Tormenta (42 page)

Read Tormenta Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Tormenta
7.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, me refería al proyecto, a Deep Storm.

—Ya no hay proyecto, doctor Crane. Deep Storm ya no existe.

McPherson se quito las gafas, se frotó los ojos y corto la llamada.

Crane salió de la biblioteca y camino por un triste pasillo de metal; pasó al lado de un despacho donde algunas personas hablaban en voz baja. También vio a una mujer sentada a la mesa de otro despacho, con las manos juntas y la cabeza inclinada, como si meditara o rezara. Reinaba un estado general de choque. Se cruzó con un técnico que iba despacio, como si no tuviera adonde ir.

Abrió la escotilla del final del pasillo. Al otro lado, más allá de la baranda metálica de la pasarela, un océano de un azul casi negro se perdía en el infinito. Respirando el aire del mar, subió por varias escaleras hasta llegar al último nivel de la superestructura. Al lado del helipuerto se agrupaban cerca de una docena de supervivientes de Deep Storm, esperando que llegase de Islandia el helicóptero de AmShale. A cierta distancia del grupo había un hombre con las manos y los pies esposados, encadenado a un montante. Lo rodeaban dos marines armados.

Al borde de la plataforma había una figura solitaria, la de Hui Ping, con la mirada perdida en la distancia, viendo como se hundía el sol entre las olas crespas. Crane se acercó. Tardaron un poco en hablar. Abajo, muy abajo, entre el brillo de petróleo que lamia los pilares de la plataforma, dos botes de la marina circulaban por una mancha de escombros cada vez más grande, parándose de vez en cuando a pescar algún objeto.

—¿Ya esta? —acabo diciendo Hui.

—De momento si.

—¿Y ahora?

—El gobierno nos alojara durante un par de días, y luego supongo que nos iremos a casa. A intentar seguir como antes.

Hui se puso un mechón de pelo en su sitio, detrás de la oreja.

—Lo he estado analizando y creo que entiendo la razón de que la doctora Bishopp matara a Asher. Cuando se entero de que el y Marris estaban buscando los canales de comunicación del saboteador, debió de parecerle que no tenia alternativa. No podía dejar que la parasen antes de tiempo.

—Si, yo lo veo igual. Asher me conto que había puesto sobre aviso a todos los jefes de departamento, incluida ella. Firmo su propia sentencia de muerte.

—Sin embargo, hay algo que no entiendo: por que aun estamos todos aquí.

Crane se volvió hacia ella.

—¿Que quieres decir?

—El Complejo fue destruido por una gran explosión, señal de que Korolis debió de llegar hasta la anomalía. ¿Si teníamos razón sobre lo de debajo, por que aun tenemos un planeta donde apoyarnos? —Hui señaló el cielo—. Por que aun veo Venus sobre el horizonte?

—Yo también lo he estado pensando, y la única explicación que se me ocurre esta relacionada con las medidas de seguridad activas de las que hablamos tú y yo.

—Es decir, que la explosión que destruyo el Complejo era una especie de mecanismo protector.

Crane asintió.

—Exacto, para impedir que se llegara al almacén; una explosión descomunal, no se puede negar, pero insignificante en comparación con lo que habría pasado sin esa medida.

Guardaron silencio. Hui seguía contemplando el horizonte.

—Es bonita esta puesta de sol —dijo al fin—. Sabes que abajo hubo un momento en que pensé que ya no vería ninguna más? De todos modos…

Suspiró y sacudió la cabeza.

—¿Que?

—No puedo remediarlo. Estoy un poco decepcionada. De que ya no volvamos a ver esa tecnología, digo. Lo poco que conocimos era… maravilloso.

Crane no contestó enseguida. Se situó de cara a la baranda y metió la mano en el bolsillo.

—Bueno, yo no estaría tan seguro…

Esta vez fue Hui quien lo miró.

—¿Por que?

