Traficantes de dinero (66 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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La supervisora estaba ya poniendo en marcha la instrucción 17 que le informaba que N. Wainwright, vicepresidente de Seguridad, debía ser avisado inmediatamente por teléfono de que la tarjeta especial a nombre de H. E. LYNCOLP había sido presentada y dónde. Apretando llaves en su tablero la supervisora logró de la computadora la información adicional:

PETE'S ARTÍCULOS DEPORTIVOS

Y una dirección. Mientras tanto, ella había marcado el número de la oficina de Wainwright, que contestó personalmente. Su interés fue inmediato. Respondió crispadamente a la información de la supervisora, y ella percibió su nerviosismo mientras él anotaba los detalles.

Unos segundos después, para la supervisora de las tarjetas, la operadora y la computadora, la breve emergencia había pasado.

Pero no para Nolan Wainwright.

Tras el explosivo encuentro de hacía hora y media con Alex Vandervoort, cuando se enteró de la desaparición de Juanita Núñez y de su hijita, Wainwright se había mantenido tensa y constantemente ante el teléfono, a veces en dos teléfonos a la vez. Había intentado cuatro veces comunicarse con Miles Eastin en el club
Double Seven
, para avisarle que estaba en peligro. Había consultado con el FBI y el Servicio Secreto. Como resultado el FBI investigaba ahora activamente el aparente secuestro de Juanita Núñez, y había alertado a la policía estatal y de la ciudad con descripciones de las dos personas desaparecidas. Se había acordado que una supervisora del FBI vigilaría las idas y venidas en el
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en cuanto pudiera disponerse de hombres, probablemente aquella tarde.

Eso era todo lo que iba a hacerse respecto al
Double Seven
por el momento. Como expresó el agente especial del FBI, Innes: «Si vamos allí con preguntas, demostraremos que conocemos la vinculación y, para investigar, no tenemos motivos para solicitar una orden de registro. Además, según nuestro hombre, Eastin, en general es un lugar de reunión donde no pasa nada ilegal… como no sea un poco de juego…»

Innes estuvo de acuerdo con Wainwright en que no habían llevado al
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a Juanita Núñez y a su hija.

El Servicio Secreto, con menos facilidades que el FBI, actuaba por lo bajo, poniéndose en contacto con espías, averiguando cualquier detalle minúsculo y cualquier rumor que pudiera servir para ser usado por las agencias combinadas de la ley. Por el momento, desusadamente, la rivalidad entre ambas fuerzas y las envidias habían sido dejadas de lado.

Cuando Wainwright recibió la tarjeta de H. E. Lyncolp, telefoneó inmediatamente al FBI. Los agentes especiales Innes y Dalrymple habían salido, le dijeron, pero podían ser localizados por radio. Wainwright dictó un mensaje urgente y esperó. La respuesta llegó: los agentes estaban en las afueras, no lejos de la dirección dada, y se dirigían hacia allá. ¿Quería Wainwright acompañarles?

Actuar fue un alivio. Salió a toda prisa y atravesó el edificio en dirección a su coche.

Frente a la tienda Pete's Artículos Deportivos, Innes interrogaba a los paseantes cuando llegó Wainwright. Dalrymple estaba todavía dentro, completando una declaración del empleado. Innes se apartó y se unió al jefe de Seguridad del banco.

—Un punto muerto —dijo sombrío—, todo había terminado cuando llegamos —y relató lo poco que había podido averiguar.

Wainwright preguntó:

—¿Alguna descripción?

El hombre del FBI movió la cabeza.

—El empleado de la tienda que atendió a Eastin estaba tan asustado que no sabe si entraron tres o cuatro hombres. Dice que todo pasó tan rápido que no puede describir o identificar a nadie. Y nadie, ni dentro ni fuera de la tienda, recuerda haber visto un auto.

La cara de Wainwright estaba tensa, la angustia y el problema de conciencia eran claros.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Usted ha sido policía —dijo Innes—. Ya sabe cómo son las cosas en la vida real. Esperaremos, deseando que suceda algo.

Capítulo
22

Oyó ruido de lucha y voces. Y supo que traían a Miles.

Para Juanita el reloj había corrido. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que, sin aliento, había dicho el nombre de Miles Eastin, traicionándole, para terminar con el horror de la tortura de Estela. Poco después habían vuelto a amordazarla y las sogas que le sujetaban a la silla fueron ajustadas y comprobadas. Los hombres se fueron.

Por un rato comprendió que se había adormilado —o, más precisamente, su cuerpo le había librado de estar consciente, ya que cualquier descanso real era imposible, atada como estaba. Alertada por el nuevo ruido, sus miembros contraídos protestaron en agonía, y tuvo ganas de gritar, aunque la mordaza se lo impedía. Juanita se forzó para no sentir pánico, ni luchar contra las ligaduras, sabiendo que era inútil y que sólo serviría para empeorar su situación.

Todavía podía ver a Estela. Las sillas habían quedado frente a frente. Los ojos de la niña estaban cerrados por el sueño, y su cabecita había caído; los ruidos que habían despertado a Juanita no la turbaban. Estela también estaba amordazada. Juanita esperaba que el puro agotamiento librara a su hijita de la realidad el mayor tiempo posible.

