Tríada (58 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Shail se dejó caer sobre la cama, abatido.

—Es raro que seas tú quien diga esto.

—Ya lo sé. Pero siento que es lo justo. Victoria inició el problema de Kirtash, Victoria debe acabarlo. Es ella quien se equivocó, ella tiene que arreglarlo.

—La muerte de Kirtash no nos traerá a Jack de vuelta.

—No; pero nos libraremos por fin de esa serpiente traicionera, y con un poco de suerte Victoria recuperará la paz de espíritu que ha perdido.

Shail miró a su amigo, dudoso.

—¿Tú crees? Está tan extraña. No es la misma desde lo de Jack.

Alexander exhaló un suspiro de cansancio.

—Lo quería muchísimo. Lo sabes. No descansará hasta que vengue su muerte.

—Pero Kirtash... ¿qué hará él cuando estén frente a frente.

—No lo sé, Shail. Esa serpiente es tan imprevisible que no se qué pensar. Parece que todavía la protege, pero... No sé. Shail tragó saliva.

—¿En qué nos hemos equivocado, Alexander? —murmuró.

—Tal vez fuera una tarea demasiado grande para nosotros —respondió Alexander—, pero los dioses saben que hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano en todo momento. Y lo seguiremos haciéndolo.

Shail no dijo nada. Alexander se sentó junto a él y posó una mano en su antebrazo, tratando de consolarlo.

—Los dioses no permitirán que la magia muera en el mundo, —dijo—. Protegerán a Victoria.

—Eso espero —suspiró Shail—. Me siento tan inútil... No he servido de gran cosa a la Resistencia desde que llegamos a Idhún.

—Nunca es tarde para empezar —sonrió Alexander—. Por si no te habías dado cuenta, estamos preparando aquí una gran batalla. Y los magos son escasos hoy en día. No nos vendrá mal uno más.

Shail sonrió también.

Jamás tendrían que haberla atacado. Deberían haberlo sabido cuando ella los miró a los ojos.

Había sucedido mientras Victoria atravesaba el desolado reino de Shia. Arrasado por los sheks, Shia no era un buen lugar para vivir. Las cosechas se habían agostado tiempo atrás bajo una capa de escarcha. Las ciudades, los pueblos... no eran ni la sombra de lo que habían sido.

Victoria avanzaba a través de los caminos, ajena a todo le, que lo rodeaba. Su instinto de unicornio la llevaba hasta los lugares donde aún quedaba algo de bosque, alguna raíz que pudiera servirle de alimento, algún árbol cuya fruta aún pendiera de las ramas más altas. Comía poco, pero no necesitaba mucho para subsistir. Una extraña fuerza interior la llevaba, paso a paso, hacia la Torre de Drackwen.

Por el camino se había topado con pocas personas, gente pobre que trataba de sobrevivir como podía. Algunos se la quedaban mirando. Probablemente no entendían que alguien quisiera adentrarse en Shia por propia voluntad. Todos sabían que en Shia no quedaba nada, por lo que todos los viajeros evitaban atravesar el reino.

Para Victoria, nada de todo eso era importante. El camino más corto y directo hacia la Torre de Drackwen pasaba por Shia. Sin más.

Tampoco se detenía a mirar los rostros de las personas con las que se cruzaba, las caritas sucias y cansadas de los niños, sus pies descalzos. En otro tiempo lo habría hecho. En otro tiempo habría visto la desolación del reino, y su corazón habría sangrado por ello.

Pero ese tiempo había quedado atrás. Ahora, sólo su viaje era importante.

Porque las personas eran sólo eso, personas, y vivían y morían en un tiempo demasiado corto. Y Victoria podía percibir, bajo la tierra herida de Shia, la fuerza de la naturaleza que no tardaría en volver a tomar posesión del reino. En un par de generaciones humanas la gentil mano de Wina, la diosa de la tierra, devolvería a aquel lugar el verdor y la fertilidad de antaño.

