Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
Celebróse el banquete con todo esplendor y, al terminar, cada una de las hadas concedió un don a la niña recién nacida. Una le otorgó la virtud; la segunda, la belleza; la tercera, la riqueza; y así, sucesivamente, dotándola de cuanto en el mundo hay de apetecible.
Cuando ya once habían pronunciado su gracia, de pronto presentóse el hada decimotercera que, deseando vengarse por no haber sido llamada a la fiesta, sin saludar ni mirar a nadie, exclamó:
—La princesa se pinchará con un huso en cuanto cumpla los quince años, y caerá muerta.
Y, sin añadir otra palabra, volvió la espalda y salió de la estancia.
Todos los presentes quedaron aterrados. Quedaba aún el hada duodécima, que no había expresado todavía su don y que, si bien no tenía poder para anular la fatal sentencia, podía sí atenuarla.
Se adelantó, pues, y dijo:
—La princesa no quedará muerta, sino durmiendo un sueño profundo que durará cien años.
El Rey, ansioso de preservar a su hijita de la desgracia que la amenazaba, promulgó una ley por la que mandaba quemar todos los husos que hubiera en el reino. Mientras tanto, iban apareciendo en la muchacha todas las gracias concedidas por las hadas, pues era hermosa, modesta, afable y juiciosa; todo el que la trataba quedaba prendado de ella.
El día en que cumplió los quince años, el Rey y la Reina se hallaban ausentes de palacio, y la muchacha había quedado sola. Aprovechó la ocasión para recorrerlo todo, entrando en las habitaciones y aposentos en que se le antojaba y, al fin, llegó a una antigua torre. Trepando por la estrecha escalera de caracol que conducía a lo alto, encontróse frente a una puertecita. En la cerradura había una llave enmohecida. Diole la vuelta, abrióse la puerta y apareció, en una pequeña estancia, una mujer muy vieja que, manejando un huso, hilaba laboriosamente su lino.
—Buenos días, abuelita —dijo la princesa—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy hilando —dijo la vieja moviendo la cabeza.
—¿Y qué es esta cosa que rueda tan alegremente? —preguntó la muchacha y, cogiendo el huso, quiso hilar también.
Mas apenas lo hubo tocado realizóse la profecía; se pinchó el dedo con él.
En el mismo momento cayó sin sentido sobre la cama que había en el cuarto y quedó profundamente dormida. Y su sueño se propagó por todo el palacio.
El Rey y la Reina, que acababan de regresar y se hallaban en el salón, quedáronse dormidos, y con ellos toda la Corte. Y se durmieron los caballos en la cuadra; los perros, en el patio; las palomas, en el tejado; las moscas, en la pared… Hasta el fuego que llameaba en el hogar quedó inmóvil y dormido, y el asado dejó de cocer, y el cocinero, que se disponía a tirar de las orejas al pinche por alguna travesura suya, lo soltó y se quedó dormido. Amainó el viento, y en los árboles que rodeaban el palacio ya no se movió ni una sola hoja.
Pero en torno al castillo empezó a crecer un seto de rosales silvestres que cada año adquiría mayor altura y acabó, al fin, por rodear todo el edificio y cubrirlo incluso de forma que nada se veía de él, ni siquiera el pendón que ondeaba en la punta de la torre.
Y por todo el país empezó a cundir la leyenda de la hermosa princesita durmiente, a quien llamaron desde entonces Rosa Silvestre. Y de cuando en cuando se presentaban príncipes dispuestos a penetrar en el palacio atravesando el seto espinoso; pero jamás lo conseguían porque los rosales, como si tuviesen manos, los aprisionaban, y los infelices quedaban sujetos a ellos sin poder ya soltarse, y morían de una muerte cruel.
Al cabo de muchos años llegó al país el hijo de un rey, y oyó explicar a un anciano la historia del seto espinoso, dentro del cual había un palacio habitado por una bellísima princesa llamada Rosa Silvestre, que estaba sumida en un profundo sueño junto con el Rey, la Reina y toda la Corte. Sabía también, por habérselo oído a su abuelo, que muchos príncipes venidos de otros países habían intentado penetrar en el palacio; pero todos habían muerto trágicamente, aprisionados entre los espinos.