Crane saco lentamente la mano. Tenía en la palma una probeta de plástico con un tapón rojo de goma, que parpadeaba en la luz naranja del crepúsculo. Lo que flotaba perezosamente en su interior resplandecía de extrañas y mágicas promesas.

Epílogo

Crane limpio la maquinilla de afeitar debajo del chorro de agua caliente, se echó un vistazo a la cara en el espejo del lavabo, lo guardo todo en el neceser y volvió al dormitorio. Rápidamente se puso una camisa blanca, una corbata marrón y unos chinos de color tabaco; ropa de civil, o lo más parecido a eso que tenia la marina. Después recogió de la cómoda su identificación, una placa mayor de lo normal, y se sujeto el clip en el bolsillo de la camisa. Tras una última mirada a la habitación, metió el neceser en la maleta y la cogió de encima de la cama. Se la había dado un intendente de marina, como todo lo demás, y prácticamente no pesaba nada. ≪No me sorprende≫, pensó, por que prácticamente no había nada dentro. Lo único que había querido llevarse de Deep Storm era el centinela, aunque después de pensárselo acabo dándoselo a McPherson.

McPherson… Lo había llamado hacia unos minutos para pedirle que pasara por su despacho antes de ir a Administración.

Después de otro momento de vacilación, y de una mirada final a su alrededor, salió al pasillo, y de este al sol de julio.

Solo llevaba tres días en la base naval George Stafford, treinta kilómetros al sur de Washington, pero ya tenia la impresión de conocer a fondo la distribución del complejo, pequeño y de alta seguridad. Cerrando un poco los ojos por la fuerza del sol, pasó al lado del garaje y del taller y llego a una construcción gris con aspecto de hangar que recibía el simple nombre de Edificio 17. Enseno la identificación al marine armado que vigilaba la entrada, aunque en el fondo era una formalidad, por que durante los últimos días había entrado y salido tantas veces que todo el mundo lo conocía de vista.

Por dentro, el Edificio 17 estaba muy iluminado. Como no había ningún tabique, los sonidos reverberaban como en un pabellón de baloncesto. En el centro, dentro de una zona acordonada con más marines, había un amasijo de metales retorcidos: los restos de Deep Storm, al menos las partes que se habían podido recuperar sin peligro. (La mayoría seguían en el fondo del mar, demasiado radiactivas para acercarse a ellas.) Era como el rompecabezas de un gigante de pesadilla.

Al principio, cuando no había tenido más remedio que colaborar en la clasificación e identificación, Crane se había sentido superado por el horror, pero ahora lo único que le provocaba aquella visión era tristeza.

Al fondo del Edificio 17 había una serie de cubículos que se veían minúsculos en un espacio tan enorme. Cruzó el suelo de cemento hacia el que tenía más cerca, y aunque no había puerta guardo las formas llamando a la pared.

—Adelante —dijo una voz conocida.

Entro.

El mobiliario consistía en un escritorio, una mesa de reuniones y varias sillas. Vio que Hui Ping ya estaba sentada. Le sonrió. Ella también, con una sonrisa que a Crane le pareció un poco tímida. Se empezó a sentir mejor enseguida.

Desde que estaban en Stafford pasaban casi todas las horas del día juntos, contestando a infinidad de preguntas, reconstruyendo los hechos y explicando lo ocurrido (y su por que) a un sinfín de científicos del gobierno, de oficiales del ejercito y de hombres misteriosos con traje negro; si de algo había servido aquel periodo era para reforzar un vinculo que, visto en retrospectiva, ya había empezado a formarse en el Complejo. Crane no sabia que le deparaba el futuro (probablemente un puesto de investigador), pero confiaba en que hubiera sitio para Hui Ping.

Detrás del escritorio estaba McPherson, atento a la pantalla del ordenador. En una punta de la mesa había una montana de documentos clasificados, y en la otra gráficos y listados amontonados. El centro lo ocupaba un cubo hueco de plexiglás, dentro del cual flotaba el centinela de Crane.

