Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
—¡A buen sitio me llevaste! —lamentóse—. Cuando quise apoderarme de otro cordero, los campesinos me atraparon y me pusieron como nuevo.
—¿Por qué has de ser tan glotón? —replicóle la zorra.
Al día siguiente volvieron a salir a la campiña, y el glotón del lobo repitió lo de la víspera:
—Pelirroja, tráeme algo de comer o te devoraré a ti.
Y respondió la zorra:
—Conozco una alquería, donde hoy la mujer fríe buñuelos; vamos a buscar unos cuantos.
Dirigiéronse a la alquería, y la zorra se deslizó por los alrededores espiando y olfateando hasta que, habiendo descubierto la fuente de los buñuelos, cogió media docena y se los llevó al lobo:
—Ahí tienes merienda —le dijo, y se marchó.
El lobo se zampó los buñuelos de un bocado y dijo:
—Saben a más.
Entró en la despensa y se lanzó sobre la fuente, con tan mala pata que ésta se cayó al suelo y se hizo añicos con gran estrépito.
Acudió la mujer y, al ver al lobo, llamó a la gente. Vinieron todos corriendo y zurraron al animal de tal modo que hubo de huir cojo de dos patas. En lamentable estado llegó a la madriguera de la zorra.
—¡Maldito lugar a que me llevaste! —gritóle—. Los hombres me pescaron y me molieron a palos.
Pero la zorra le respondió:
—¿Por qué has de ser tan glotón?
Al tercer día de salir juntos, el lobo que andaba con dificultad y cojeando, volvió a las andadas:
—Pelirroja, tráeme algo de comer o te devoraré a ti.
Dijo la zorra:
—Sé de un hombre que ha hecho la matanza y guarda la carne salada en un barril, en la bodega; vamos por ella.
—Pero te vendrás conmigo —dijo el lobo—, para ayudarme en el caso de que no pueda huir.
—Por mí, no hay inconveniente —contestó la zorra.
Y le enseñó los rodeos y caminos por donde, al fin, llegaron a la bodega.
Había en ella carne en abundancia, y el lobo se puso en seguida a la tarea. «¡Hay para rato, antes no termine!», pensó.
Tampoco la zorra se quedó corta, pero mientras comía miraba en todas direcciones, y con frecuencia corría al agujero por el que habían entrado para vigilar que su cuerpo no se hinchase demasiado y le impidiera salir.
Díjole el lobo:
—Amiga zorra, ¿a qué vienen estas constantes idas y venidas, y este saltar de fuera adentro y de dentro afuera?
—Vigilo que no venga alguien —respondióle la astuta—. ¡Tú no comas demasiado!
Pero el lobo replicó:
—¡Lo que es yo, no me marcho hasta dejar el barril vacío!
En éstas llegó el campesino a la bodega, pues había oído el ruido de los saltos de la zorra. Ésta, al verlo, de un brinco escapó por el agujero; el lobo quiso seguirla, pero a fuerza de comer se había llenado de tal modo que no pudo pasar por el agujero y se quedó en él aprisionado.
Armóse el dueño de un buen garrote, y mató al lobo a garrotazos mientras la zorra saltaba por el bosque, contenta de haberse librado del viejo glotón.
L
A loba dio a luz un lobezno e invitó al zorro a ser padrino.
—Es próximo pariente nuestro —dijo—, tiene buen entendimiento y habilidad, podrá enseñar muchas cosas a mi hijito y ayudarle a medrar en el mundo.
El zorro se estimó muy honrado y dijo a su vez:
—Mi respetable señora comadre, le doy las gracias por el honor que me hace. Procuraré corresponder de modo que esté siempre contenta de mí.
En la fiesta se dio un buen atracón, se puso alegre y, al terminar, habló de este modo:
—Estimada señora comadre: es deber nuestro cuidar del pequeño. Debe usted procurarse buena comida para que vaya adquiriendo muchas fuerzas. Sé de un corral de ovejas del que podríamos sacar un sabroso bocado.
Gustóle a la loba la canción y salió en compañía del zorro en dirección al cortijo.
Al llegar cerca, el zorro le enseñó la casa diciendo:
—Podrá entrar sin ser vista de nadie, mientras yo doy la vuelta por el otro lado; tal vez pueda hacerme con una gallinita.
Pero en lugar de ir a la granja, tumbóse en la entrada del bosque y, estirando las patas, se puso a dormir.
La loba entró en el corral con todo sigilo; pero en él había un perro que se puso a ladrar; acudieron los campesinos y, sorprendiendo a la señora comadre con las manos en la masa, le dieron tal vapuleo que no le dejaron un hueso sano.
Al fin logró escapar y fue al encuentro del zorro, el cual adoptando una actitud lastimera, exclamó:
—¡Ay, mi estimada señora comadre! ¡Y qué mal lo he pasado! Los labriegos me pillaron, y me han zurrado de lo lindo. Si no quiere que estire la pata aquí, tendrá que llevarme a cuestas.
La loba apenas podía con su alma; pero el zorro le daba tanto cuidado, que lo cargó sobre su espalda y llevó hasta su casa a su compadre, que estaba sano y bueno.
