—Por lo general lo tienen —repuso Hércules Poirot.
—Ésta es mi estación —dijo el señor Bennington levantándose—. Hasta la vista. Y pensar que nunca sabremos ni siquiera quién era ese individuo... ni cómo se llamaba. ¡Extraño mundo!
Y se apeó a toda prisa.
Hércules Poirot, con el ceño fruncido, no parecía opinar que fuera tan extraño.
Volvió a su casa y dio ciertas instrucciones a su fiel criado Jorge.
* * *
Hércules Poirot deslizó su dedo por una lista de nombres. Era el informe de las muertes ocurridas en cierta área.
Al fin su índice se detuvo.
—Enrique Gascoigne, 69. Probaré primero éste.
A última hora del día, Hércules Poirot se personó en la clínica del doctor Macandrew en King's Road. Macandrew era un escocés alto y pelirrojo de rostro inteligente.
—¿Gascoigne? —dijo—. Sí, es cierto. Era un pájaro muy excéntrico. Vivía en una de esas casas viejas y abandonadas que van siendo derruidas para construir bloques de viviendas modernas. No le había atendido anteriormente, pero le había visto de vez en cuando y sabía quién era. Fue el lechero el que dio la voz de alarma. Las botellas de leche comenzaron a amontonarse ante su puerta. Al final los vecinos de la casa contigua llamaron a la policía, que derribó la puerta y lo encontraron. Se había caído por la escalera, rompiéndose el cuello. Llevaba puesta una bata vieja con un cordón raído... con el que bien pudo enredarse.
—Ya comprendo —repuso Hércules Poirot—. Fue muy sencillo..., un accidente.
—Eso es.
—¿Tenía algún pariente?
—Un sobrino. Solía venir a verle una vez al mes. Se llama Ramsey, Jorge Ramsey. También es médico. Vive en Wimbledon.
—¿Cuánto tiempo llevaba muerto el señor Gascoigne cuando usted le vio?
—¡Ah! —dijo el doctor Macandrew—. Pasamos a los trámites oficiales. Por lo menos cuarenta y ocho horas y no menos de setenta y dos. Le encontramos la mañana del día 6. Actualmente podemos aproximarnos aún más. Llevaba una carta en el bolsillo... escrita el día tres... y con matasellos de Wimbledon de aquella misma tarde..., debió recibirla cerca de las nueve y veinte de la noche. Ello establece la hora de su fallecimiento después de las nueve y veinte de la noche del día tres, y concuerda con el contenido del estómago y los procesos de la digestión. Había comido unas horas antes de su muerte. Yo lo examiné la mañana del día 6 y su estado era el que le correspondía de haber muerto sesenta horas antes... cerca de las de la noche del día 3.
—Todo parece encajar bastante bien. Dígame, ¿cuándo fue visto por última vez?
—En King's Road, a eso de las siete de la tarde mismo día 3, jueves, y cenó en el restaurante
Galante
a las siete y media. Parece ser que siempre cenaba allí los jueves.
—¿No tenía otros parientes? ¿Sólo un sobrino?
—Tenía un hermano gemelo. Su historia es bastante curiosa. No se habían visto durante años. Cuando Enrique era joven llevaba camino de llegar a ser artista... malísimo. Parece ser que el otro hermano, Antonio Gascoigne, se casó con una mujer muy rica y dejó el arte... por lo que los dos hermanos se enfadaron. Creo que no volvieron a verse. Pero por extraño que parezca,
murieron el mismo día
. El otro mellizo murió a la una de la tarde del día 3. Conozco el caso de otros hermanos mellizos que murieron el mismo día... ¡y en distintas partes del mundo! Probablemente sólo es una coincidencia...
—¿Y la esposa del hermano, vive?
—No, murió hace varios años.
—¿Dónde habitaba Antonio Gascoigne?
—Tenía una casa en Kessington Hill. Por lo que me ha dicho el doctor Ramsey, vivía casi en completa reclusión.
Hércules Poirot asintió pensativo.
El escocés le contempló extrañado.
