—Escucho, Len.
—Ya sé que descansas después de un día duro —dijo el presidente de la Northam Steel—, yo estoy también impresionado con lo de Roscoe. Pero, lo que debo decirte, no puede esperar.
Alex hizo una mueca.
—Adelante.
—Ha habido una asamblea de directores. Desde esta tarde nos han convocado a dos conferencias, con otras llamadas entretanto. Se ha decidido para mañana a mediodía una reunión total del consejo de Dirección del FMA.
—¿Y…?
—Primero, en la orden del día, está la aceptación de la renuncia de Jerome Patterton como presidente. Algunos la han solicitado. Jerome está de acuerdo. La verdad es que creo que se siente aliviado.
Sí, pensó Alex, Patterton iba a sentir alivio. Era evidente que no tenía estómago para la súbita avalancha de problemas, junto con las decisiones críticas que debían tomarse.
—Después de eso —dijo Kingswood con su acostumbrada manera brusca y directa— tú serás elegido presidente, Alex. Te harás cargo inmediatamente.
Mientras hablaba, Alex había sujetado el teléfono con la cabeza y el hombro, para encender su pipa. Aspiró mientras se concentraba.
—Al punto en que hemos llegado, Len, no estoy seguro de querer el cargo.
—Teníamos idea de que ibas a decir eso, y por eso me eligieron para que te llamara. Puedes decir que te estoy rogando, Alex; en mi nombre y en el de los demás de la Dirección. —Kingswood hizo una pausa y Alex sintió que lo estaba pasando mal. El suplicar no era fácil para un hombre del tamaño de Leonard L. Kingswood, pero se lanzó a ello de todos modos.
—Todos sabemos que tú nos previniste sobre la Supranational, y nosotros creímos saber más. Nos equivocamos. Ignoramos tu consejo y lo que previste ha pasado. Por eso te pedimos, Alex… un poco tarde, lo reconozco… que nos ayudes a salir del lío en que estamos. Debo decir que algunos de los directores están preocupados con su responsabilidad personal. Todos recordamos que también nos previniste sobre eso.
—Déjame pensar un momento, Len.
—Todo el tiempo que quieras.
Alex creyó que debía sentir alguna satisfacción personal, un sentimiento de superioridad, quizás, al ser vindicado, al poder decir
Ya os lo decía
; una sensación de poder al tener en la mano, como sabía que las tenía, las cartas del triunfo.
Pero no sintió nada de esas cosas. Sólo una gran tristeza por la futilidad y la adversidad, y comprendió que lo mejor que podía pasar, durante mucho tiempo, si tenía éxito, era que el banco recobrara el estado en que lo había dejado Ben Rosselli.
¿Valía la pena? ¿Qué significaba todo eso? ¿Acaso el extraordinario esfuerzo, el profundo sacrificio personal y el involucrarse en la cosa, la tensión y la presión se justificaban? ¿Y todo para qué? Para salvar un banco, una tienda de dinero, una máquina de dinero, del fracaso. ¿Acaso el trabajo de Margot entre los pobres y desheredados no era mucho más importante que el trabajo de él, no era una contribución mucho mayor a la época actual? Pero todo no era tan simple, porque los bancos eran necesarios, a su manera tan esenciales e inmediatos como la comida. La civilización se vendría abajo sin un sistema monetario. Los bancos, aunque fueran imperfectos, hacían trabajar el sistema monetario.
Pero éstas eran consideraciones abstractas; había una consideración práctica.
Aun en el caso de que Alex aceptara la dirección del First Mercantile American en este estado, no había seguridad del éxito. Era probable que presidiera, ignominiosamente, el cierre del FMA o el hecho de que fuera asimilado a otro banco. En tal caso sería recordado por eso, y su reputación como banquero también quedaría liquidada. Por otra parte, si alguien podía salvar el FMA, Alex sabía que
él
era esa persona. Al mismo tiempo que habilidad poseía el conocimiento interno que alguien venido de fuera hubiera necesitado tiempo para adquirir. Y algo más importante: pese a todos los problemas, aun ahora, creía poder hacerlo.
—Si acepto, Len —dijo— quiero tener mano libre para hacer cambios, incluidos en el consejo de Dirección.
—Tendrás mano libre —contestó Kingswood—. Te lo garantizo personalmente.
Alex aspiró la pipa, después la dejó.
—Déjame pensarlo. Te daré mi decisión mañana por la mañana.
Colgó la comunicación y volvió a coger el vaso que estaba en el bar. Margot ya había tomado el suyo.
Le miró curiosa.
—¿Por qué no has aceptado? Ambos sabemos que vas a hacerlo.
—¿Te has dado cuenta de qué se trataba?
—Naturalmente.
—¿Por qué estás tan segura de que voy a aceptar?
—Porque no eres capaz de rechazar la provocación. Porque toda tu vida consiste en ser banquero. Todo lo demás viene en segundo lugar.