Al despedirse, díjole el zorro:
—¡Adiós, estimada señora comadre, y que os haga buen provecho el asado!
Y soltando la gran carcajada, echó a correr.
O
CURRIÓ una vez que el gato se encontró en un bosque con la señora zorra, y pensando: «Es lista, experimentada y muy considerada en el mundo», dirigiósele amablemente en estos términos:
—Buenos días, mi estimada señora zorra. ¿Qué tal está su señoría? ¿Cómo le va en estos tiempos difíciles?
La zorra, henchida de orgullo, miró al gato despectivamente de pies a cabeza, y estuvo un buen rato meditando si valía la pena contestarle; pero, al fin, dijo:
—¡Oh!, mísero lamebigotes, necio abigarrado, muerto de hambre, cazarratones, ¿qué te ha pasado por la cabeza? ¿Cómo te atreves a preguntarme si lo paso bien o mal? ¿Qué has aprendido tú, vamos a ver? ¿Cuántas artes conoces?
—No conozco más que una —respondió el gato modestamente.
—¿Y cuál es esta arte tuya? —inquirió la zorra.
—Cuando los perros me persiguen, sé subirme de un brinco a un árbol y, de este modo, me salvo de ellos.
—¿Y es eso todo lo que sabes? —dijo la zorra—. Pues yo domino más de cien tretas, y aún me queda un saco lleno de ellas. Me das lástima; vente conmigo y te enseñaré la manera de escapar de los perros.
En aquel momento se presentó un cazador con cuatro lebreles. El gato, veloz, saltó a un árbol y sentóse en la copa, bien oculto por las ramas y el follaje.
—¡Abrid el saco, señora zorra, abrid el saco! —gritó desde arriba; pero los canes habían hecho ya presa en la zorra y no la soltaban.
—¡Ay!, señora zorra —prosiguió el gato—, con vuestras cien tretas os han cogido. ¡Si hubieseis sabido trepar como yo, habríais salvado la vida!
E
RASE una reina a quien Dios Nuestro Señor no había concedido la gracia de tener hijos. Todas las mañanas salía al jardín a rogar al cielo le otorgase la merced de la maternidad.
Un día bajó un ángel del cielo y le dijo:
—Alégrate, pues vas a tener un hijo dotado del don de ver cumplidos sus deseos, pues verá satisfechos cuantos sienta en este mundo.
La reina fue a transmitir a su esposo la fausta noticia y, cuando llegó la hora, dio a luz un hijo, con gran alegría del Rey.
Cada mañana iba la Reina al parque con el niño, y se lavaba allí en una límpida fuente.
Sucedió un día, siendo el niño ya crecidito, que teniéndolo en el regazo la madre se quedó dormida. Acercóse entonces el viejo cocinero, que conocía aquel don particular del pequeño, y lo raptó; luego mató un pollo y vertió la sangre sobre el delantal y el vestido de la Reina.
Después de llevarse al niño a un lugar apartado, donde una nodriza se encargaba de amamantarlo, presentóse al Rey para acusar a su esposa de haber dejado que las fieras le robaran a su hijo, y cuando el Rey vio la sangre que manchaba el delantal prestó crédito a la acusación, y le entró una furia tal que hizo construir una profunda mazmorra donde no penetrase la luz del sol ni de la luna, y en ella mandó enmurallar a la Reina, condenándola a permanecer allí durante siete años sin comer ni beber, para que muriese de hambre y sed.
Pero Dios Nuestro Señor envió a dos ángeles del cielo en figura de palomas blancas, los cuales bajaban volando todos los días y le llevaban la comida; y esto duró hasta que hubieron transcurrido los siete años.
Mientras tanto, el cocinero había pensado: «Puesto que el niño está dotado del don de ver satisfechos sus deseos, estando yo aquí podría provocar mi desgracia». Salió, pues, del palacio y se fue a la residencia del muchacho, que ya era lo bastante crecido para saber hablar, y le dijo:
—Deseo tener un hermoso palacio, con jardín y todo lo que le corresponda.
Y apenas habían salido las palabras de los labios del niño, apareció todo lo deseado.
Al cabo de algún tiempo, le dijo el cocinero:
—No está bien que vivas solo; desea una hermosa muchacha para compañera.
Expresó el niño este deseo, y en el acto presentósele una doncella hermosísima, como ningún pintor hubiera sido capaz de pintar. En adelante jugaron juntos, y se querían tiernamente, mientras el viejo cocinero se dedicaba a la caza, como un gentilhombre.
Pero un día se le ocurrió que el príncipe podía sentir deseos de estar al lado de su padre, cosa que tal vez lo colocase a él en situación difícil. Salió, pues, y llevándose a la niña aparte, le dijo:
—Esta noche, cuando el niño esté dormido, te acercarás a su cama y, después de clavarle el cuchillo en el corazón, me traerás su corazón y su lengua. Si no lo haces, lo pagarás con la vida.
Marchóse, y al volver al día siguiente, la niña no había ejecutado su mandato y le dijo:
—¿Por qué tengo que derramar sangre inocente que no ha hecho mal a nadie?