La mano derecha de Estela mostraba la fea quemadura roja del cigarro. Poco después de irse los hombres, uno de ellos —Juanita oyó que le llamaban Lou— había venido un momento. Traía un tubo con algún ungüento. Apretando el tubo cubrió la quemadura de Estela, y lanzó una rápida mirada a Juanita como para decirle que era todo lo que podía hacer. Después se fue.

Estela había saltado cuando le aplicaron el remedio, y gimió un poco por debajo de la mordaza; poco después, misericordiosamente, había llegado el sueño.

Los ruidos que Juanita había oído provenían de atrás. Probablemente de un cuarto contiguo, y adivinó que había una puerta abierta. Brevemente oyó la voz de Miles protestando, después un golpe apagado, un gruñido, silencio.

Pasó tal vez un minuto. La voz de Miles de nuevo, esta vez más nítida.

—No… oh, Dios, no… por favor… yo… —oyó un ruido como de golpes de martillo, metal sobre metal. Las palabras de Miles cesaron, se convirtieron en un aullido agudo, penetrante, enloquecido. El aullido, peor que lo que nunca había oído en su vida, se prolongó.

Si Miles hubiera podido matarse en el auto lo habría hecho de buena gana. Había sabido desde el comienzo de su acuerdo con Wainwright —y eso constituía la raíz de sus temores desde entonces— que la muerte rápida sería fácil comparada con lo que le espera a un espía descubierto. De todos modos, lo que había temido no era nada al lado del castigo increíblemente atroz, desgarrador, que enfrentaba ahora.

Le ataron apretadamente las piernas y los muslos a una silla, cruelmente juntos. Sus brazos habían sido tendidos sobre una tosca mesa de madera.
Sus manos y sus muñecas eran clavadas en la mesa, clavadas con clavos de carpintero… golpeaban fuerte… ya tenía un clavo en la muñeca izquierda, dos más en la parte ancha de la mano, entre la muñeca y los dedos, y penetraban hacia abajo… los últimos golpes del martillo habían deshecho huesos… Tenía un clavo en la mano derecha, otro colocado para desgarrar, para penetrar entre la carne y los músculos… ningún dolor había sido, podría ser nunca… Oh, Señor, ayúdame… por favor…
Miles se retorció, chilló, suplicó, chilló de nuevo. Pero las manos que le sujetaban el cuerpo se apretaron. Los golpes de martillo, interrumpidos por un momento, continuaron.

—Todavía no grita bastante —dijo Marino a Angelo, que sostenía el martillo—. Cuando terminen con eso, procuren clavarle los dedos a este hijo de puta.

Tony el «Oso», que aspiraba un cigarro, mientras observaba y escuchaba, no se había preocupado esta vez de ocultarse. No había posibilidad de que Eastin pudiera identificarlo, porque Eastin pronto iba a estar muerto. Pero, primero, había que recordarle —y recordar a otros a quienes pudieran llegar las noticias de lo ocurrido— que para un espía la muerte nunca era fácil.

—Eso está mejor —admitió Tony el «Oso». Los gritos de agonía de Miles crecían en volumen, mientras un nuevo clavo penetraba en el dedo del medio de la mano izquierda, entre los nudillos, y lo martilleaban para que penetrara. Pudo oír cómo se quebraba el hueso del dedo. Cuando Angelo iba a repetir el proceso con el dedo del medio de la mano derecha, Tony el «Oso» ordenó:

—Un momento.

Y ordenó a Eastin:

—¡Basta de gritos! ¡Empieza a cantar!

Los gritos de Miles se convirtieron en desgarradores sollozos, su cuerpo se contrajo. Las manos que lo sujetaban se habían apartado. Ya no eran necesarias.

—Bueno —dijo Tony el «Oso» a Angelo— no ha hecho caso, sigue.

—¡No, no! Hablaré, hablaré… —de alguna manera Miles tragó sus sollozos. El ruido más fuerte era ahora el de su pesada y desgarrada respiración.

Tony el «Oso» hizo una seña a Angelo. Los otros se agruparon alrededor de la mesa. Eran Lou, Punch Clancy, el guardaespaldas extra que había sido uno de los cuatro en penetrar en la tienda deportiva una hora antes; La Rocca, ceñudo, preocupado por la culpa que podía caberle por haber protegido a Miles; y el viejo falsificador, Danny Kerrigan, inquieto y nervioso. Aunque aquel lugar era el dominio de Danny —estaban en el principal reducto de impresión y grabado— él prefería estar lejos en momentos como este, pero Tony el «Oso» le había hecho llamar.

Tony dijo a Eastin con una mueca:

—¿Así que durante todo el tiempo has estado espiando por cuenta de un banco de mierda?

Miles dijo sin aliento:

—Sí.

—¿El First Mercantile?

—Sí.

—¿A quién informabas?

—Wainwright.

—¿Qué has descubierto? ¿Qué les has dicho?

—He hablado… del club… los juegos… las personas que iban.

—¿Incluido yo?

—Sí.