—No estoy seguro —dijo él lentamente— de que desee que eso sea verdad… —y sin embargo
había
sido verdad, pensó, cuando él y Celia estaban juntos. ¿Todavía lo era? Probablemente la respuesta fuera afirmativa, como decía Margot. Probablemente, también, nadie puede cambiar nunca su naturaleza básica.
—Hay algo que tengo ganas de preguntarte —dijo Margot—. Y este me parece el mejor momento para hacerlo.
Él asintió.
—Adelante.
—Aquella tarde en Tylersville, el día de la «estampida» del banco, cuando la vieja pareja con los ahorros de toda su vida en la canasta te preguntó: ¿
Está nuestro dinero absolutamente seguro en su banco
?, tú dijiste que sí. ¿Estabas realmente seguro?
—Me lo he preguntado a mí mismo —dijo Alex—. Inmediatamente y después. Si soy sincero, supongo que no lo estaba.
—Pero salvabas el banco, ¿verdad? Eso era lo primero. Antes que esos viejos y que todos los otros; antes que la honradez, porque «los negocios, como siempre» eran lo más importante… —de pronto hubo emoción en la voz de Margot—. Y por eso seguirás procurando salvar el banco, Alex… antes que nada. Eso es lo que pasó contigo y con Celia. Y… —añadió lentamente— es lo que pasaría… si tuvieras que elegir, entre tú y yo.
Alex guardó silencio. ¿Qué puede uno decir, qué puede decir nadie, ante la verdad desnuda?
—Así que, en el fondo —dijo Margot— no eres tan distinto a Roscoe. O a Lewis —agarró con desagrado el «D'Orsey Newsletters»—. La estabilidad de los negocios, el dinero sólido, el oro, los altos precios de las acciones. Todo eso, primero. La gente… especialmente la gente pequeña, sin importancia… muy detrás. Es el gran abismo entre nosotros, Alex. Y siempre estará ahí…
Vio que ella lloraba.
Sonó un timbre en el pasadizo, más allá de la sala.
Alex exclamó:
—¡Malditas interrupciones!
Se dirigió a un teléfono interno que comunicaba con la portería.
—Sí, ¿qué pasa?
—Míster Vandervoort, aquí hay una señora que pregunta por usted, mistress Callaghan.
—No conozco a nadie… —se interrumpió—. ¿La secretaria de Heyward? Pregúntele si es del banco.
Una pausa.
—Sí, señor. Es del banco.
—Bien. Hágala subir.
Alex se lo dijo a Margot. Ambos esperaron curiosamente. Cuando oyó el ascensor en el rellano, se dirigió a la puerta del apartamento y la abrió.
—Pase, mistress Callaghan.
Dora Callaghan era una mujer atractiva, bien cuidada, cerca de la sesentena. Alex sabía que trabajaba en el FMA desde hacía muchos años, y que, por lo menos diez, los había pasado junto a Roscoe Heyward. Normalmente tenía dignidad y confianza en sí misma, pero esta noche parecía cansada y nerviosa.
Llevaba un abrigo de gamuza con adornos de piel y traía un portafolio de cuero. Alex lo reconoció como perteneciente al banco.
—Míster Vandervoort, perdone que le moleste…
—Estoy seguro de que tiene usted algún motivo importante para haber venido… —presentó a Margot. Después preguntó:
—¿Bebe algo?
—No me desagradaría.
Un Martini. Margot lo preparó. Alex le recogió el abrigo de gamuza. Todos se sentaron frente al fuego.
—Puede usted hablar libremente ante miss Bracken —dijo Alex.
—Gracias —Dora Callaghan tomó un trago del Martini, luego dejó el vaso—. Míster Vandervoort, esta tarde he examinado el escritorio de míster Heyward. Pensé que había que retirar algunas cosas, quizá papeles que debían enviarse a otra persona —su voz se puso espesa y se detuvo—. Perdón —murmuró.
Alex le dijo, con suavidad:
—No se preocupe. Hable lentamente.
A medida que recobraba la compostura, ella siguió:
—Había algunos cajones cerrados con llave. Las llaves las teníamos míster Heyward y yo, aunque yo no he usado las mías con frecuencia. Hoy lo he hecho.
Nuevamente un silencio mientras esperaban.
—En uno de los cajones… míster Vandervoort, me enteré que los investigadores van a venir mañana por la mañana… Pensé… que era mejor que usted viera lo que encontré, ya que usted sin duda sabe, mejor que yo, lo que conviene hacer.
Mistress Callaghan abrió el portafolio de cuero y sacó dos grandes sobres. Al tenderlos a Alex, él observó que los sobres habían sido abiertos previamente. Con curiosidad sacó el contenido.
El primer sobre contenía cuatro certificados de valores, de 500 acciones cada uno, de las Inversiones «Q», y estaban firmadas por G. G. Quartermain. Aunque eran certificados nominales, no cabía duda de que pertenecían a Heyward, pensó Alex. Recordó las afirmaciones del periodista del «Newsday» esa tarde. Esto era una confirmación. Se necesitarían mayores pruebas, lógicamente, si el asunto era llevado adelante, pero parecía evidente que Heyward, uno de los administradores, un funcionario de alto grado en el banco había aceptado un sórdido soborno. En caso de estar vivo, el descubrimiento hubiera implicado un juicio en lo criminal.
