—Pues no lo sé, la verdad —arguyó Olivia en el mismo tono—. Pero a caballo regalado… En fin, no le voy a dar más vueltas.
—Yo no me fío. ¿Y si luego te pide hacer más horas para compensar?
—No sería la primera vez.
Al decir esto último, Thomas advirtió que a ambas les cambiaba el semblante. Bueno, puede que recuperar los días libres no fuera de su agrado, pero no comprendía tal reacción.
—Lo sé —dijo Julia en tono resignado—. Cuando lo de papá, apenas te dejó libre.
En aquel momento comprendió lo que en un principio le había parecido una desproporcionada reacción, aunque lo mejor era no tocar ese tema. Además de ser la opción más prudente, también era la más acertada para no acabar discutiendo.
Estando Olivia en casa se pudo comer decentemente, ya que debía reconocer que en menos de media hora y con cuatro cosas sabía ingeniárselas para preparar una comida aceptable sin recurrir a las odiosas conservas.
Después le tocó a Julia recoger la cocina y él, como siempre, se limitó a acercar su vaso al fregadero. Ambas podían ser unas piradas, pero lo cierto es que no movía un dedo en casa. A veces se preguntaba cómo se las apañaba para mantener su casa en un estado aceptable.
Las mujeres que él conocía tan sólo sabían hablar de las labores domésticas para quejarse sobre el servicio. Por eso, tras observar a Olivia, dudaba que alguna de ellas supiera ni siquiera lo que era un estropajo… a no ser que teclearan la palabra en algún buscador.
Atento a cuanto sucedía a su alrededor, esperó a que su hermana se fuera a su habitación antes de abordar a Olivia.
—Necesito que me acompañes a hacer unos recados.
Ella lo miró y pensó: «Vaya tonito…».
Él, faltaría más, ni se inmutó ante la mirada asesina de ella.
Ella empezó a repiquetear con los dedos sobre la encimera.
—Yo no conozco la zona, así que vienes conmigo.
—Un «por favor» nunca está de más.
Ahora le tocó a él poner su cara de póquer. Iba lista si esperaba que repitiera esas palabras. Se levantó y caminó hasta donde estaba ella, aprisionándola contra los muebles de la cocina, y le ordenó, con una voz incontestable a la par que insinuante, lo que debería hacer ella en los próximos cinco minutos:
—Coge tu bolso. Nos vamos.
—Oye, guapito de cara, para un día que tengo libre no me lo voy a pasar yendo de aquí para allá haciendo de recadera para el señorito. —Lo empujó con esa chulería innata de la que hacía gala siempre que podía—. Esta tarde me voy a tirar a la bartola y no voy a mover ni un dedo.
Thomas no retrocedió, todo lo contrario, se pegó más a ella.
—Creo que no me he expresado con claridad. Te vienes conmigo. Punto. Final.
«Te odio», quiso gritarle y, en el proceso, causarle un fuerte dolor de tímpanos, porque la opción de levantar la rodilla y darle en el centro de gravedad tenía dos puntos muy negativos. El primero: que un posible aunque remoto revolcón (porque nunca se sabe y, como se dice en el pueblo, no hay que cerrar todas las puertas) se iría al traste si lo desgraciaba; y segundo: estaban tan apretados que su rodilla no tenía radio de acción.
—Nanay.
—Coge tu bolso —insistió él con esa voz de ordeno y mando tan sensual.
—¿Te has empalmado? —Era una pregunta retórica, estaba lo suficientemente cerca como para saberlo.
—Te doy permiso para que hagas las oportunas comprobaciones.
—¡Qué más quisieras!
—Se nos hace tarde, pero, si insistes, podemos montárnoslo aquí, en la cocina, a plena luz del día, corriendo el riesgo de ser sorprendidos y tener que dar explicaciones de anatomía, aguantar el sermón correspondiente… Pero, por satisfacer tu curiosidad, cualquier cosa.
«¡Oh! Pero mira que es engreído este tipo. Si encima resulta que me está haciendo un favor.»
—¿De verdad? —«Aquí, o todos moros o todos cristianos», pensó mientras movía sus caderas y sonrió al oírlo inspirar profundamente.
—Decidido, bájate las bragas; además, me muero por saber de qué color las llevas hoy.
Ella arqueó una ceja, vaya inquietudes que tenía este hombre.
—A juego con la camiseta —le informó tentadora.
—¡No jodas! —exclamó separándose lo imprescindible para comprobar que no lo engañaban sus ojos—. ¿Estampado militar?
—¿Qué pasa? Si no recuerdo mal, tú tienes unos bóxers de lunares.
—No me lo recuerdes.
Ella sonrió al escucharlo, no hacía falta hacérselo jurar.
—Deja de ser tan estirado —lo provocó, jugando con el cuello de su impoluta camisa blanca.
Todo eso se le iba a escapar de las manos, pero ¿quién puede resistirse?
Colocó una mano en su cadera y la movió a su antojo hasta que la falda fue subiendo. La cuestión no era si se fiaba o no de sus palabras, sino que quería ver ese tanga.