—¿Qué es lo que está pensando, señor Poirot? —preguntó de improviso—. He contestado a sus preguntas como era mi deber después de ver sus credenciales. Pero estoy en la más completa oscuridad por lo que respecta a este vulgar asunto.
—Un caso sencillo de muerte por accidente, eso es lo que usted dijo. Lo que yo pienso es bien sencillo... que le empujaron.
El doctor Macandrew pareció sobresaltarse.
—En otras palabras, ¡asesinato! ¿Tiene algo en que basarse para afirmar eso?
—Oh, no —replicó Poirot—. Es una simple suposición.
—Debe de haber algo... —insistió el otro.
Poirot no respondió.
—Si es de Ramsey, el sobrino, de quien sospecha, no me importa decirle que se equivoca. Ramsey estuvo jugando al
bridge
en Wimbledon desde las ocho y media hasta medianoche. Eso dijeron en la investigación practicada.
—Y es de suponer que lo comprobaron —murmuró Poirot—. La policía es muy cuidadosa.
—¿Tiene usted algo contra él? —preguntó el doctor.
—No sabía ni que existiera hasta que usted me lo ha dicho.
—Entonces, ¿sospecha de algún otro?
—No, no. No es eso. Se trata de que el hombre es un animal de costumbre. Eso es muy importante. Y la muerte del señor Gascoigne no concuerda con esto. Ya ve, todo está equivocado.
—La verdad, no lo entiendo.
Hércules Poirot se puso en pie, sonriendo, y el doctor le imitó.
—Sinceramente —dijo este último—, no veo nada sospechoso en la muerte de Enrique Gascoigne.
—Soy un hombre obstinado —repuso Poirot extendiendo las manos—. Un hombre con una idea... y sin nada en que basarla. A propósito. ¿Enrique Gascoigne llevaba dientes postizos?
—No, su dentadura se conservaba en perfecto estado. Cosa muy apreciable a su edad
—¿Y los cuidaba bien... los tenía blancos y brillantes?
—Sí. Me fijé precisamente en eso.
—¿No se le hablan descolorido?
—No. No creo que fumara, si eso es a lo que se refiere.
—No quise decir eso precisamente... era sólo un disparo a larga distancia... que es probable que no dé en el blanco. Adiós, doctor Macandrew, y gracias por su amabilidad.
Poirot se despidió del médico.
—Ahora —se dijo al hallarse en la calle— a por el disparo a larga distancia.
Penetró en el
Galante
y se sentó en la misma mesa que en la otra ocasión compartiera con Bennington. La muchacha que servia no era Molly. — Según le dijo la nueva camarera, Molly estaba de vacaciones.
Eran precisamente las siete y Hércules Poirot no tuvo dificultad en entablar con la joven un diálogo acerca del viejo Gascoigne.
—Si —le explicó la camarera—. Estuvo viniendo años y años, pero ninguna de nosotras sabíamos cómo se llamaba. Leímos en el periódico la vista de la causa y traía una fotografía suya. «Oye —le dije a Molly— no es nuestro Viejo Padre Tiempo...?», como solíamos llamarle.
—Cenó aquí la noche de su muerte, ¿verdad?
—Sí. El día 3, jueves. Siempre venía los jueves. Martes y jueves... puntual como un reloj.
—Supongo que no recordará lo que tomó para cenar.
—Déjeme pensar. Eso es, sopa de arroz sazonada con curry y ternera... o ¿tomó cordero...?, no, ternera, eso es, tarta de zarzamoras y queso. ¡Y pensar que al volver a su casa se cayó por la escalera! Dicen que la causa debió de ser el cordón deshilachado de su batín. Claro que sus trajes eran siempre un desastre... anticuados y raídos, pero no obstante
tenía
cierto aire... como si fuera
alguien
. Oh, aquí tenemos clientes de todas clases, y muy interesantes.
Se marchó hacia la cocina, y Poirot comióse su lenguado.
* * *
Armado con la recomendación de cierto personaje importante, Hércules Poirot no encontró dificultad en hablar con el jefe de policía del distrito.
