Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (5 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Miró, pensativo, hacia abajo a la cara oscura de aquella mujer bajita mientras pensaba. Sabía muy bien que estaba bautizada y tenía que hablarle como si fuera una de su congregación. Sabía también que lo que le había dicho podía ser verdad; Lucien de Clairvaux, que cuidaba todo el cultivo del huerto, tenía muchas recetas que podían conseguir el mismo efecto. Sin embargo, había un riesgo con la bebida de la que hablaba la sierva, si se había hecho con magia y poder maligno.

—Escucha, mujer —le dijo despacio y lo más claro posible—. Yo preguntar hombre sabio. Si yo volver, entonces beber. Si no volver, no beber. ¡Jurar ante Dios obedecer a mí!

Sot juró sumisamente ante su nuevo dios y el padre Henri se fue de prisa para, primero, tener una conversación con el hermano Lucien antes de reunir a todos los hermanos para orar por su bienhechora.

Al cabo de un momento dio con el hermano Lucien que, espantado, rechazó sus palabras con las dos manos. Aquellos bebedizos que aliviaban el dolor eran muy fuertes, podían utilizarse con los heridos, con los moribundos o en aquellas situaciones médicas en que se le tiene que amputar el brazo o el pie a alguien. Pero de ninguna manera se le podía dar a las mujeres que iban a dar a luz, porque entonces también se le daba al pequeño, y éste podía nacer aturdido o paralizado para siempre. En cuanto el niño hubiera nacido sí se podía hacer. Aunque, de otra parte, entonces ya no hacía falta. Así que no se trataba sólo de la voluntad de Dios de que todos debemos nacer con dolor, sino también, a un nivel más práctico, de pagar el precio de parir niños incompletos si se aliviaba el dolor. Por lo demás, sería interesante llegar a saber alguna vez de qué se componía aquella bebida, quizá se podría conseguir alguna idea nueva.

El padre Henri asintió, avergonzado, pues debería haberlo sabido, aunque él estaba especializado en escritura, teología y música, pero no en medicina ni horticultura. Se apresuró a reunir a los hermanos para iniciar un tiempo largo de oración.

De momento, Sot había decidido obedecer al monje, aunque le parecía que era una pena y una vergüenza no aliviar el sufrimiento de su ama, pero asumió el mando sobre las otras mujeres de la habitación y sacó a Sigrid del lecho. Le soltó el pelo, que apareció largo, brillante y casi tan negro como el de Sot, la lavaron y le pusieron paños húmedos mientras ella tiritaba de frío y después le pusieron un nuevo camisón de lino y la obligaron a andar por la sala diciendo que aquello lo aceleraría todo.

En una nube de miedo y esperando la nueva oleada de dolor, Sigrid se tambaleaba por la sala entre dos de sus propias siervas y se sintió avergonzada, se sentía como una vaca que los siervos llevan dando vueltas por el mercado para venderla en nombre de su amo y señor. Oyó las campanadas de la casa principal pero no estaba segura de si eran imaginaciones suyas.

Después le invadió la siguiente ola de dolor. Esta vez empezaba mucho más abajo y en lo más profundo de su cuerpo y supuso que ahora duraría más. Entonces gritó, más de miedo que de dolor, y se hundió en el lecho, donde una de las siervas la cogió desde atrás por las axilas y la levantó un poco mientras las otras le gritaban a la vez que debía ayudar, que tenía que empujar. Pero no se atrevió a empujar y quizá se desvaneció.

Cuando el atardecer pasó a ser noche y los tordos callaron fue como si la calma se posara sobre Sigrid. Los dolores, que habían sido muy seguidos las horas anteriores, parecían haber acabado. Tanto Sot como las otras sabían que era una mala señal. Se tenía que hacer algo.

Sot cogió a una de las otras y salieron a la noche, pasaron a escondidas por la casa principal, donde el susurro y el canto de los monjes se oía débilmente a través de las gruesas paredes, y llegaron hasta el establo. Sacaron un joven carnero con una correa alrededor del cuello y lo llevaron, en la noche cerrada, hacia el bosquecillo prohibido. Allí le ataron la correa a una de las pezuñas traseras y tiraron el otro cabo por encima de una de las muchas fuertes ramas de roble del bosquecillo. Mientras Sot tiraba de la correa de manera que el carnero quedaba suspendido en el aire de una de sus patas traseras, la otra sierva se tiró encima del animal, lo agarró de la paletilla y con su peso lo hizo bajar hacia el suelo mientras sacaba un cuchillo y le cortaba el cuello. Después las dos se ayudaron para izar al animal, que aún pataleaba balando en la angustia de la muerte, mientras la sangre del animal salpicaba en todas direcciones. Cuando ataron la correa a la raíz del roble se quitaron sus negras blusas y, desnudas, se pusieron debajo del chorro de sangre y se embadurnaron el pelo, el pecho y el regazo mientras rezaban a Freyr.

Al llegar la mañana, Sigrid se despertó de su sopor por los fuegos del infierno que la cercenaban de nuevo y rogó, desesperada, a su querida Virgen María que la salvara del dolor, que mejor se la llevara ya, si era eso lo que tenía que pasar, pero que por lo menos la librara de aquel sufrimiento.