Un par de generaciones son mucho tiempo para un ser humano. Pero no para un unicornio.

De modo que Victoria seguía caminando, simplemente hacia delante. Más allá de Shia se alzaba la enorme cordillera que desgarraba la tierra entre Nandelt y Drackwen. No se planteó en ningún momento de qué manera iba a cruzarla, sola y a pie. Lo haría, y punto. Un raro instinto la guiaba, sin margen de error, hacia el lugar donde se alzaba Alis Lithban, el bosque de los unicornios... hacia la torre que albergaba su corazón... y hacia Christian.

Los bandidos la hallaron una noche dormida al pie de un árbol reseco, junto al camino, acurrucada sobre el suelo frío, ya en las estribaciones de la cordillera. Habían sido gente desesperada en el pasado, gente que lo había perdido todo; ahora eran sólo un grupo de canallas sin el más mínimo sentido del honor. No se preguntaron qué hacía ella allí, en aquel paraje sombrío, cubierto de neblinas fantasmales, ajena al frío, al estremecedor silbido del viento, al miedo y a la desolación. Tampoco vieron en ella a un unicornio, sino a una mujer joven dormida, y sola.

Victoria se despertó cuando el primero de ellos la agarró del brazo y la levantó con brutalidad.

—Mira qué cosa tan bonita —dijo, con una desagradable sonrisa—. ¿Te has perdido, pequeña? ¿Buscas compañía?

La zarandeó, mientras los otros reían groseramente.

Hubo uno que no se rió, un joven desgreñado que la miró con seriedad.

—Tiene una espada —hizo notar.

—Ya lo he visto —escupió el que parecía ser el líder.

Colocó un cuchillo bajo la barbilla de la muchacha.

—No te muevas, bonita —le advirtió.

Tanteó a Victoria con la otra mano, una mano grande y sucia. Ella ni siquiera parpadeó.

—No sabes lo que haces —dijo con suavidad.

Clavó sus enormes ojos en él. El bandido titubeó un momento, pero después estalló en carcajadas.

—La niña se cree muy valiente porque tiene una espada —s burló—. Pero ¿qué puede hacer una niña sola contra nueve hombres?

Agarró el pomo de Domivat y tiró de ella para arrebatársela.

—Ya te lo he advertido —dijo Victoria solamente, sin alzar la voz.

El báculo, que había estado sujeto a su espalda, desapareció de su funda y se materializó en sus manos, obedeciendo así a su llamada. Hubo una especie de zumbido, y un desagradable olor a carne quemada. El jefe de los bandidos dejó escapar un único aullido antes de desplomarse en el suelo, muerto, con un horrible boquete humeante en el pecho.

Victoria lo vio caer a sus pies, impasible. Los otros hombres contemplaron la macabra escena, la mueca de terror congelada en el rostro muerto de su jefe. Después miraron a Victoria como si fuera un fantasma.

Ella les devolvió una mirada serena. Los hombres dieron media vuelta y huyeron, deprisa, lejos de aquella extraña criatura que parecía una muchacha humana, pero no lo era.

Todos, salvo uno.

El joven que no se había reído con los demás permanecía de pie ante ella. En su expresión no había miedo, sino más bien una especie de respeto reverencial.

—Eres tú —dijo.

Victoria inclinó la cabeza, pero no dijo nada.

—He oído hablar de ti —prosiguió él—. Dicen que el último unicornio vaga por el mundo bajo la apariencia de una joven humana que porta un báculo legendario.

Victoria no vio necesidad de responder.

El joven avanzó hacia ella. La chica le dirigió una mirada de advertencia, pero él no se detuvo. Se dejó caer de rodillas ante la muchacha y agachó la cabeza en señal de sumisión.

—Por favor —imploró—. Llevo muchos años soñando con encontrar a alguien como tú. Por favor, entrégame tu don. Conviérteme en un mago completo.