Dijo entonces el recién llegado:
—Pues yo no temo a nada; iré a ver a la princesita durmiente.
Fue inútil que el buen viejo tratara de disuadirlo; el príncipe no hizo caso de sus palabras.
En esto, acababan de transcurrir los cien años, y había llegado el día del despertar de la princesa.
Cuando el hijo del Rey se aproximó al seto de rosales silvestres, encontróse con grandes y hermosas flores que, apartándose por sí solas, le abrieron paso dejándolo avanzar sin daño para volverse a cerrar detrás de él en forma de vallado.
En el patio del palacio vio los caballos y los perros de caza, de manchada piel, tumbados durmiendo, y en el tejado, las palomas, inmóviles, tenían todas la cabeza debajo del ala. Y cuando entró en el edificio, dormían las moscas en la pared; el cocinero tenía aún la mano extendida como para atrapar al pinche, y la criada continuaba sentada delante del pollo a punto de desplumado. Prosiguiendo, encontróse en el gran salón con toda la Corte, que yacía en el suelo dormida, y en el trono estaban el Rey y la Reina. Siguió andando, y en todas partes reinaba un silencio absoluto, de forma que podía oír su propia respiración.
Finalmente, llegó a la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde dormía Rosa Silvestre. Yacía en la cama, tan hermosa, que el mozo no podía apartar de ella los ojos; luego se inclinó y le dio un beso.
No bien la tocaron sus labios, la princesita abrió los ojos y, despertándose, le dirigió una mirada llena de amor. Bajaron juntos y, despertando al Rey, a la Reina y a los cortesanos todos quedaron contemplándose mutuamente con ojos de asombro. Y los caballos del establo se incorporaron y sacudieron; los perros de caza pusiéronse a brincar y menear el rabo; las palomas del tejado sacaron la cabecita de debajo del ala y, echando una mirada a su alrededor, emprendieron el vuelo; las moscas siguieron andando por la pared; avivóse el fuego del hogar, echó llamarada y se puso a cocer la comida; el asado volvió a chirriar; el cocinero dio al pinche un bofetón tan fuerte que lo hizo prorrumpir en chillidos, y la criada terminó de desplumar el pollo.
Y, con el mayor esplendor, celebróse la boda del príncipe con la princesita, y todos vivieron felices hasta el fin.
E
RASE un hombre que tenía tres hijos y, por toda fortuna, la casa en que habitaba. A cada uno de los tres le hubiera gustado heredarla, mas el padre los quería a todos por igual y no sabía cómo arreglárselas para dejar contentos a los tres. Tampoco estaba dispuesto a vender la casa, pues había pertenecido ya a sus bisabuelos; de no ser así, la habría convertido en dinero y lo habría repartido entre los mozos.
Ocurriósele, al fin, una solución y dijo a los mozos:
—Salid a correr mundo y que cada cual aprenda un oficio.
Cuando regreséis, la casa será para el que demuestre mayor habilidad en su arte.
Aviniéronse los hijos. El mayor resolvió aprender la profesión de herrador; el segundo quiso hacerse barbero, y el último, profesor de esgrima. Luego calcularon el tiempo que tardarían en volver a su casa, y partieron cada uno por su lado.
Tuvieron la suerte de encontrar buenos maestros, y los tres salieron excelentes oficiales. El herrador llegó a herrar los caballos del Rey, y pensó: «Ya no cabe duda de que la casa será para mí». El barbero tenía entre su clientela a los más distinguidos personajes, y estaba también seguro de ser el heredero. En cuanto al profesor de esgrima, hubo de encajar más de una estocada, pero apretó los dientes y no se desanimó, pensando: «Si temo a las cuchilladas, me quedaré sin casa».
Transcurrido el tiempo concertado, volvieron a reunirse los tres con su padre. Pero no sabían cómo encontrar la ocasión de mostrar sus habilidades. Mientras estaban deliberando sobre el caso, vieron una liebre que corría a campo traviesa.
—¡Mirad! —dijo el barbero—. Esta liebre nos viene al dedillo.
Y, tomando la bacía y el jabón, preparó bien la espuma; cuando llegó a su altura el animal, lo enjabonó y afeitó en plena carrera dejándole un bigotito, y todo ello sin hacerle un solo corte ni el menor daño.
