Todos nacemos vascos (9 page)

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Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Diego San José,Kike Díaz de Rada

Tags: #Humor

BOOK: Todos nacemos vascos
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—¿Cómo quieres el bacalao, al pilpil o a la riojana?

—No, hoy hazme un bacalao a lo tonto, a lo tonto.

No nace cualquiera para ahorrarse palabras. Bastante tienen los andaluces con follar lo que follan como para que encima también disfruten de la economía de palabras de la que presume el vasco.

La escobilla del baño

De fama contrastada es la timidez del vasco, un encogimiento conocido por todos. Ahí está la diferencia entre el ciclista Perico Delgado, anunciando créditos hipotecarios, y Miguel Indurain, anunciando
sobaos
pasiegos. Y es que el vasco apuesta normalmente por la discreción y por no dejar rastro de su paso por los lugares (excepto si estos lugares se encuentran a más de ocho mil metros de altura). Sólo alguien así podría inventar un utensilio tan absurdo como la escobilla del baño.

Y decimos absurdo porque se trata de un invento tan vasco como incompleto. ¿Cuándo se limpia la escobilla del baño? Debe de ser lo único que tenemos en casa que limpiamos menos que los cabezales del DVD. Es más, la escobilla del baño no se limpia nunca, se cambia por otra. Nadie ha tenido aún las agallas suficientes para llevar la escobilla al fregadero y limpiarla. Porque tampoco sabríamos. ¿Se limpia con otro cepillo? ¿Con el estropajo? ¿Se deja secar? Ante esta incertidumbre, la escobilla del baño se cambia, sí, pero se cambia poco. Generalmente, es lo único que no metemos en el camión de la mudanza cuando nos cambiamos de casa. En el caso del vasco, cambiamos antes de pareja que de escobilla del baño.

No la limpiamos porque, en esa breve fracción de segundo que miramos la escobilla, siempre la vemos blanca, aunque sea de refilón (no ha nacido el vasco que mire fijamente una escobilla del baño). Pero esa blancura esconde algo turbio: a algún lugar han tenido que ir a parar esas décadas de coletillas que hemos retirado del baño con fruición.

Además de la tendencia del vasco a la discreción, para justificar la autoría
euskalduna
de la escobilla encontramos otro argumento de peso. Está claro que un invento así no puede venir de Taiwán. Vamos, que en un lugar donde los baños te aplican la higiene íntima mediante chorros automatizados de agua, para limpiar la taza habrían pensado en algo más sofisticado que esa especie de cepillo de dientes gigante.

Aun así, alguien puede llegar a este punto pensando que no ha quedado justificado que la escobilla del baño sea un invento vasco, que los mismos argumentos podrían usarse para atribuírselo a cualquier otra región. Pues bien, el pedazo tamaño que suelen tener, que siempre sepamos dónde la tenemos y el hecho de que aún nadie haya decidido cuándo se limpian son demasiados puntos en común con una boina como para pasarlos por alto.

Si la
txapela
es un complemento que caracteriza al vasco adulto frente a los demás, hay que revelar aquí que la escobilla del baño es posiblemente el utensilio doméstico que mejor nos conoce. El que más se ha preocupado por descubrir qué llevamos dentro. Sabe como nadie qué tal andamos de hierro, si nos han empachado las últimas comidas o si somos de comer maíces en el fútbol. ¿Quién dijo que el mejor amigo del hombre era el perro? Por favor, parece mentira que, pese al estrecho lazo que nos une a las escobillas de baño, las tratemos tan mal y nadie las limpie. Hay que acabar con esto.

Puede parecer una barbaridad, pero ¿por qué no le hablamos a la escobilla del baño? Si hay quienes aseguran que hablarles a las plantas es bueno, a ver quién viene ahora a negar que hablarle a la escobilla del baño no es tan bueno o mejor. «Las flores son seres vivos», dirán. Sí, claro. No veas cómo cantan y bailan las flores. Pues eso, hágale más caso a su escobilla del baño, recuerde que usted comparte raíces con ese cepillo gigante de origen vasco. Trate mejor a su escobilla y hable con ella.

El tinte para el pelo

Colocarse en la última fila de las gradas de un frontón y mirar hacia abajo es una experiencia inigualable. Cientos de personas que en esos momentos se están jugando un caserío siguen la trayectoria de la pelota purazo en ristre, con cara seria y luciendo una gama de colores en las cabelleras que van del ocre al caoba, pasando por el negro zaino. Canas ninguna, oiga. Y es que el vasco es tan enemigo del pelo blanco como del plato combinado. Por ello inventó el tinte para el cabello, «porque yo lo valgo».

Unos dicen que se debe a que el vasco se pasa toda la vida esperando una buena racha en el sexo y cuando a los cincuenta le sorprenden las canas, él aún sigue esperando que le llegue esa racha. Ya lo dice el refrán: «Nunca es tarde si la picha es buena». Pero es imposible, a alguien que se puede pasar toda la vida levantando más de cien kilos en dos alzadas a ver quién lo convence de que todos nos hacemos mayores y que eso de las canas es ley de vida.