—Un personaje curioso ese Gascoigne —comentó—. Un individuo excéntrico y solitario; mas su fallecimiento parece haber despertado gran interés.
El policía miraba con curiosidad a su visitante.
Hércules Poirot escogió sus palabras con sumo cuidado.
—Hay ciertas circunstancias relacionadas con su muerte, monsieur, que hacen necesaria una investigación del caso.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle?
—Creo que usted tiene la facultad de ordenar que los documentos que entran en esta comisaría sean conservados o destruidos... según usted juzgue conveniente. En el bolsillo del batín de Enrique Gascoigne fue encontrada una carta, ¿no es así?
—Así era.
—¿Era de su sobrino, el doctor Jorge Ramsey?
—Exacto. La carta fue presentada en el juicio para ayudar a fijar la hora de la defunción.
—¿Todavía la conserva?
Hércules Poirot aguardó ansiosamente la respuesta
Al saber que podría examinarla exhaló un suspiro de alivio.
Cuando al fin la tuvo en su poder, la estudió con cuidado. Había sido escrita con pluma estilográfica y con letra apretada. Decía lo siguiente:
Querido tío Enrique:
Lamento decirte que no tuve éxito con lo tocante a tío Antonio. No demostró el menor entusiasmo por que vayas a verle, y no quiso contestar a tu ofrecimiento de olvidar lo pasado. Naturalmente que se encuentra muy enfermo, y su inteligencia comienza a extraviarse. Yo diría que su fin está próximo. Apenas parecía recordar quién eres.
Siento haber fracasado, pero puedo asegurarte que lo hice lo mejor que supe.
Tu sobrino que te quiere,
JORGE RAMSEY.
La carta estaba fechada el tres de noviembre. Poirot examinó el matasellos del sobre... las cuatro y media de la tarde.
—Está en orden..., ¿verdad? —murmuró.
* * *
Su próximo objeto fue Kingston Hill. Tras algunas dificultades que venció gracias a su insistencia y optimismo, pudo obtener una entrevista con Amelia Hill, cocinera y ama de llaves del finado Antonio Gascoigne.
Al principio mostróse recelosa y poco comunicativa, pero la encantadora genialidad de aquel extranjero de raro aspecto no tardó en surtir su efecto, y la señora Amelia Hill comenzó a ablandarse.
Y sin darse cuenta se encontró, como muchas otras mujeres, contando sus cuitas a un oyente simpático de verdad.
Durante catorce años había estado al cuidado de la casa del señor Gascoigne. Y no era un trabajo fácil. ¡Vaya que no! Muchas mujeres hubieran sucumbido bajo las cargas que ella tuvo que soportar. Aquel pobre caballero era un excéntrico y no lo disimulaba. Tan apegado a su dinero... en él era ya una especie de manía... y era tan rico como el que más. Pero la señora Hill le había servido fielmente, y soportaba sus rarezas, y era natural que esperase por lo menos un
recuerdo
. Pero nada... ¡nada en absoluto! Sólo apareció un viejo testamento en el que lo dejaba todo a su esposa, y en caso de que ésta falleciese antes que él, a su hermano Enrique. Un testamento hecho años atrás. ¡No era justo! ¡Y no lo merecía!
Poco a poco Poirot fue apartándola del tema más importante para ella: su codicia insatisfecha. ¡Desde luego era una injusticia cruel! No podía culparla por sentirse herida y extrañada. Era bien tacaño. Incluso se decía que rehusó a ayudar a su único hermano. Era probable que la señora Hill lo supiera.
—¿Era eso por lo que fue a verle el doctor Ramsey? —preguntó la señora Hill—. Sabia que era por cosas de su hermano, pero creí que sólo querían reconciliarse. Estaban reñidos hacía años.
—Tengo entendido que el señor Gascoigne se negó a ello rotundamente —dijo Poirot.
—Eso es cierto —repuso la senora Hill asintiendo con la cabeza—. «¿Enrique? —dijo con voz débil—. ¿Qué le pasa a Enrique? No le he visto desde hace años, ni lo deseo. Ese Enrique siempre quiere pelea.» Sólo dijo eso.