Crane suponía que McPherson tenía un nombre de pila, y una casa en alguna urbanización; incluso era posible que tuviese familia, pero en todo caso su hipotética vida al margen de la base naval parecía aparcada permanentemente. Crane nunca había entrado en el Edificio 17 sin que también estuviera McPherson, reunido, escribiendo un informe o consultando algo en voz baja a los científicos navales. De por si ya era un hombre reservado y formal, pero día a día se había vuelto más distante. Últimamente tenia la manía de ver mil veces el video de la última inmersión de la Canica, como cuando la gente se pasa la lengua sin cesar por una muela que le duele. Al ver que era lo que había en la pantalla, Crane se preguntó si el Complejo había sido responsabilidad de McPherson, es decir, si en última instancia se le podía pedir cuentas de la tragedia.

—¿Le importa que me siente? —preguntó.

McPherson tardó un minuto en despegar la mirada de la grabación, que era de poca calidad. Se irguió en la silla.

—No, al contrario. —Miró a Crane en silencio. Después miró a Ping y nuevamente a Crane—. Ya tienen hecho el equipaje?

Hui asintió.

—No he tardado mucho.

—Cuando hayan pasado los trámites de Administración, y les hayan hecho las entrevistas de salida, les llevara un coche al aeropuerto.

McPherson metió la mano en un cajón del escritorio. Crane supuso que sacaría más formularios para que los firmasen, pero lo que apareció fueron dos maletines de cuero negro, que McPherson les entrego con gran formalidad.

—Solo queda una cosa.

Crane vio que Hui miraba en el interior del suyo, y que abría mucho los ojos, aguantando la respiración.

El también lo abrió. Dentro había una distinción oficial con las firmas de media docena de los almirantes de mayor rango de la Marina, y no solo eso, sino del propio presidente.

—No se si lo entiendo —dijo.

—¿Que hay que entender, doctor Crane? Usted y la doctora Ping averiguaron la verdad sobre la anomalía, y ayudaron a salvar la vida de al menos ciento doce personas. El gobierno siempre estará en deuda con ambos.

Crane cerro la tapa.

—Es para eso para lo que quería vernos?

McPherson asintió.

—Si, y para despedirme. —Se levantó y les dio la mano—. Les están esperando en Administración.

Se sentó y siguió mirando el monitor.

Hui se levantó, pero antes de llegar a la salida del cubículo se volvió a esperar a Crane. El se levantó despacio, mirando a McPherson y la pantalla. Reconocía la imagen de Korolis inclinado hacia el visor de la Canica, y la de Flyte manipulando el brazo robot. McPherson tenia el volumen bajo. Aun así, Crane reconoció la vocecita de pájaro de Flyte: ≪Es un vertedero de armas, producto de alguna carrera armamentística intergaláctica…≫.

—No le de más vueltas —dijo en voz baja.

McPherson dio un respingo y lo miró.

—¿Como?

—Digo que no le de más vueltas. Ya es agua pasada.

McPherson volvió a mirar la pantalla. No había contestado.

—Fue una tragedia, pero ya ha pasado. No hace falta preocuparse de que otros accedan al yacimiento. Ningún gobierno extranjero podría acercarse al nivel excavado. Es demasiado radiactivo.

McPherson seguía sin contestar. Parecía debatirse interiormente.

—Ya me imagino que le corroe —dijo suavemente Crane—: la idea de que haya un vertedero de armamento de esta magnitud y este poder de destrucción enterrado en nuestro propio planeta. A mi también me preocupa, pero siempre me digo que los que sepultaron todos esos aparatos también tienen poder para protegerlos y garantizar que no los toque nadie. Korolis lo averiguo de la peor manera. Lo demuestra el video que esta mirando.