Victoria lo miró un momento, comprendiendo. El bandido temblaba a sus pies.

—Eres un semimago —dijo ella con suavidad.

Él alzó la cabeza. No llegaría a los veinticinco años; llevaba el pelo, de color rubio oscuro, sucio y desgreñado, y su rostro moreno quedaba parcialmente oculto por una barba de varios días. Pero sus ojos grises estaban húmedos.

—Te lo ruego, conviérteme en un mago. Es lo que más deseo en el mundo, y si no lo haces tú, nadie más lo hará.

Victoria negó con la cabeza.

—No puedo hacer lo que me pides.

Él la miró un momento con semblante inexpresivo. Victoria recogió sus cosas y regresó al camino, dispuesta a continuar su viaje.

No le sorprendió ver que el bandido la seguía.

—Por favor —insistió él.

Victoria no dijo nada. El joven se quedó quieto un momento, pero ella siguió su camino. El titubeó, indeciso, y echó a correr para alcanzarla.

—¡Tú no lo entiendes! —le espetó—. Cuando era niño vi un unicornio en el bosque. Sé que no me buscaba a mí, porque desapareció entre la espesura en cuanto notó mi presencia. Pero yo ya lo había visto, y desde entonces... hay algo de magia en mí.

Victoria no respondió. El bandido caminaba a su lado, gesticulando mucho y hablando muy deprisa, como si temiera que ella también fuera a esfumarse en el aire en cualquier momento.

—Sólo algo de magia, ¿comprendes? Intuyo algunas cosas antes de que pasen. Mis sentidos son mejores que los de otras personas, puedo aliviar los dolores de los enfermos y los heridos... pero no puedo hacer nada más. Creí volverme loco de angustia cuando murieron todos los unicornios, y aun así muchas noches sueño con aquel que vi, sueño con volverlo a ver... aunque sé que está muerto. Y lo añoro, pero al mismo tiempo querría no haberlo visto nunca. Es como si hubiera estado vagando por un desierto y se me hubiera dado a probar sólo una gota de agua antes de apartarme de la fuente. Antes de ver al unicornio no sabía que tenía sed, ¿comprendes? Ahora llevo dieciséis años sediento.

—Comprendo —dijo Victoria—. Pero no puedo hacer lo que me pides.

El joven la miró un momento, tratando de asimilar sus palabras.

—¡Maldita sea toda tu raza! —estalló por fin, furioso—. ¡No tienes ni la menor idea de lo que significa ser un semimago! ¡No soy un humano cualquiera, pero tampoco soy un mago! ¡No, niña, no me comprendes!

Victoria se detuvo de pronto y le dirigió una mirada tan intensa que el bandido enmudeció, intimidado.

—No eres ni una cosa ni la otra —simplificó ella—. Pero eres ambas cosas. ¿Dices que no sé cómo te sientes? Te equivocas, semimago. Sé exactamente cómo te sientes.

El joven calló. Victoria reanudó la marcha. Oyó la voz de él junto a ella.

—Entonces, ¿es cierto que eres en parte humana?

—Sí —respondió ella con sencillez.

Caminaron durante un rato uno junto al otro, en silencio. Una ráfaga de aire helado sacudió sus ropas, y el bandido se estremeció. Pero Victoria no se inmutó.

—Me gustaría acompañarte —dijo él por fin—. A donde quiera que vayas. ¿Me lo permitirás?

—No puedo impedírtelo —respondió ella—. El camino es de todos.

—Me llamo Yaren.

—Yo soy Lunnaris —dijo ella simplemente.

Victoria sólo se detuvo cuando la cordillera le cerró el paso. Los tres soles brillaban ya en lo alto del cielo y llevaban horas caminando, pero ella no había dado muestras de cansancio. Yaren la vio contemplar las montañas, pensativa.

—¿Quieres cruzar al otro lado?

Ella no respondió.

