Tratado de la Naturaleza Humana (16 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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De una segunda observación concluyo que la creencia que acompaña a la impresión presente y es producida por un cierto número de impresiones y enlaces pasados surge inmediatamente sin una nueva actividad de la razón o imaginación. De esto puedo estar cierto, porque jamás me doy cuenta de una actividad tal y no hallo en el sujeto nada en que pueda fundarse. Ahora bien; como llamamos costumbre a todo lo que procede de una repetición pasada, sin un nuevo razonamiento o conclusión, podemos establecer como una verdad cierta que toda la creencia que sigue a una impresión presente se deriva tan sólo de aquel origen. Cuando nos hallamos acostumbrados a ver dos impresiones enlazadas entre sí, la aparición de la idea de la una despierta inmediatamente en nosotros la idea de la otra.

Habiéndonos convencido plenamente acerca de este punto, hago una tercera serie de experimentos para conocer si se requiere algo más que la transición habitual para la producción de este fenómeno de la creencia. Cambio, pues, la primera impresión en una idea y observo que, aunque la transición habitual a la idea correlativa continúa aún, no existe, en realidad, ni creencia ni persuasión. Una impresión presente es, pues, absolutamente necesaria para este proceso, y cuando después de esto comparo una impresión con una idea y hallo que su única diferencia consiste en sus diferentes grados de fuerza y vivacidad, concluyo de todo ello que la creencia es una concepción más vivida e intensa de una idea que procede de su relación con una impresión presente.

Así, todo razonamiento probable no es más que una especie de sensación. No sólo en poesía y música debemos seguir nuestro gusto y sentimientos, sino también en filosofía. Cuando yo estoy convencido de un principio sucede tan sólo que una idea me impresiona más fuertemente. Cuando yo doy la preferencia a una serie de argumentos sobre otra no hago más que decidir de mi sentimiento relativo a la superioridad de su influencia. Los objetos no poseen una conexión entre sí que pueda descubrirse, y por ningún otro principio más que por la costumbre, que actúa sobre la imaginación, podemos hacer una inferencia partiendo de la apariencia del uno para llegar a la existencia del otro.

Es digno de ser observado que la experiencia pasada, de la que dependen todos nuestros juicios relativos a la causa y al efecto, puede actuar sobre nuestro espíritu de una manera tan insensible que no nos demos jamás cuenta de ello, y hasta en cierto modo puede sernos desconocido esto. Una persona que se detiene en su camino por encontrar un río que lo atraviesa prevé las consecuencias de su avance, y el conocimiento de las consecuencias le es sugerido por la experiencia pasada, que le informa de ciertos enlaces de causas y efectos. ¿Podemos, sin embargo, pensar que en esta ocasión reflexiona sobre alguna experiencia pasada y recuerda casos que ha visto u oído, para descubrir los efectos del agua sobre los cuerpos animales? Seguramente que no; no es éste el modo como procede en su razonamiento. La idea de hundirse va tan íntimamente unida con la del agua y la idea de ahogarse tan inmediatamente unida con la de hundirse, que el espíritu realiza la transición sin el auxilio de la memoria. El hábito actúa antes de que tengamos tiempo para la reflexión.

Los objetos parecen tan inseparables que no nos detenemos ni un momento al pasar del uno al otro. Pero como esta transición procede de la experiencia y no de una conexión primaria entre las ideas, debemos reconocer necesariamente que la experiencia puede producir una creencia y un juicio relativo a causas y efectos por una actividad separada y sin pensar en ello. Esto hace desaparecer todo pretexto, si es que queda alguno, para afirmar que el espíritu se convence razonando sobre el principio de que casos de que no tenemos experiencia deben parecerse necesariamente a aquellos de que la tenemos; pues aquí hallamos que el entendimiento o imaginación puede hacer inferencias partiendo de la experiencia pasada sin reflexionar sobre ello, y mucho menos sin formarse un principio concerniente a ello o razonar sobre este principio.

En general podemos observar que en todos los enlaces más firmes y uniformes de causas y efectos, como lo son la gravedad, el choque, la solidez, etcétera, el espíritu jamás dirige su vista expresamente a la consideración de la experiencia pasada, aunque en otras asociaciones y objetos más raros e inhabituales puede ayudarse la costumbre y transición de ideas por esta reflexión. Es más; hallamos en algunos casos que la reflexión produce la creencia sin la costumbre, o, más propiamente hablando, que la reflexión produce la costumbre de una manera oblicua y artificial.