McPherson dio otro respingo y volvió a mirar a Crane como si en su fuero interno hubiera tomado alguna decisión.

—No es lo que me preocupa.

—¿Entonces?

Señaló la pantalla.

—Ya ha oído a Flyte. Dijo que era un vertedero de armas, un cementerio lejos de todo, destinado al mayor de los olvidos.

—Sí.

McPherson puso los dedos en el teclado e introdujo una orden. La grabación empezó a reproducirse a la inversa, con los personajes moviéndose al revés por la pantalla, aceleradamente. Después volvió a la reproducción normal. Crane escucho la conversación grabada: ≪…Dos agujeros negros orbitando muy cerca el uno del otro … a una velocidad vertiginosa … uno de materia y el otro de antimateria … si se eliminara la fuerza que los mantiene en orbita… la explosión destruiría el sistema solar…≫.

McPherson detuvo la reproducción y cogió un pañuelo de papel de la caja que tenia sobre la mesa para secarse los ojos.

—Nosotros también tenemos vertederos para nuestras armas nucleares obsoletas —dijo en voz baja.

—Como Ocotillo Mountain. Asher lo estaba investigando. Por eso pudimos…

—Vera, doctor Crane —le interrumpió McPherson—, lo que me hace pasar las noches en vela es lo siguiente: nosotros antes de enterrar las armas viejas las desactivamos.

Crane lo miró sin decir nada, procesando lo que acababa de decir.

—No estará pensando que… —empezó a decir Hui, pero no termino la frase.

—¿Lo que esta enterrado debajo del Moho? —preguntó McPherson—. Pues si. Miles de aparatos. De aparatos activos. Armas inimaginables, agujeros negros trabados en orbitas muy rápidas… Para desactivar el arma solo hay que desacoplar cada pareja para que nunca se toquen, ¿verdad? —Se inclino hacia la mesa—. Pues por que no lo han hecho, si solo es un vertedero?

—Por que… —Crane noto que se le había secado la boca de golpe—. Por que no las han puesto fuera de servicio.

McPherson asintió muy despacio.

—Puede que me equivoque, pero no creo que sea un vertedero.

—Cree que es un almacén en activo —dijo lentamente Crane.

—Escondido en un planeta inútil —respondió McPherson—, hasta que…

No acabo la frase. No hacia falta.

Crane y Ping cruzaron despacio el resonante hangar; pasaron al lado de los restos del Complejo hacia la salida de seguridad de la pared del fondo. Mientras caminaban, Crane no tuvo más remedio que pensar en el testimonio puesto por escrito seiscientos anos atrás por Jon Albarn, el pescador danes: ≪Apareció un agujero en el cielo, y por ese agujero se mostro un Ojo gigante envuelto en llamas blancas…≫.

Una vez cruzada la salida de seguridad, pisaron el asfalto bajo una luz inclemente. El sol era una bola de fuego en un campo cerúleo de principio a fin. Al levantar la vista al cielo, Crane se preguntó si seria capaz de volver a mirarlo como antes.

Agradecimientos

En Doubleday, deseo dar las gracias a mi editor, Jasón Kaufman, tanto por su amistad como por su incansable ayuda en infinidad de aspectos. Gracias, por no haber cejado en su entusiasmo desde el primer día, a Bill Thomas y Adrienne Sparks, y gracias a Jenny Choi y al resto del grupo por su entrega, capacidad de trabajo y respaldo. Eric Simonoff, de Janklow & Nesbit, y Mathew Snyder, de Creative Artists Agency, han sido tan indispensables e insustituibles como siempre.

Other books

The Notched Hairpin by H. F. Heard
Silhouette in Scarlet by Peters, Elizabeth
Out of the Black Land by Kerry Greenwood
The Truth About Comfort Cove by Tara Taylor Quinn
To Catch a Creeper by Ellie Campbell
Familiar Stranger by Sharon Sala
Clean Break by Val McDermid