—Ya, claro, es evidente —dijo Yaren—. Pues no es un buen lugar para cruzar. Al otro lado está Drackwen. Si seguimos las montañas hacia el este llegaremos al desfiladero que comunica Nandelt con Celestia.

—Es por aquí por donde quiero cruzar.

Yaren se la quedó mirando un momento.

—¿Vas a Drackwen? Claro, a Alis Lithban, es lógico. Pero el bosque de los unicornios ya no es lo que era. Allí está la Torre de Drackwen, donde vive Ashran el Nigromante, que los dioses se lleven su alma.

—Lo sé.

Yaren abrió la boca para preguntar algo más, pero sacudió la cabeza y optó por callar. Victoria reanudó la marcha, dispuesta a trepar por los riscos.

—¡Espera! —la llamó el bandido—. Si vas por ahí te matarás.

Victoria se detuvo y lo miró.

—Cuando los sheks invadieron Shia —explicó él—, mi familia corrió a ocultarse en las montañas, igual que muchas otras. Crecí aquí. Conozco algunos caminos... bueno, en realidad muchos de los pasos no merecen llamarse caminos, pero pueden llevarnos al otro lado. Si estás dispuesta a correr el riesgo, claro. En algunos lugares, la senda se vuelve difícil y peligrosa. Podríamos despeñarnos si no vamos con cuidado.

Victoria asintió.

Christian respiró hondo y cerró los ojos. Envió su conciencia hacia Victoria, estuviera donde estuviese. La sintió. Percibió su dolor, tan intenso, tan lacerante.

«Ella todavía lleva puesto el anillo», pensó.

Se recostó contra la fría pared de piedra.

Se había sentado en las almenas, en el mismo lugar desde donde, semanas atrás, había dirigido la defensa de la Torre de Drackwen mientras Victoria sufría a manos de su padre. Cuando, apenas un rato más tarde, había escapado de allí, moribundo, había estado convencido de que jamás volvería a aquella torre.

Parecía haber pasado una eternidad desde entonces.

Se miró las manos, pensativo. La muerte de Jack le pesaba como una losa. Se arrepentía profundamente de haberlo matado en los Picos de Fuego.

Aquélla era una sensación nueva para él. Jamás había sentido remordimientos. Siempre había hecho exactamente lo que quería hacer. Sabía que a lo largo de su vida había matado a muchas personas, pero, al fin y al cabo, sólo eran gente. Pero Jack era otra cosa. Jack era... como él. Su igual. Por mucho que lo odiara, Christian no podía negar que siempre lo había respetado.

Y además, estaba Victoria.

Sabía que había estado en Nandelt y se había entrevistado con Alexander. Sabía que había abandonado Nurgon... sola. Sabía que sus pasos la dirigían, lenta pero inexorablemente, hacia la Torre de Drackwen. Y sabía para qué.

«Fuimos parte de una profecía —pensó—. Nosotros tres. Pero ahora sólo quedamos dos. Y estamos solos.»

No pudo soportarlo más. Se levantó y clavó sus ojos azules en el horizonte, por donde Evanor, uno de los soles gemelos, comenzaba a declinar.

«Volveré a buscar aquello que es mío —le había dicho a Victoria, apenas unos días atrás—. Mientras siga ahí.»

Tenía que comprobarlo. Necesitaba mirarla a los ojos otra vez, y saber...

En lo alto de la vieja muralla había un lugar donde las almenas todavía seguían en pie. Desde allí, la vista era magnífica. Se veía el bosque más allá del río, y las tierras de Nurgon, que ahora estaban cubiertas de un manto de vegetación. Y más allá... las tropas enemigas, apostadas en torno a la Fortaleza. Soldados humanos y szish, fundamentalmente, habían extendido su campamento al otro lado del escudo feérico que protegía a los rebeldes. Varios sheks patrullaban los cielos sin descanso. Y cada día llegaban más.

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