La primera depresión de Alex se agudizó. Nunca había simpatizado con Heyward. Eran enemigos, casi desde el momento en que Alex había ingresado en el FMA. Sin embargo nunca, en ningún instante, hasta hoy, había dudado de la integridad personal de Roscoe. Quedaba demostrado, pensó, que por más que uno crea conocer bien a un ser humano, realmente nunca es así.
Deseando que nada de esto hubiera sucedido, Alex sacó el contenido del otro sobre. Eran fotografías ampliadas de un grupo de gente junto a una piscina… cuatro mujeres y dos hombres desnudos, y Roscoe Heyward, vestido. En una adivinación instantánea Alex supo que las fotos eran un recuerdo del cacareado viaje de Heyward a las Bahamas, con George Quartermain. Alex contó doce fotografías al tenderlas sobre una mesita de café, mientras Margot y mistress Callaghan miraban. Vio, de reojo, la cara de Dora Callaghan. Tenía las mejillas rojas; estaba ruborizada. ¿
Ruborizada
? Él creía que ya nadie se ruborizaba.
Mientras examinaba las fotos tuvo tentaciones de reír. Todos los fotografiados parecían ridículos, no había otra palabra para expresarlo. Roscoe, en una de las instantáneas, miraba fascinado a las mujeres desnudas; en otra era besado por una de ellas, mientras sus dedos le acariciaban los pechos. Harold Austin mostraba un cuerpo blando, un pene caído y una sonrisa tonta. Otro hombre, dando el trasero a la cámara, enfrentaba a las mujeres. En cuanto a las mujeres… bueno, pensó Alex, algunos las deben considerar atractivas. Personalmente prefería a Margot, con la ropa puesta, todos los días.
Sin embargo no rió por deferencia hacia Dora Callaghan, que había terminado su Martini y se había puesto de pie.
—Míster Vandervoort, es mejor que me vaya.
—Ha hecho bien en traerme esto —le dijo él—. Se lo agradezco y me ocuparé de la cosa personalmente.
—Yo la acompañaré —dijo Margot. Ayudó a mistress Callaghan a ponerse el abrigo y la acompañó hasta el ascensor.
Alex estaba junto a una ventana, mirando las luces de la ciudad, cuando volvió Margot.
—Una mujer simpática —decidió ella— y leal.
—Sí —dijo él, y pensó: fueran cuales fueran los cambios que se hicieran mañana y los días siguientes, se iba a encargar de que mistress Callaghan fuera tratada con consideración. También había otra gente en quien debía pensar. Alex iba a promover inmediatamente a Tom Straughan al puesto previo del mismo Alex, como vicepresidente ejecutivo. Orville Young podía muy bien ponerse los zapatos de Heyward. Edwina D'Orsey pasaría al cargo de vicepresidente y estaría encargada del departamento de depósitos; era un cargo que Alex había pensado desde hacía tiempo para Edwina, y pronto esperaba hacerla ascender más. Entretanto debía ser nombrada, inmediatamente, miembro de la Dirección.
De pronto se dio cuenta: daba por sentado que iba a aceptar la presidencia del banco. Bueno, Margot se lo acababa de decir. Evidentemente ella tenía razón.
Se apartó de la ventana y de la oscuridad exterior. Margot estaba de pie junto a la mesita para el café, mirando las fotos. Bruscamente se rió, y entonces él hizo lo que tenía ganas de hacer y rió junto con ella.
—¡Por Dios! —dijo Margot—. ¡Es grotescamente triste!
Cuando dejaron de reír él se inclinó, recogió las fotos y las metió en el sobre. Tuvo tentación de tirar el sobre al fuego, pero comprendió que no debía hacerlo. Era destruir una prueba que podía ser necesaria. Pero iba a hacer todo lo posible para impedir que las fotos fueran vistas por otros ojos… en memoria de Roscoe.
—Grotescamente triste —repitió Margot—. ¿Es eso todo?
—Sí —asintió él y, en aquel momento, comprendió que la necesitaba, que siempre iba a necesitarla.
Le tomó las manos, recordando lo que habían estado hablando cuando llegó mistress Callaghan.
—No importan los abismos entre nosotros —dijo Alex, con premura—, también contamos con una buena cantidad de puentes. Tú y yo nos hacemos bien mutuamente. Vivamos juntos permanentemente, Bracken, a partir de ahora.
Ella objetó.
—Probablemente no dará resultado o no durará. Las posibilidades están en contra.
—Entonces procuraremos demostrar que se equivocan.
—Naturalmente hay
una
cosa a nuestro favor —los ojos de Margot chispearon con travesura—. La mayoría de las parejas que se comprometen «a amarse y respetarse hasta que la muerte los separe» terminan ante los tribunales de divorcio antes de un año. Tal vez si empezamos sin creer o esperar mucho, nos irá mejor que a los demás.
En el momento de estrecharla entre sus brazos, le dijo:
—A veces los banqueros y los abogados hablan de más.