Eso sí, el vasco nunca reconocerá fuera de casa que se aplica lociones colorantes, por más que haya sido toda su vida más moreno que Camarón y ahora parezca que lleva una sobrasada en la cabeza. Revolverá Roma con Santiago en la búsqueda de justificaciones descacharrantes, pero jamás de los jamases reconocerá que todas las noches, antes de acostarse, sufre en silencio el problema de las canas.

Un secreto íntimo difícil de guardar en una tierra donde se prodiga la lluvia, por cierto. Con la insistencia de la llovizna que tanto daño le hace a esos tintes de mercería surgen los conocidos chorretones negruzcos que bajan por la patilla a borbotones. Momento crítico en la amistad de un vasco es el instante de un día lluvioso en el que se da cuenta de que a su amigo le están cayendo lamparones de tinte por todo el cuello. ¿Cómo debe reaccionar? ¿Se calla y deja que su amigo llegue a casa como recién salido de la despensa del
Prestige
?, ¿se lo dice y acaba con su amistad? Veamos un ejemplo:

—Esto… Antxon, no sé si te has visto la riada de alquitrán que te está bajando por el cuello.

El afectado, como quien no quiere la cosa, se pasará un pañuelo de tela por la piel (pañuelo de tela que queda inutilizado para toda la vida), y buscará una excusa improvisada:

—¡Me cago en la lluvia radiactiva! Nos estamos cargando el medio ambiente, hay que hacer algo.

Y no es cosa exclusiva de los hombres, ahí están los anuncios de Milla Jovovich, Naomi Campbell o Claudia Schiffer, más vascas las tres que Mocedades. En la década de los sesenta, llevar el pelo morado fue un acto de rebeldía asociado al movimiento
punk
de Manchester. Ahora tu abuela de Markina te sale de la misa de doce con el pelo lila. Las abuelas vascas habrán sido rojas toda la vida, pero en cuestiones de tintados se tiran a los azules como campeonas.

Las bodas de oro

Puede parecerle difícil de creer al lector foráneo, pero los vascos celebran los cincuenta años de casados con una ceremonia que se llama
bodas de oro
. Llevar cincuenta años con la misma pareja, algo que en otro lugar sería algo digno de dar el pésame, aquí da para un festín de padre y muy señor mío. ¿Se imaginan a Joaquín Sabina o a Espartaco Santoni dando gracias a Dios por llevar cincuenta años con la misma mujer? Pues los vascos se reúnen con sus mejores galas para celebrarlo. ¿Y cómo lo hacen? De la única manera que saben celebrar algo: con una comida.

Las bodas de oro son un invento tan absurdo como la escobilla del baño. Es una celebración que no destaca por nada especial. En Navidad es típico el turrón. En la Primera Comunión, el chaval se viste de marinero. ¿Pero qué distíngale a las bodas de oro? Se han llegado a organizar concursos en Rusia para ver quién era capaz de diferenciar el banquete de un bautizo de la celebración de unas bodas de oro. Difícil, muy difícil.

Y puestos a relatar cosas increíbles, llega el momento de confesar que el vasco es capaz de celebrar que lleva cincuenta años sin cambiar de pareja haciendo regalos. Sí, han leído bien, haciendo regalos. Eso sí que es característico de las bodas de oro. Nunca fallan las toallas de baño con las iniciales de la pareja, la placa de oro con la inscripción grabada que acabará junto a la placa del «Torneo Rápido de Mus» o el bastón artesanal vasco con estuche. Exactamente igual en las bodas de plata, sí. Y es que para el vasco-la única diferencia entre las bodas de plata y las bodas de oro es que en las de plata mantiene pocas relaciones sexuales porque después de veinticinco años casado no tiene muchas ganas, y en las de oro tiene pocas relaciones sexuales porque después de cincuenta años casado no tiene mucho dinero.

Eso sí, ya se celebre en su lugar de origen, en el País Vasco, o incluso si se da la extraña circunstancia de que una pareja de fuera se aguante medio siglo, unas bodas de oro acaban igual en todas partes. Una fuerza superior al ser humano hace que algún invitado no pueda evitar gritar aquello de «¡Dentro de cincuenta años hacemos otra como ésta!».

Dentro de otros cincuenta años, sin exagerar. Porque a los vascos les ha pasado con la duración de los matrimonios lo mismo que a Raphael con la venta de discos. Que eso del disco de oro se le ha quedado corto y han tenido que inventar para él lo del disco de platino y el de diamante. Entre lo bien que se vive aquí y la monogamia vasca de fama internacional, desde el Gobierno se está pensando implantar las bodas de diamante en el País Vasco para los que cumplen cien años viviendo juntos. Y sólo suman un siglo si nos limitamos a contar el tiempo que llevan casados, porque si consideramos los años de noviazgo, disparamos esta cifra.

El noviazgo de diez años

Si los pueblos costeros de Levante son famosos porque los chavales tienen novia a los diez años, el País Vasco es famoso porque los chavales tienen la mismísima novia durante otros diez años.