—Tú súbete en la encimera y verás lo estirado que puedo llegar a ser.
Ella aceptó el reto y de un salto se plantó en la encimera… dispuesta a no dar ni un paso atrás.
Pero él se apartó de repente, dejándola desconcertada y cachonda.
Tardó quince segundos en comprender el motivo.
—¿Ocurre algo? —preguntó Julia mirándolos sin entender nada. «De mayor no quiero ser así», pensó.
—Nada, me llevo a tu tía a hacer unos recados —afirmó tan ufano—. ¿Quieres venir? —Tentarla no era aparentemente inteligente, pero, aparte de dar a Olivia la impresión de ser algo inocente, podía poner la mano en el fuego que su hermana prefería pasar la tarde en el pueblo suspirando por Pablo.
—No, he quedado con Mónica.
Excelente.
Unos recados, unos recados…
Olivia no dejaba de quejarse, en silencio, de haber cedido, otra vez, y acompañarlo.
A veces, una necesita un poco más de fuerza de voluntad. Pero, por desgracia, en la farmacia no dispensaban pastillas para incrementarla.
Ahora, sentada en el coche, regresaban por la carretera comarcal. En aquellos instantes sólo podía pensar en pillar la cama. Dudaba si tendría fuerzas para ducharse antes, pese a tener los pies molidos.
¡Vaya tardecita! Los recados consistieron en visitar todo lo culturalmente interesante que existía en cincuenta kilómetros a la redonda. Y ella, que disfrutaba como la que más, sólo pudo pensar que no llevaba calzado adecuado. Las malditas zapatillas de cuña roja, tan monas, no eran lo más apropiado para andar por las calles de Silos o las de Covarrubias.
Pero, a pesar de las dificultades logísticas, había terminado por disfrutar de la tarde. Acompañada por él había redescubierto muchas cosas. Thomas se interesaba por todo y, aunque pareciera extraño, se había comportado de forma correcta, ni una insinuación, ni un toque provocador, nada.
No sabía si estar decepcionada o no. Después del interludio de la cocina era de esperar. Pero no. Thomas, de vez en cuando, sabía comportarse.
Y encima iba guapísimo, maldita sea. Cada vez que lo miraba, disimuladamente, con esas gafas de sol, esa camisa blanca… lo encontraba más atractivo.
Hubo momentos que hasta parecía otro, más relajado, no tan estirado; en definitiva, resultaba una agradable compañía.
—Te has pasado el cruce para ir a Pozoseco.
—¿No me digas…?
—Oye, es tarde, tengo hambre y los pies hechos polvo. Te agradezco la tarde que hemos pasado, pero me muero por pillar la cama.
—Me has leído el pensamiento.
Olivia se enderezó en el asiento cuando lo vio entrar en Lerma y dirigirse hacia el parador.
—Te he dicho que…
—Calla un poco.
Ella refunfuñó. ¿Qué se había creído?
—¿A que no sabes por qué el palacio tiene cuatro torres a pesar de que pertenecía a un duque? —Iba listo si pensaba que se quedaría callada.
Thomas arqueó una ceja, eso sí que era un sutil cambio de tema.
—Soy todo oídos.
—Según cuenta la leyenda, el duque de Lerma, el valido del rey Felipe III, tenía gran poder e influencia sobre el monarca, y cuando estaba construyéndose el palacio ducal fue al encuentro del rey y le pidió permiso para poner dos torres.
—¿Y? —preguntó él interesado. Escuchar a Olivia dar una lección de historia con su particular gracia resultaba mucho más entretenido que leerse una guía para turistas.
—Pues que, como era de esperar, se le concedió el deseo.
—No veo nada extraño.
—No he terminado la historia. Cuando el rey se enteró de que el palacio ducal tenía cuatro torres exigió explicaciones a su valido. Éste, amablemente, le recordó que había solicitado su real permiso.
—No lo entiendo.
—Pues resulta que sólo los palacios reales podían tener cuatro torres, de ahí el enojo del rey. Bueno, también creo que influyeron las intrigas políticas de la corte… Pero, ya sabes, cualquier tontería te hacía caer en desgracia. —Ella lo contaba con ese tono de programa de cotilleo que lo hacía sonreír—. Al final se salió con la suya, pues le respondió al rey: «Majestad, yo le pedí autorización para dos torres y me la dio, y a las otras dos ya tenía derecho por ser duque».
—Joder, el tío ese era verdaderamente listo.
Thomas aparcó en la zona reservada a los clientes del parador y paró el motor. Se bajó del coche, y, como era de esperar, ella no se movió. Abrió la puerta del copiloto y con un gesto rimbombante le indicó que moviera el culo.
Ella se cruzó de brazos y miró al frente.
Él se agachó y le puso los zapatos.
Ella no le facilitó las cosas.
—Deja de perder el tiempo. Levántate.
Tiró de ella y cerró suavemente la puerta. Con ella a remolque abrió el maletero y sacó su trolley. Pulsó el mando y se encaminó hacia la entrada.