Las siervas que habían dormitado a su alrededor volvieron en seguida a la vida y empezaron a palpar su cuerpo con las manos, hablando de prisa entre ellas en su incomprensible idioma. Después empezaron a reír y, sonriendo, asintieron hacia ella y hacia Sot, con el pelo completamente mojado de tal manera que le colgaba recto y lacio, goteante de agua fría cuando se inclinó hacia Sigrid para decirle que ahora era el momento, en seguida iba a venir su hijo, pero que tenía que ayudar de verdad, por última vez. La tomaron por debajo de los brazos y la alzaron un poco para sentarla. Sigrid aullaba y gritaba desesperadamente unas plegarias hasta que se dio cuenta de que podía despertar y asustar a su pequeño Eskil, y entonces se mordió otra vez los labios heridos que, de inmediato, empezaron a sangrar de nuevo y le llenaron la boca de sabor a sangre. Pero despacio, en medio de lo insoportable, le fueron llegando más y más esperanzas, como si la Madre de Dios ahora realmente estuviera a su lado, le hablara suavemente y le ordenara hacer lo que sus sabias y fieles siervas le decían. Empujó y gritó, pero se mordió de nuevo para no gritar y se oyeron los cantos de los monjes lejos en el amanecer, muy altos, como un himno o como un canto para ahogar lo terrible.

De pronto todo había pasado. A través del sudor y de las lágrimas vio un sanguinolento fardo allí abajo que parecía que fuera un desecho de la matanza de los siervos. Las mujeres de la sala corrían con agua y paños de lino, y en un ataque de desesperación, Sigrid se echó hacia atrás como si se rindiera ante todo.

Notó cómo la lavaban y cómo parloteaban, oyó algún restallo y después un grito, frágil, un claro sonido tembloroso que sólo podía significar una cosa.

—Es un niño bien formado —dijo Sot, radiante de alegría—. La señora ha tenido un niño bien formado que tiene todos los dedos de las manos y de los pies que debe tener. ¡Y ha nacido de pie!

Una vez limpio y envuelto, lo recostaron sobre su dolorido e hinchado pecho, y ella le miró la cara pequeña y arrugada y se sorprendió de que fuera tan pequeño. Lo tocó un poco con el dedo y él liberó un brazo, agitándolo en el aire hasta que ella le puso el dedo al que él inmediatamente se asió.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó Sot con la cara roja y excitada.

—Se llamará Arn, por Arnäs —susurró Sigrid, desfallecida—, Arnäs y no Varnhem será su casa, pero será bautizado aquí por el padre Henri cuando llegue el momento.

II

E
l hijo del rey Sverker, Johan, murió como merecía. Ciertamente, el rey Sverker había seguido los consejos del padre Henri: asegurarse de que la esposa del canciller real danés fuera devuelta inmediatamente a Halland. Pero tanto el rey Sven Grate como su canciller rechazaban con desprecio la siguiente parte del plan del padre Henri: disponer el matrimonio entre el regio aunque desvergonzado hijo y la segunda mujer danesa ultrajada, de tal manera que con lazos sanguíneos se pudiese evitar una guerra.

Tal vez el error no estuviese tanto en el plan del padre Henri como en que el rey Sven Grate desease una guerra. Cuantas más propuestas de conciliación llegaban del rey Sverker, más deseaba el rey Sven Grate la guerra. Interpretaba, posiblemente con razón, que el rey de los godos se demostraba débil al ofrecer ora esto ora lo otro para evitar la guerra.

Sven Grate estaba tan seguro de su victoria que ya había empezado a prometer, a sus hombres más cercanos, acantonamientos en Götaland, y puesto que se decía que allí había una mujer muy bella de nombre Sigrid, la había prometido como esposa a aquel de sus hombres que demostrase mayor valentía en las próximas conquistas.

En un último esfuerzo, el rey Sverker había persuadido al cardenal del papa, Nicolaus Breakspear, a visitar a Sven Grate en su camino hacia Roma para hablar de sensatez y de paz.

El cardenal fracasó en esto de la misma manera que recientemente había fracasado en ordenar un arzobispo para una Götaland y Svealand unidas.

La misión papal de designar un arzobispo había fracasado porque los svear y los godos no lograban ponerse de acuerdo en dónde se ubicaría la catedral arzobispal ni en dónde tendría el arzobispo su sede: en Aros Oriental, como exigían los svear, o en Linköping, como deseaba el rey Sverker.

La misión mundana del cardenal, hacer la paz, que era de mayor interés para la Iglesia que la guerra puesto que se estaba cerca de añadir un país unificado más a los dominios del Santo Padre, fracasó por la sencilla razón de que el monarca danés estaba convencido de su futura victoria. Sus nuevas conquistas estarían entonces bajo el arzobispo Eskil en Lund, por lo que Sven Grate no veía motivo cristiano alguno para abstenerse de la guerra.