—¡Hijo de puta! —Tony el «Oso» se adelantó y dio un puñetazo en la cara de Miles.

El cuerpo de Miles se contrajo con la fuerza del golpe, pero, al hacerlo, se le desgarraron las manos y luchó desesperado para volver a la dolorosa posición inclinada en que estaba antes. Siguió un silencio interrumpido por penosos sollozos y gemidos. Tony el «Oso» aspiró varias veces el cigarro, luego siguió preguntando:

—¿Qué otra cosa descubriste, mierda asquerosa?

—Nada… nada —todo el cuerpo de Miles temblaba, incontrolado.

—Mientes —Tony el «Oso» se volvió hacia Danny Kerrigan—. Trae ese jugo que usas para los grabados.

Durante el interrogatorio, hasta aquel momento, el viejo falsificador había mirado a Miles con odio. Ahora asintió.

—Muy bien, míster Marino.

Danny se acercó a un estante y sacó un frasco con tapa de plástico. El frasco tenía una etiqueta: ÁCIDO NÍTRICO. SÓLO PARA GRABAR. Retirando la tapa, Danny vertió el contenido del frasco en una jarra de cerveza. Con cuidado de no derramar, lo llevó a la mesa donde Tony el «Oso» tenía a Miles. Lo dejó allí, y puso al lado un pincel de grabador.

Tony el «Oso» agarró el pincel y lo empapó en ácido nítrico. Como al descuido se inclinó y pasó el pincel por la mejilla de Eastin. Por un segundo o dos, mientras el ácido penetraba bajo la piel, no hubo reacción. Después Miles gritó y una nueva y diferente agonía se apoderó de él, cuando la quemadura se extendía y se profundizaba.

Los otros miraban, fascinados, y la carne bajo el ácido se ablandó y pasó del rojo al verde.

Tony el «Oso» volvió a mojar el pincel.

—Te pregunto una vez más, culo sucio. Si no me contestas, esto va para la otra mejilla. ¿Qué otra cosa descubriste y dijiste?

Los ojos de Miles estaban enloquecidos, como los de un animal acorralado. Tartamudeó:

—El dinero… falsificado.

—¿Qué sabes de eso?

—Compré algún dinero… lo mandé al banco… después conduje el coche… llevé más dinero a Louisville.

—¿Y?

—Tarjetas de crédito… permisos de conducir…

—¿Estás al corriente de quién los hizo? ¿Quién imprimió el dinero falso?

Miles movió la cabeza lo mejor que pudo.

—Danny.

—¿Quién te lo dijo?

—Él… me lo dijo.

—¿Y se lo soplaste todo al policía del banco? ¿Está enterado de todo?

—Sí.

Tony el «Oso» se volvió enfurecido hacia Kerrigan.

—¡Borracho estúpido! ¡No vales más que él!

El viejo empezó a mascullar:

—Míster Marino, yo no estaba borracho. Pensé que él…

—¡Silencio! —Pareció que Tony el «Oso» iba a pegar al viejo, después cambió de idea. Volvió a Miles:

—¿Qué más sabes?

—Nada más.

—¿Saben dónde se imprimen las cosas? ¿Dónde está este lugar?

—No.

Tony el «Oso» volvió a acercar el pincel al ácido. Miles seguía todos los movimientos. La gran experiencia le dijo cuál era la respuesta esperada:

—¡Sí, sí… saben!

—¿Y se lo dijiste al tipo de Seguridad del banco?

Desesperado, Miles mintió:

—Sí, sí…

—¿Cómo lo descubriste? —el pincel estaba pendiente sobre el ácido.

Miles supo que debía encontrar una respuesta.
Cualquier
respuesta que satisficiera.

Volvió la cabeza a Danny:

—Él
me lo dijo.

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso de mierda!

La cara del viejo se movía, tenía la boca abierta, la cerraba de pronto y el mentón le temblaba por la emoción. Apeló a Tony el «Oso».

—¡Está mintiendo, míster Marino! ¡Juro que miente! ¡No es verdad! —Pero lo que veía en los ojos de Marino aumentó su desesperación. Danny se precipitó sobre Miles—. ¡Di la verdad, hijo de puta! ¡Dila! —Enloquecido, sabiendo el castigo que le esperaba, el viejo miró alrededor en busca de un arma. Vio la jarra con ácido nítrico. La agarró y volcó el contenido en la cara de Miles.

Empezó un nuevo aullido, que se detuvo de golpe. Mientras el olor al ácido y el asqueante hedor de la carne quemada se expandían… Miles cayó hacia adelante, inconsciente, sobre la mesa donde seguían clavadas sus manos, mutiladas y sangrientas.

Aunque no entendía del todo lo que le estaba pasando a Miles, Juanita sufría por sus gritos y súplicas y finalmente por la extinción de su voz. Se preguntó, de manera desapasionada, porque sus sentimientos estaban ahora adormecidos al punto que ninguna emoción podía afectarla, si habría muerto. Se preguntó también cuánto tiempo pasaría antes que ella y Estela compartieran el destino de Miles. Ahora parecía inevitable que las dos iban a morir.

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