La conversación volvió a girar en torno al descontento de la señora Hill y la inconmovible actitud del abogado del señor Gascoigne.
Con cierta dificultad, Hércules Poirot logró al fin despedirse interrumpiéndola bruscamente.
Y de este modo, poco después de la hora de cenar, llegó a Elmcrest Dorset Road, Wimbledon, donde se alzaba la residencia del doctor Jorge Ramsey.
El doctor estaba en casa. Hércules Poirot fue introducido en el consultorio, y el doctor Ramsey, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, no tardó en recibirle.
—No vengo a que me visite, doctor —le dijo el detective—. Y tal vez mi venida a esta casa tenga algo de importante..., pero prefiero hablar claro y sin rodeos. No me gusta el método que emplean los abogados, con tantos preámbulos y circunloquios.
Sin duda había despertado el interés de Ramsey. Era un hombre de mediana estatura, muy bien rasurado, de cabellos castaños, aunque con las pestañas casi blancas, lo cual daba a sus ojos una expresión triste. Sus ademanes eran rápidos y poseía cierto sentido del humor.
—¿Abogados? —preguntó alzando las cejas—. ¡Odio a esos individuos! Ha despertado usted mi curiosidad. Siéntese por favor, señor.
Poirot inclinóse hacia delante en gesto confidencial.
—Muchos de mis clientes son mujeres —dijo.
Las blancas cejas de Ramsey se alzaron.
—Es natural —repuso el doctor Jorge Ramsey con un ligero parpadeo.
—Es natural, como usted dice —convino Poirot. A las mujeres les desagrada la policía oficial. Prefieren las investigaciones privadas. No les gusta hacer públicos sus asuntos. Hace pocos días vino a consultarme una anciana. Estaba preocupada por su esposo, con el que llevaba enfadada muchos años. Su esposo era tío de usted, el finado señor Gascoigne.
—¿Mi tío? ¡Qué tontería! Su esposa murió hace muchísimos años.
—No me refiero a su tío don Antonio Gascoigne, sino a su otro tío, don
Enrique Gascoigne
.
—¿Tío Enrique? ¡Pero si no estaba casado!
—¡Oh, sí que lo estaba! —exclamó Poirot, mintiendo sin el menor empacho—. No tengo la menor duda. Esa señora incluso trajo el certificado de matrimonio.
Es mentira —exclamó Jorge Ramsey con el rostro rojo como las cerezas maduras—. No lo creo. Es usted un farsante.
—Qué lástima, ¿verdad? —dijo Poirot— Ha cometido un crimen por nada.
—¿Un crimen? —La voz de Ramsey se quebró, y sus ojos claros expresaron terror.
—A propósito —continuó Poirot—. Veo que ha vuelto a comer tarta de zarzamoras. Es una costumbre imprudente. Las zarzamoras pueden estar llenas de vitaminas, pero resultan mortales en otro sentido. En esta ocasión creo que han ayudado a poner la soga alrededor del cuello de un hombre... de usted, doctor Ramsey.
* * *
—¿Sabe,
mon ami?
Donde se equivocó usted fue en su deducción fundamental —decia Hércules Poirot inclinado plácidamente sobre la mesita y dirigiéndose a su amigo—. Un hombre bajo una grave depresión moral no escoge esa ocasión para hacer algo que no hubiera hecho antes. Sus reflejos hubiesen seguido la rutina a que estaban acostumbrados. Un hombre preocupado por algo
pudiera
bajar a cenar en pijama..., pero sería
su
pijama... no el de otra persona. Un hombre que aborrece la sopa espesa, la carne con mucha grasa y las zarzamoras, de pronto pide las tres cosas ~ misma noche.
Usted
dice que porque está pensando en otra cosa.
Pero yo le digo que un hombre absorto en sus preocupaciones ordenaría automáticamente que le sirvieran lo que solía tomar más a menudo. Eh bien, entonces,
¿qué otra explicación cabe?