Me explicaré. Es cierto que no solamente en filosofía, sino aun en la vida corriente, podemos lograr el conocimiento de una causa particular por un experimento único con tal de que sea hecho con juicio y después de suprimir cuidadosamente todas las circunstancias extrañas y superfluas. Ahora bien; como después de un experimento de este género el espíritu, basándose en la apariencia de una causa o de un efecto, puede realizar una inferencia relativa a la existencia de su correlativo, y como un hábito jamás puede adquirirse por un único caso, podría pensarse que la creencia no puede estimarse en este caso efecto del hábito. Sin embargo, esta dificultad se desvanecerá si consideramos que, si bien aquí suponemos tener un único experimento de un efecto particular, poseemos, sin embargo, millones de ellos para convencernos del principio de que objetos iguales, colocados en iguales circunstancias, producirán siempre iguales efectos, y como este principio ha sido establecido por un hábito suficiente, concede evidencia y firmeza a toda opinión a que se aplique. La conexión de las ideas no es habitual después de un experimento único; pero esta conexión se comprende bajo otro principio que es habitual, lo que nos lleva de nuevo a nuestra hipótesis. En todos los casos transferimos nuestra experiencia a los casos de que no tenemos experiencia, ya sea expresa o tácitamente, o directa o indirectamente.

No debo concluir este asunto sin observar que es muy difícil hablar de las operaciones del espíritu con absoluta propiedad y exactitud, porque el lenguaje corriente ha hecho rara vez una distinción penetrante entre ellas, sino que ha designado generalmente con el mismo término todas las que se parecen mucho entre sí. Esto es una fuente de obscuridad y confusión casi inevitable en el autor, de tal modo que puede dar lugar frecuentemente a dudas y objeciones del lector, en las cuales, si fuese de otro modo, no habría ni pensado. Así, mi posición general de que una opinión o creencia no es más que una idea fuerte y vivaz, derivada de una impresión presente relacionada con ella, puede encontrar la siguiente objeción por razón de una pequeña ambigüedad en las palabras fuerte y vivaz. Puede decirse que no sólo una impresión puede dar lugar al razonamiento, sino que una idea puede también tener la misma influencia, dado mi principio de que todas nuestras ideas se derivan de las impresiones correspondientes; pues suponiendo que me forme una idea presente, de la que he olvidado la correspondiente impresión, soy capaz de concluir, partiendo de esta idea, que esta impresión ha existido una vez, y como esta conclusión va acompañada de la creencia, puede preguntarse de dónde vienen las cualidades de fuerza y vivacidad derivadas que constituyen esta creencia. A esto contesto rápidamente: de la idea presente, pues como la idea no se considera aquí como la representación de un objeto ausente, sino como una percepción real en el espíritu, de la que somos íntimamente conscientes, debe ser capaz de conceder a todo lo que está relacionado con ella la misma cualidad, llámese ésta firmeza, solidez, fuerza o vivacidad con que el espíritu reflexiona sobre ella y está asegurado de su existencia presente. La idea suple aquí a la impresión y es totalmente lo mismo en lo que respecta a nuestro propósito presente.

Basándonos en los mismos principios no tenemos por qué sorprendernos de oír hablar del recuerdo de una idea, esto es: de la idea de una idea y de su fuerza y vivacidad superior a las concepciones inconexas de la imaginación. Reflexionando sobre nuestros pensamientos pasados, no sólo bosquejamos los objetos en los que hemos pensado, sino que también concebimos la acción del espíritu en la meditación, este cierto no se qué del cual es imposible dar una definición o descripción, pero que cada uno entiende suficientemente. Cuando la memoria ofrece una idea de esto y se lo representa como pasado, es fácil concebir que la idea puede tener más vigor y firmeza que cuando pensamos en un pensamiento pasado del que no tenemos recuerdo.

Después de esto, todo el mundo entenderá cómo podemos formamos la idea de una impresión o de una idea y cómo podemos creer en la existencia de una impresión y de una idea.

Sección IX - De los efectos de otras relaciones y otros hábitos.

Tan convincentes como puedan parecer los precedentes argumentos, no debemos, sin embargo, contentarnos con ellos, sino que debemos considerar el asunto en todos sus aspectos para hallar algunos nuevos puntos de vista desde los cuales podamos ilustrar y confirmar principios tan fundamentales y extraordinarios. Una vacilación cuidadosa, antes de admitir una nueva hipótesis, es una disposición tan digna de alabanza en los filósofos y tan necesaria para el examen de la verdad, que merece se la tenga en cuenta y requiere que se presente todo argumento que pueda tender a su satisfacción y se refute toda objeción que pueda ser un obstáculo para su razonamiento.

He observado frecuentemente que, además de la causa y el efecto, las dos relaciones de semejanza y contigüidad deben ser consideradas como principios asociadores del pensamiento y como capaces de llevar la imaginación de una idea a otra. He hecho observar también que, cuando dos objetos están enlazados entre sí por alguna de estas relaciones, si uno de ellos se halla inmediatamente presente a la memoria o los sentidos, no solamente el espíritu es llevado a su correlativo por medio del principio de asociación, sino también que lo concibe con una fuerza y vigor adicional por la actuación de este principio y de la impresión presente. Todo esto lo he hecho observar para confirmar, por analogía, mi explicación de nuestros juicios referentes a la causa y el efecto. Sin embargo, este mismo argumento puede quizá volverse contra mí y, en lugar de ser una confirmación de mi hipótesis, convertirse en una objeción a ella; pues puede decirse que, si todas las partes de la hipótesis fueran ciertas, a saber: que estas tres especies de relación se derivasen del mismo principio; que sus efectos, consistentes en reforzar y vivificar nuestras ideas, fuesen los mismos, y que la creencia fuese más que una concepción intensa y vivida de una idea, se seguiría que la acción del espíritu no sólo puede derivarse de la relación de causa y efecto, sino también de la de contigüidad y semejanza. Pero como hallamos por experiencia que la creencia surge solamente de la causa y que no podemos hacer una inferencia de un objeto a otro, excepto cuando se hallan enlazados por esta relación, pode mos concluir que existe algún error en el razonamiento que nos lleva a tales dificultades.