—Oye, no corras tanto —se quejó ella intentando no caerse de culo al intentar mantener el equilibrio sobre ese maldito empedrado.
Él no hizo caso a su protesta y atravesó las puertas hasta detenerse junto a la recepción.
La escuchó resoplar y después se apoyó en el mostrador junto a él. Inmediatamente un empleado se acercó.
—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarlos?
—Soy Thomas Lewis, tengo una reserva para…
—Ah, sí, señor Lewis.
Olivia observó la arrogancia con la que se presentaba y la inmediata aceptación del empleado. Claro que para eso le pagan, se recordó con cierta dosis de cinismo.
Y a todo esto… ¿Qué pintaba ella allí?
Cuando aún no se había respondido, él tiró de nuevo de ella y no paró hasta llegar a la puerta de la habitación.
—Vale, como bromita de mal gusto ya ha durado bastante.
—¿De qué hablas? —preguntó él distraído mientras colocaba la maleta sobre la banqueta destinada a ello. Empezó a sacar cosas y a desperdigarlas por la cama—. Arréglate, tenemos reserva para cenar.
—¡¿Qué?!
—Toma, te he traído tu bolsa de aseo. Supongo que podrás apañártelas, no sabía muy bien qué iba a hacerte falta.
—¿A cenar?
—Sí, eso he dicho. Y empieza ya, las mujeres tardáis una eternidad en el baño.
—Pero ¿tú estás bien de la cabeza? A cenar, dice, ¿con estas pintas? —Señaló su cómoda pero inadecuada falda vaquera. Se sentía como Julia Roberts en
Pretty Woman
al entrar en un hotel de lujo. Salvando las distancias, claro está.
—Ponte esto. —Sacó de su maleta un vestido que la dejó con la boca abierta, y no sólo porque fuera precioso sino porque ella le había echado el ojo, pero por cuestiones monetarias no lo había comprado.
Ella lo cogió sin saber muy bien qué decir. Podía agradecérselo con un simple gracias, pero el desconcierto le jugó una mala pasada.
—¿Le pagaste treinta euros?
—¿Importa? —preguntó él a su vez. La irrisoria cantidad carecía de importancia. Al ver que ella seguía parada, como si fuera un mueble más, añadió—: Llegaremos tarde.
Olivia buscó una excusa para no ponérselo.
—No pretenderás que me lo ponga con unas zapatillas rojas.
—Claro que no —respondió y de nuevo, como si fuera el bolso de Mary Poppins, sacó una caja y la dejó sobre la cama—. Mira a ver qué tal con éstos.
Ella, curiosa, abrió la caja y se tuvo que sentar. Eran preciosos. Unos zapatos negros y de corte clásico, tacón alto y abiertos en la puntera.
—Unos
letizios
…—murmuró, encantada sacándolos de la caja.
—No pierdas el tiempo —recordó impaciente.
Olivia se puso en pie y empezó a quitarse su inapropiado atuendo. Seguía sin saber muy bien qué estaba haciendo, actuaba como un robot, sin voluntad propia.
—Joder, con las ganas que tengo de follarte… y tú paseándote con ese tanga pidiendo guerra —murmuró él al verla casi desnuda—. Si no fuera porque tenemos mesa reservada a las diez… te tumbaba ahora mismo e ibas a saber lo que es bueno.
Al escucharlo, caminó hasta el baño y cerró la puerta tras de sí con la intención de cambiarse sin ser observada.
—¿Qué pinto yo aquí? —murmuró acercándose al enorme lavabo, donde depositó su bolsa de aseo. Se quedó como tonta frente al espejo, tapándose con el vestido. Algo no estaba bien. Pero no sabía lo que era.
Quince minutos más tarde Thomas oyó el clic del pestillo y se giró en el momento en que ella abría la puerta y salía del baño.
La sorpresa podía deberse a la rapidez con la que había aparecido, pero, en realidad, la causa era otra. Nunca antes la había visto así, arreglada, vestida elegantemente (aún no entendía cómo un trapo de mercadillo podría sentar tan bien) y maquillada de forma suave, lista para una velada íntima.
—Qué, ¿se te ha comido la lengua el gato?
—Vámonos antes de que esto se desmadre.
Thomas caminó velozmente hasta la puerta de la suite y la abrió. Cuanto antes estuvieran rodeados de gente mejor.
Tenía que controlarse, pues no quería que fuera la cena más rápida del mundo, pretendía disfrutar de la noche, hacer algo muy diferente, poder degustar un buen vino, un buen licor, sabiendo que luego tenían toda la noche para retozar, jugar, reír o lo que surgiera.
Se detuvo de repente al acordarse de un detalle de vital importancia.
Olivia, tras él, se quedó mosqueada al ver que sacaba su móvil.
Él le hizo un gesto para que no dijera nada.
Ella se cruzó de brazos.
—Hemos tenido una avería con el coche, no vamos a poder ir esta noche a casa. Los del taller, que, como todo en este país, trabajan con el culo, no pueden mirarlo hasta mañana, así que no nos queda más remedio que pasar la noche en un hotel. Mañana, cuando esté arreglado, volvemos.