se rumoreaba insistentemente que la herrería pasaría a manos de Conor. Entre amo y mozo existía ese lazo especial que se forma entre hombres que han trabajado mucho tiempo codo a codo, labrando el hierro.

Solíamos reunimos por las noches en la shebeen, la taberna clandestina, o en la taberna legal con la hermandad de bebedores, y jugábamos a los naipes, o a las carreras de galgos de la ciudad, o a cualquier cosa que se pudiera jugar. Procediendo de Armagh, los Larkin habían traído el juego de bolos por la calle, y cuando Tomas dejó de practicar este deporte, Conor pasó a ser el campeón indiscutible en el arte de lanzar las dos bolas, de casi un kilogramo de peso cada una, por la pista que iba desde la parte alta hasta el Ayuntamiento. También sobre esto hacíamos apuestas, desplumando a los invasores que pretendían arrebatar el trono a Conor.

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