Tratado de la Naturaleza Humana (21 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Las partes componentes de la probabilidad y la posibilidad siendo análogas en su naturaleza deben producir efectos análogos, y la semejanza de sus efectos consiste en que cada uno de ellos presenta la consideración de un objeto particular. Sin embargo, aunque estas partes sean análogas en su naturaleza son muy diferentes en su calidad y número, y esta diferencia debe aparecer en el efecto lo mismo que la semejanza. Ahora bien; como la consideración que presenta es en ambos casos plena y entera y comprende el objeto en todas sus partes, es imposible que en este particular pueda existir alguna diferencia, y sólo una vivacidad superior en la probabilidad, que surge de la coincidencia de un número superior de consideraciones, puede distinguir estos efectos.

He aquí casi el mismo argumento en un diferente aspecto. Todos nuestros razonamientos referentes a la probabilidad de causas se fundan en la aplicación del pasado al futuro. La aplicación de un experimento pasado al futuro es suficiente para darnos una visión del objeto, ya esté combinado este experimento con otros del mismo género, ya esté completo u opuesto a otros de género contrario. Supongamos, pues, que adquiere estas dos cualidades de oposición y combinación; no pierde por esto, razón su primera facultad de presentar una visión del objeto, sino que solamente coincide con otros experimentos y se opone a otros que tienen análoga influencia. Por consiguiente, puede surgir una cuestión relativa al modo de presentarse la coincidencia y oposición. En cuanto a la coincidencia, la elección puede hacerse tan sólo entre estas dos hipótesis: Primero, la consideración del objeto, ionada por la transferencia de cada experimento pasado, se mantiene en sí misma completa y sólo aumenta el número de consideraciones. Segundo, se funde con las consideraciones similares y correspondientes y les concede un grado superior de fuerza y vivacidad. Que la primera hipótesis es errónea es evidente por la experiencia que nos informa de que la creencia que acompaña a algún razonamiento consiste en una conclusión, no en una multitud de conclusiones similares, que tan sólo distraerían el espíritu y en muchos casos serían demasiado numerosas para ser comprendidas claramente por una capacidad finita. Queda, pues, como la única opinión razonable que estas consideraciones similares se funden y unen sus fuerzas de modo que producen una consideración más fuerte y clara que la que surge de una sola. De esta manera los experimentos pasados coinciden cuando son transferidos a un suceso futuro. En cuanto a la forma de su oposición, es evidente que, como las consideraciones contrarias son incompatibles y es imposible que el objeto pueda existir a la vez de acuerdo con dos de ellas, su influencia recíproca se hace destructiva y el espíritu se siente inclinado a la superior tan sólo con la fuerza que queda después de restar la inferior.

Me doy cuenta de lo confuso que debe parecer este razonamiento a la generalidad de los lectores que, no hallándose acostumbrados a reflexiones tan profundas acerca de las facultades intelectuales del espíritu, se inclinarán a rechazar como quimérico todo lo que no coincide con las nociones corrientes y admitidas y con los principios más fáciles y manifiestos de la filosofía. No hay duda de que es necesario algún trabajo para penetrar en estos argumentos, aunque quizá es muy pequeño el necesario para descubrir la imperfección de toda hipótesis vulgar sobre este asunto y la poca luz que la filosofía puede aportamos en estas especulaciones sublimes y curiosas. Haced que los hombres se persuadan una vez de estos dos principios: que no existe nada en un objeto considerado en sí mismo que pueda proporcionarnos una razón para sacar una conclusión que vaya más allá de él, y que, aun después de la observación de la unión frecuente o constante de los objetos, no tenemos razón alguna para hacer una inferencia relativa a algún objeto remoto a éstos, del que no hemos tenido experiencia; después de ello, esto los llevará tan lejos de todos los sistemas corrientes que no hallarán dificultad en admitir uno que pueda aparecer como el más extraordinario. Hemos hallado que estos principios son suficientemente convincentes aun con respecto a nuestros razonamientos más ciertos acerca de la causalidad si no es que me aventuro a afirmar que con respecto a estos razonamientos conjeturales o probables adquieren un nuevo grado de evidencia.

Primero: es manifiesto que en los razonamientos de este género no es el objeto que está presente el que, considerado en sí mismo, nos aporta alguna razón para hacer una conclusión relativa a otro objeto o suceso, pues como este último objeto se supone incierto, y como la incertidumbre se deriva de una oposición oculta de las causas en el primero, si alguna de las causas residiese en las cualidades conocidas de este objeto no estaría ya oculta ni nuestra conclusión sería incierta.