—¡Si no lo haces, te costará la vida! —replicóle el cocinero.
Cuando se hubo marchado, la muchacha se hizo traer una cierva joven y la hizo matar; luego le sacó el corazón y la lengua, y los puso en un plato.
Al ver que se acercaba el viejo, dijo a su compañero:
—¡Métete en seguida en la cama y tápate con la manta!
Entró el malvado y preguntó:
—¿Dónde están el corazón y la lengua del niño?
Tendióle la niña el plato, y en el mismo momento el príncipe destapándose exclamó:
—Viejo maldito, ¿por qué quisiste matarme? Ahora oye, en sentencia vas a transformarte en perro de aguas; llevarás una cadena dorada al cuello y comerás carbones ardientes, de modo que el fuego te abrase la garganta.
Y al tiempo que pronunciaba estas palabras, el viejo quedo metamorfoseado en perro de aguas, con una cadena dorada atada al cuello; y los cocineros le daban para comer carbones ardientes, que le abrasaban la garganta.
El hijo del Rey siguió viviendo aún algún tiempo allí, siempre pensando en su madre, y en si vivía o estaba muerta. Dijo, al fin, a la muchacha:
—Quiero irme a mi patria; si te apetece acompañarme, yo cuidaré de ti.
—¡Ay! —exclamó ella—. ¡Está tan lejos! Además, ¿qué haré en un país donde nadie me conoce?
Al verla el príncipe indecisa, y como a los dos les dolía la separación, transformóla en un clavel y la prendió en su ojal.
Púsose entonces en camino de su tierra, y el perro no tuvo más remedio que seguirlo. Dirigióse a la torre que servía de prisión a su madre y, como era muy alta, expresó el deseo de que apareciese una escalera capaz de llegar hasta la mazmorra y, bajando por ella, preguntó en alta voz:
—Madrecita de mi alma, Señora Reina, ¿vivís aún o estáis muerta?
Y respondió ella:
—Acabo de comer y no tengo hambre —pensando que eran los ángeles.
Pero él dijo:
—Soy vuestro hijo querido, al que dijeron falsamente que las fieras os habían arrebatado del regazo; pero estoy vivo, y muy pronto os libertaré.
Y, volviendo a salir de la torre, se encaminó al palacio del Rey, su padre, donde se hizo anunciar como un cazador forastero que solicitaba ser empleado en la corte.
El Rey aceptó sus servicios, a condición de que fuera un hábil montero y supiera encontrar caza mayor, pues en todo el reino no la había habido buena. Prometióle el cazador proporcionársela en cantidad suficiente para proveer la real mesa.
Reuniendo luego a todos los cazadores, ordenóles que se dispusiesen a salir con él al monte. Partió con ellos y, una vez llegados al terreno, los dispuso en un gran círculo abierto en un punto; situándose él en el centro empezó a desear, y en un momento entraron en el círculo lo menos un centenar de magníficas piezas, y los cazadores no tuvieron más trabajo que derribarlas a tiros.
Fueron luego cargadas en sesenta carretas y llevadas al Rey, el cual vio, al fin, colmada de caza su mesa, después de muchos años de verse privado de ella.
Muy satisfecho el Rey, al día siguiente invitó a comer a toda a Corte, para lo cual hizo preparar un espléndido banquete.
Una vez estuvieron todos reunidos, dijo dirigiéndose al joven cazador:
—Puesto que has mostrado tanta habilidad, te sentarás a mi lado.
—Señor Rey, Vuestra Majestad me hace demasiado honor —respondió el joven—; no soy más que un sencillo cazador.
Pero el Rey insistió, diciendo:
—Quiero que te sientes a mi lado.
Y el joven hubo de obedecer. Durante todo el tiempo estaba pensando en su querida madre y, al fin, formuló el deseo de que uno de los cortesanos más altos hablara de ella y preguntara qué tal lo pasaba en la torre la Señora Reina; si vivía aún o había muerto.
Apenas había formulado en su mente este deseo, cuando el mariscal se dirigió al Monarca en estos términos:
—Serenísima Majestad, ya que nos hallamos todos aquí contentos y disfrutando, ¿cómo lo pasa la Señora Reina? ¿Vive o ya murió?
A lo cual respondió el Rey:
—Dejó que las fieras devorasen a mi hijo amadísimo; no quiero que se hable más de ella.
Levantándose entonces el cazador, dijo:
—Mi venerado Señor y Padre; la Reina vive aún, y yo soy su hijo, y no fueron las fieras las que me robaron, sino aquel malvado cocinero viejo que, mientras mi madre dormía, me arrebató de su regazo manchando su delantal con la sangre de un pollo —y, agarrando al perro por el collar de oro, añadió—. ¡Éste es el criminal!
Y mandó traer carbones encendidos, que el animal hubo de comerse en presencia de todos abrasándose la garganta. Preguntó luego al Rey si quería verlo en su figura humana y, ante su respuesta afirmativa, volviólo a su primitiva condición de cocinero, con su blanco mandil y el cuchillo al costado.