El rey Sverker no había hecho ningún preparativo para la defensa del país; además, estaba demasiado ocupado por una parte en lamentar la muerte de su reina Ulvhild y, por otra, en preparar una nueva boda con otra viuda doble, Rikissa. Tal vez pensaba que, además, todas las plegarias que se había asegurado en los monasterios lo salvarían a él y a su país.

Su desvergonzado hijo Johan no creía en absoluto en unas plegarias redentoras. Y si los daneses salían vencedores de la batalla que se avecinaba, se perdería toda esperanza para él. Por eso fue él y no su padre quien llamó a consejo en la finca real de Vreta para decidir cómo se dispondría la defensa contra los daneses.

No comprendía lo odiado que era como malhechor. Si su padre no hubiese sido viejo y blandengue, habría castigado a su hijo con la muerte por doble fechoría y mentira, eso lo comprendía todo el mundo excepto el mismo Johan. Ningún hombre con honor quería ir a la guerra y arriesgarse a perder la vida por un infame, un ultrajador de mujeres de la peor calaña.

Sin embargo, llegaron muchos hombres esperanzados al concilio en Vreta, pero por motivos muy diferentes de los que Johan imaginaba. Cuando vio cuántos hombres habían ido, lo malinterpretó todo.

Habían ido para matarlo. Y así lo hicieron. Sus propios guardias no movieron ni un dedo para defenderlo. Tampoco nadie los atacó. El cadáver de Johan fue descuartizado en trozos bastante grandes y echado a los cerdos en los patios traseros de Skara para así no tener que celebrar un entierro real.

En el año de gracia de 1154 llegó pronto el invierno y cuando los hielos se posaron el rey Sven Grate condujo a sus tropas desde Escania hasta Finnveden en Småland. Naturalmente, las tropas quemaban y devastaban allí por donde pasaban, pero se avanzaba lentamente porque había mucha nieve este año. Los caballos y animales de tiro tenían dificultades para desplazarse.

Además, los campesinos de Värend opusieron resistencia. Una generación atrás su poblado había sido asolado por el noruego Sigurd Jorsalafar, que se hizo pasar por caballero que en nombre de la fe cristiana realizaba las cruzadas por Värend. Por lo que se dijo, había hallado cinco o seis siervos descarriados, a quienes dejó elegir entre la espada o el bautizo, pero por lo demás lo que mejor se recordaba era que había robado más de 1 500 bueyes para llevarse a casa.

Los habitantes de Värend, poco conocedores de la cuestión de una u otra mujer ultrajada o cualquier motivo que los reyes pudieran hallar como excusa para saquear y quemar, decidieron en su consejo que si había que morir era mejor hacerlo como un hombre, según la ancestral creencia de sus antepasados. Morir como un pobre o como un siervo sin luchar era morir en deshonra. Además, nada se podía saber con seguridad cuando se trataba de la guerra, nada excepto una cosa: el que no luchaba o hacía frente él solo a las tropas extranjeras seguramente moriría si las tropas se cruzaban en su camino. El resto estaba en manos de los dioses.

El rey Sven Grate no lo tuvo nada fácil. Los habitantes de Värend se defendieron palmo a palmo tras barricadas de troncos de madera. Exigía mucha fuerza y tiempo luchar contra estas barricadas y nunca se vencía realmente. Si parecía esperanzador por la noche cuando se interrumpía la lucha para la cena, el descanso y la oración, a la mañana siguiente habían desaparecido los defensores de la barricada. Luego se habían reunido en un pueblo un poco más allá con gente nueva que tenían sus propios hogares que defender y todo volvía a empezar.

Los soldados de las tropas danesas se esfumaban de noche en grandes cantidades y emprendían la marcha hacia casa. Los que tenían la lucha como profesión sabían que el invierno había avanzado demasiado. Aunque finalmente se lograse atravesar los malditos defensores campesinos no se llegaría a las llanuras godo—occidentales hasta la primavera y quedarían atrapados en el barro. Además, los campesinos de Värend tenían una forma malintencionada de defenderse. Mataban y herían cuantas más bestias podían. De noche se acercaban sigilosamente en pequeños grupos, atacaban a los guardias y luego apuñalaban por el vientre a cuantos caballos y bueyes podían antes de que apareciesen los refuerzos. Luego huían hacia la oscuridad del bosque.

Un caballo apuñalado muere bastante rápido. Los bueyes son un poco más resistentes, pero también los bueyes mueren si una horca o la punta de una lanza ha atravesado la piel de su vientre. Bien era cierto que las tropas danesas tenían mucha carne de buey para asar. Pero de poco consuelo les servía, ya que literalmente se estaban comiendo sus posibilidades de victoria.

Cuando Sven Grate finalmente tuvo que aceptar los hechos, que en cualquier caso la guerra no podría ser ganada este año, decidió que las tropas se dividirían para la retirada. Él mismo volvería a las islas danesas a través de Escania. Su canciller se llevaría la otra mitad de las tropas restantes a su casa y a sus propios dominios en la danesa Halland. Sven Grate hizo mandar mensajeros para anunciar que no habría más guerra cuando sus soldados, él mismo y su canciller volvían.

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