Esta es la objeción; consideremos ahora su solución. Es evidente que todo lo que se halla presente a la memoria e impresiona el espíritu con una vivacidad que se asemeja a la de una impresión inmediata debe ser un factor considerable en todas las actividades del espíritu y debe distinguirse con facilidad de las meras ficciones de la imaginación. De estas impresiones o ideas de la memoria formamos una especie de sistema que comprende todo lo que recordamos haber estado presente, ya sea la percepción interna o a los sentidos, y cada término de este sistema unido a la impresión presente es lo que llamamos realidad. Sin embargo, el espíritu no se detiene aquí, pues hallando que, además de este sistema de percepciones, existe otro enlazado por el hábito, o, si se quiere, por la relación de causa y efecto, procede a la consideración de sus ideas, y como experimenta que en cierto modo es determinado a considerar estas ideas particulares y que la costumbre o relación por la cual está determinado no admite el cambio más mínimo, las construye en un nuevo sistema que igualmente designa con el título de realidad. El primero de estos sistemas es objeto de la memoria y los sentidos; el segundo, del juicio.

Es el último principio el que puebla el mundo y nos permite conocer existencias que por su distancia en tiempo y lugar se hallan más allá del alcance de los sentidos y la memoria. Mediante él finjo el universo en mi imaginación y fijo mi atención en la parte que me agrada. Me formo una idea de Roma, a la que jamás vi ni recuerdo, pero que se halla enlazada con impresiones que yo recuerdo haber recibido en la conversación y en los libros de los viajeros e historiadores. Esta idea de Roma la coloco en una cierta situación en la idea de un objeto que llamo la tierra. Uno a ella la concepción de un gobierno particular, religión y vida. Considero el tiempo pasado e imagino su fundación, sus varias revoluciones, triunfos y desgracias. Todo esto, y lo demás que yo creo, no son más que ideas, aunque por su fuerza y orden fijo que surge del hábito y la relación de causa y efecto se distinguen de las otras ideas que son tan sólo producto de la imaginación.

En cuanto a la influencia de la contigüidad y semejanza, podemos observar que, si el objeto contiguo o semejante es comprendido en este sistema de realidades, no hay duda alguna de que estas dos relaciones ayudarán a la de causa y efecto y fijarán la idea relacionada con más fuerza en la imaginación. Debo ampliar esto ahora.

Mientras tanto, llevo mi observación un poco más lejos y afirmo que, aun cuando el objeto relacionado no sea más que fingido, la relación servirá para vivificar la idea y aumentar su influencia. Sin duda alguna, un poeta será el más capaz de hacer la descripción más intensa de los Campos Elíseos al ser impulsada su imaginación por la vista de una bella pradera o jardín, del mismo modo que puede por su fantasía colocarse en medio de estas regiones fabulosas y, por la contigüidad fingida, vivificar su imaginación.

Sin embargo, aunque no puedo excluir totalmente las relaciones de semejanza y contigüidad de la actividad de la fantasía, se puede observar que cuando se presentan solas su influencia es muy débil o incierta. Del mismo modo que la relación de causa y efecto se requiere para persuadirnos de alguna existencia real, se requiere esta persuasión para dar fuerza a estas otras relaciones, pues cuando ante la apariencia de una impresión no sólo fingimos otro objeto, sino que igualmente, de un modo arbitrario y por nuestro mero capricho y placer, concedemos una relación particular a la impresión, puede esto tener tan sólo una pequeña influencia sobre el espíritu y no existe razón alguna para que al volver sobre la misma impresión nos hallemos determinados a colocar el mismo objeto en la misma relación con ella. No existe ninguna necesidad para que el espíritu finja algún objeto semejante y contiguo, y si lo finge, existe una necesidad muy pequeña para que se limite al mismo sin una diferencia o variación; y de hecho, una ficción tal se funda tan poco en la razón, que nada más que el puro capricho puede determinar el espíritu a formársela, y siendo este principio fluctuante e incierto, es imposible que pueda jamás actuar con un grado considerable de fuerza y constancia. El espíritu prevé y anticipa el cambio, y aun desde el primer momento experimenta lo inconexo de sus actividades y el débil dominio que tiene de sus objetos. Y como esta imperfección es muy sensible en cada caso particular, aumenta por la experiencia y la observación cuando comparamos los varios casos que recordamos y forma una regla general contraria a que repose alguna seguridad en estos momentáneos chispazos de luz que surgen en la imaginación partiendo de una fingida semejanza o contigüidad.

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