Segundo: es igualmente claro en esta especie de razonamiento que, si la transferencia del pasado al futuro se fundase meramente en una conclusión del entendimiento, no produciría nunca una creencia o seguridad. Cuando transferimos experimentos opuestos al futuro podemos solamente repetir estos experimentos contrarios con sus relaciones particulares, lo que no podría producir seguridad en ningún suceso único sobre el que razonamos, a menos que la fantasía fundiese todas las imágenes que coinciden y extrajese de ello una única idea o imagen que es intensa y vivaz en proporción del número de experimentos del que se deriva y de su superioridad sobre sus antagonistas. Nuestra experiencia pasada no presenta un objeto determinado, y como nuestra creencia, aunque débil, se fija sobre un objeto determinado, es evidente que la creencia no surge tan sólo de la transferencia del pasado al futuro, sino de alguna operación de la fantasía que va unida con ello. Esto puede llevarnos a concebir de qué manera esta facultad entra en todos nuestros razonamientos.

Concluiré este asunto con dos reflexiones que pueden merecer nuestra atención.

La primera puede ser explicada de esta manera: Cuando el espíritu hace un razonamiento referente a un hecho que es sólo probable dirige su vista hacia la experiencia pasada, y transfiriéndola al futuro se le presentan varias concepciones contrarias de su objeto, de las cuales las que son del mismo género se unen entre sí y, formando un acto del espíritu, sirven para fortificarlo y vivificarlo. Supóngase que esta multitud de concepciones o visiones de un objeto no procede de la experiencia, sino de un acto voluntario de la imaginación; este efecto no se seguirá o al menos no se seguirá en el mismo grado, pues aunque la costumbre y la educación producen la creencia por una repetición tal que no se deriva de la experiencia, se requiere para esto, sin embargo, un largo período de tiempo y una repetición muy frecuente e involuntaria.

En general, podemos declarar que una persona que quisiese repetir voluntariamente una idea en su espíritu, aunque apoyada por una experiencia pasada, no se sentiría más inclinada a creer en la existencia de su objeto que si se hubiese contentado con una sola consideración de él. Aparte del efecto del designio, cada acto del espíritu siendo separado e independiente tiene una influencia separada y no une sus fuerzas con las de los otros que le acompañan. Por no estar unidos por un objeto común que los produce no poseen una relación entre sí y, por consecuencia, ni transmiten ni unen sus fuerzas. Conoceremos mejor este fenómeno más adelante.

Mi segunda reflexión se funda en las extensas probabilidades de que el espíritu puede juzgar y en las pequeñas diferencias que puede observar entre ellas. Cuando los azares o experimentos de un lado llegan a diez mil y del otro a diez mil uno el juicio da la preferencia al último en razón de esta superioridad, aunque es totalmente imposible para el espíritu recorrer cada consideración particular y distinguir la vivacidad superior de la imagen que surge del número superior cuando la diferencia es tan pequeña. Tenemos un caso paralelo en las afecciones. Es evidente, según los principios antes mencionados, que cuando un objeto produce una impresión en nosotros que varía del mismo modo que la cantidad diferente del objeto, la pasión propiamente hablando no es una emoción simple, sino compuesta de un gran núo de pasiones más débiles que se derivan de la consideración de cada una de las partes del objeto, pues sería imposible de otro modo que la pasión aumentase por el aumento de aquellas partes. Así, un hombre que desea mil libras experimenta en realidad mil o más deseos que uniéndose entre sí parecen constituir tan sólo una pasión, aunque la composición se revela en cada alteración del objeto por la preferencia que concede al número más grande si es superior solamente en una unidad.

Sin embargo, nada puede ser más cierto que esta pequeña diferencia no es discernible en las pasiones ni puede distinguirlas entre sí. La diferencia, pues, de nuestra conducta al preferir el mayor número no depende de nuestras pasiones, sino del hábito y las reglas generales. Hemos hallado en muchos casos que aumentando el número de una suma aumenta la pasión cuando los números son exactos y la diferencia sensible. El espíritu puede percibir, partiendo de su sentimiento inmediato, que tres guineas producen una pasión más grande que dos, y aplica esto a números más grandes a causa de la semejanza, y en virtud de una regla general asigna a doscientas guineas una pasión más fuerte que a novecientas noventa y nueve. Explicaremos dentro de poco estas reglas generales.