Al vasco le dura una década llegar a reconocer que está saliendo con alguien. Con responder aquello de «Bueno, novia, novia…» a las preguntas impertinentes de amigos y familiares, se tira los cinco primeros años. Para el vasco es muy duro reconocer que tiene pareja, eso supondría admitir que es capaz de enamorarse, que tiene sentimientos, que es un blando. El vasco puede llegar a pensar que si sale en serio con una chica, sus amigos van a creer que se ha vuelto maricón. Siempre hay un cierto miedo al juicio que hagan los demás, a que no les guste esa pareja a la que se le da tanta importancia.

Después de tirarse los primeros cinco años escurriendo el momento de reconocer que tiene pareja, al vasco le cuesta otros cinco cerrar su noviazgo y dar el paso definitivo. Para ello, cómo no, el vasco se lleva a su pareja a un buen restaurante y, finalmente, se lanza a dar el salto:

—Oye, esto, Maite, te he traído hasta aquí porque tengo algo que decirte.

—¿Pasa algo, Antxon?

—No, Maite, a ver cómo te lo explico. Llevamos ya diez años saliendo. Nos conocemos de maravilla y hasta me he hecho muy amigo de tus padres.

—¿Y?

—¿No crees que va siendo hora de que me des tu teléfono?

La chica vasca se retira la servilleta violentamente y la lanza con agresividad sobre la mesa.

—¡Si es que todos sois iguales! ¡Siempre pensando en lo mismo!

El ciclismo

Entre los grandes descubrimientos vascos no podemos incluir la bicicleta, una pena, aunque se han hecho de siempre y muy buenas en Éibar. Andar en bici es una de las aficiones preferidas de los vascos, que en cuanto llega el buen tiempo se lanzan a la carretera a emular a los grandes escaladores del Tour. Da lo mismo la edad, la condición social, o que ese domingo tengan la Comunión de la sobrina. Un domingo sin una carrera ciclo-turista de ciento cincuenta kilómetros es menos vasco que una boda sin
dantzaris
.

La fiebre ciclista ataca a todos los vascos por igual. Se ha visto al mismísimo
lehendakari
sudar más el domingo subiendo una cuesta que el lunes defendiendo su Plan en el Parlamento vasco. A políticos como Joseba Egibar les cuesta menos subir al monte Jaizkibel en bici que entrar en el Euskadi Buru Batzar. Y podríamos seguir con los ejemplos de políticos que soñaron con ser ciclistas en su juventud y que han mantenido su vocación como
hobby
. En realidad la mayoría de los vascos sueñan con ser ciclistas, futbolistas o pelotaris. Pero el ciclismo se lleva la palma.

Jubilados, empresarios, obreros, parados de larga duración…, todos comparten el hambre de asfalto, esa necesidad de inhalar el tufo venenoso de los automóviles, esa sensación de peligro que la carretera ofrece al ciclo-turista. Durante una mañana se sienten componentes de un pelotón de lujo, y el alto de Orio se convierte por momentos en el Tourmalet, y la cuadrilla, en el US Postal de la crono por equipos.

Y no es sólo una cuestión imitativa, como pudiera esperarse, no, es un reclamo de la sangre, una llamada instintiva, una pulsión insoslayable, porque los vascos… inventaron el ciclismo.

Lo inventó una cuadrilla, una mañana que iban a Urkiola de romería a pedirle novia al santo, subiendo esa cuesta inclemente con la cesta para las setas y la bota de tintorro fresco. Justo detrás, apareció un ciclista pidiéndoles paso. Era el primero que la cuadrilla veía en su vida: venía sudando, la lengua fuera, las cámaras cruzadas en los hombros… Alguien dijo: «Una peseta a que echa el pie a tierra antes de aquella curva». Y el resto vio sufrir tanto al pobre ciclista, que no pudo entrar al juego. Ésta es la razón por la que el ciclismo es el único deporte rural vasco donde no se apuesta dinero. Sacaron de no se sabe dónde unas ikurriñas, un bote de pintura blanca para el suelo, y se pusieron a jalear al ciclista meneando las banderas a dos centímetros de su napia. Luego le regaron con el vino de la bota y corrieron a su vera repitiendo «¡Venga, chaval! ¡Venga, chaval!», hasta que el desdichado ciclista los superó y siguió su camino. Los romeros sacaron su merienda satisfechos: «Sería cojonudo que ahora viniese otro». Ahí está el nacimiento del ciclismo y el de la afición. Desde ese día, en memoria de estos pioneros, los Pirineos se llenan cada mes de julio de romeros vascos que quieren recordar la gesta de sus paisanos hace ya casi un siglo… y pico.

El «machacarse un poquito»

Como se verá más tarde, los vascos tenemos un sentido muy religioso de la existencia. Desde pequeños nos han enseñado que estos valles verdes que nos rodean son, en realidad, valles de lágrimas, que nos persigue la culpa por una manzana y que ganaremos el pan con el sudor de nuestra frente.

Desde luego, no es un bagaje muy adecuado para enfrentarse a la sociedad del ocio. Culpabilizados, los vascos no hemos hecho otra cosa que trabajar. Las vacaciones no existían, y las bicicletas eran para el cartero y el boticario.

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