Aparte de estas dos especies de probabilidad, que se derivan de una experiencia imperfecta y de causas contrarias, existe una tercera que surge de la analogía y que difiere de ellas en algunas circunstancias importantes. Según la hipótesis antes explicada, todos los géneros de razonamiento relativos a causas y efectos se fundan en dos particularidades, a saber: la unión constante de dos objetos en toda experiencia pasada y la semejanza de un objeto presente con uno de ellos. El efecto de estas dos particularidades es que el objeto presente vigoriza y vivifica la imaginación, y la semejanza, juntamente con la unión constante, lleva esta fuerza y vivacidad a la idea relacionada, y, por consiguiente, decimos que prestamos a ésta nuestro asentimiento o que creemos en ella. Si se debilita la unión o la semejanza, se debilita el principio de transición, y, por lo tanto, la creencia que surge de él. La vivacidad de la primera impresión no puede ser plenamente transmitida a la idea relacionada, ya sea cuando el enlace de sus objetos no es constante o cuando la impresión presente no se asemeja de un modo perfecto a alguna de aquéllas cuya unión nos hallamos acostumbrados a observar. En estas probabilidades del azar y de las causas antes explicadas la constancia de la unión es la que está disminuida; en la probabilidad derivada de la analogía tan sólo la semejanza se halla afectada. Sin algún grado de semejanza, lo mismo que de unión, es imposible que exista un razonamiento; pero como la semejanza admite muchos grados diferentes, el razonamiento se hace en relación con esto más o menos firme y cierto. Un experimento pierde de su fuerza cuando se transfiere a casos que no son exactamente semejantes, aunque es evidente que puede retener aún tanta que le permita ser el fundamento de la probabilidad mientras queda aún alguna semejanza.

Sección XIII - De la probabilidad no filosófica.

Todos estos géneros de probabilidad son admitidos por los filósofos, y éstos conceden que son fundamentos razonables de la creencia y la opinión. Sin embargo, hay otros que se derivan de los mismos principios, aunque no tienen la buena fortuna de obtener la misma sanción. La primera probabilidad de este género puede ser explicada como sigue: La disminución de la unión y la semejanza, como antes se expuso, disminuye la facilidad de la transición y mediante esto debilita la evidencia, pudiendo, además, observarse que la misma disminución de la evidencia se seguirá de una disminución de la impresión y de la pérdida de intensidad de los colores con los que aparece a la memoria o a los sentidos. El argumento que hallamos basándonos en un hecho recordamos que es más o menos convincente según que el hecho sea reciente o remoto, y aunque la diferencia en estos grados de evidencia no sea admitida por la filosofía como sólida y legítima, porque en este caso un argumento debería tener una fuerza diferente hoy de la que tendría de aquí a un mes, sin embargo, a pesar de la oposición de la filosofía, es cierto que esta circunstancia tiene una influencia considerable sobre el entendimiento y cambia secretamente la autoridad del mismo argumento según la diferente época en que se nos presenta. Una fuerza y vivacidad mayor en la impresión transmite naturalmente una fuerza mayor a la idea relacionada, y la creencia depende de los grados de fuerza y vivacidad según el precedente sistema.

Existe una segunda diferencia que podemos observar frecuentemente en nuestros grados de creencia y seguridad y que nunca deja de tener lugar, aunque es iada por los filósofos. Un experimento que está fresco y reciente en la memoria nos afecta más que uno que en cierta medida se halla olvidado, y aquél tiene una influencia más grande tanto sobre el juicio como sobre las pasiones. Una impresión vivaz produce más seguridad que una débil, porque posee más fuerza original que comunicar a la idea relacionada, que por lo mismo adquiere una mayor fuerza y vivacidad. Una observación reciente tiene un efecto análogo, porque la costumbre y transición son más completas y conservan mejor la fuerza original en la comunicación.

Así, el borracho que ha visto a su compañero muerto a consecuencias de un exceso se halla impresionado por este ejemplo durante algún tiempo y teme que le ocurra un accidente análogo; pero como el recuerdo de este hecho decrece por grados, vuelve a recobrar su primitiva seguridad y el peligro le parece menos cierto y real.

Añado como un tercer caso de este género que aunque nuestros razonamientos, que parten de pruebas y probabilidades, sean muy diferentes los unos de los otros, sin embargo, la primera especie de razonamiento degenera muchas veces insensiblemente en la última tan sólo por la multitud de los argumentos enlazados. Es cierto que cuando una inferencia se obtiene inmediatamente de un objeto sin una causa o efecto intermedio la convicción es mucho más fuerte y la persuasión más vivaz que cuando la imaginación es llevada a través de una larga cadena de argumentos enlazados, tan infalible como sea la conexión de cada miembro. De la impresión original se deriva la vivacidad de todas las ideas por medio de la transición habitual de la imaginación, y es evidente que esta vivacidad debe decaer gradualmente en proporción de la distancia y debe perder algo en cada transición. A veces esta distancia tiene una influencia más grande que la que pueden tener hasta los experimentos contrarios, y un hombre puede obtener una convicción más vivaz por un razonamiento probable, que es firme e inmediato, que por una larga cadena de consecuencias, aunque exactas y concluyentes en cada momento de ella. Es más: es raro que tales razonamientos produzcan una convicción y se debe tener una imaginación muy fuerte y firme para mantener la evidencia hasta el fin cuando se pasa a través de tantos términos.

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