—Me ha gustado —dijo el padre—; y si tus hermanos no se esmeran mucho, tuya será la casa.
Al poco rato llegó un señor en coche, a toda velocidad.
—Padre, ahora veréis de lo que yo soy capaz —dijo el herrador.
Y, sin detener al caballo, que iba lanzado al galope, arrancóle las cuatro herraduras y le puso otros nuevas.
—¡Muy bien! —exclamó el padre—. Estás a la altura de tu hermano. No sé a quién de vosotros voy a dejar la casa.
Dijo entonces el tercero:
—Padre, esperad a que yo os muestre mis habilidades.
En esto empezó a llover y el mozo, desenvainando la espada, se puso a esgrimirla sobre su cabeza con tal agilidad que no le cayó encima ni una sola gota de agua. La lluvia fue arreciando, hasta caer a cántaros; pero él menudeaba las paradas con velocidad siempre creciente, quedando tan seco como si se encontrase bajo techado.
Al verlo el padre, no pudo por menos de exclamar:
—Te llevas la palma; tuya es la casa.
Los otros dos hermanos se conformaron con la sentencia, como se habían obligado de antemano. Pero los tres se querían tanto, que siguieron viviendo juntos en la casa, practicando cada cual su oficio; y como eran tan buenos maestros, ganaron mucho dinero. Y así vivieron unidos hasta la vejez; y cuando el primero enfermó y murió, tuvieron tanta pena los otros, que enfermaron a su vez y no tardaron en seguir al mayor a la tumba. Y como habían sido tan hábiles artífices y se habían querido tan entrañablemente, fueron enterrados juntos en una misma sepultura.
H
UBO una gran guerra para la cual el Rey había reclutado muchas tropas. Pero como les pagaba muy poco, no podían vivir de ella, y tres hombres se concentraron para desertar.
Dijo el uno a los otros:
—Si nos cogen, nos ahorcarán. ¿Cómo lo haremos?
Respondió el segundo:
—¿Veis aquel gran campo de trigo? Si nos ocultamos en él, nadie nos encontrará. El ejército no puede entrar allí, y mañana se marcha.
Metiéronse, pues, en el trigo; pero la tropa no se marchó, contra lo previsto, sino que continuó acampada por aquellos alrededores. Los desertores permanecieron ocultos durante dos días con sus noches; pero, al cabo, sintiéronse a punto de morir de hambre. Y si salían, su muerte era segura.
Dijéronse entonces:
—¡De qué nos ha servido desertar, si también habremos de morir aquí miserablemente!
En esto llegó volando por los aires y escupiendo fuego, un dragón que se posó junto a ellos y les preguntó por qué se habían ocultado allí.
Respondiéronle ellos:
—Somos soldados, y hemos desertado por lo escaso de la paga. Pero si continuamos aquí, moriremos de hambre; y si salimos, nos ahorcarán.
—Si estáis dispuestos a servirme por espacio de siete años —dijo el dragón—, os conduciré a través del ejército, de manera que no seáis vistos por nadie.
—No tenemos otra alternativa. Fuerza será que aceptemos —respondieron.
Y entonces el dragón los cogió con sus garras y, elevándolos en el aire, por encima del ejército, fue a depositarlos en el suelo, a gran distancia.
Pero aquel dragón era el diablo en persona. Dioles un latiguillo y les dijo:
—Hacedlo restallar, y caerá tanto dinero como pidáis. Podréis vivir como grandes señores, sostener caballos e ir en coche. Pero cuando hayan pasado los siete años, seréis míos.
Y, sacando un libro y abriéndolo, los obligó a firmar en él.
—De todos modos —les dijo—, antes os plantearé un acertijo, y si sois capaces de descifrarlo, quedaréis libres, y ya ningún poder tendré sobre vosotros.
El dragón se alejó volando y ellos, haciendo restallar el látigo, en seguida tuvieron dinero en abundancia. Encargáronse lujosos vestidos y se fueron a correr mundo. En todas partes vivían en buena paz y alegría, tenían caballos y coches, comían y bebían, pero sin hacer nunca nada malo.
Pasó el tiempo rápidamente y, cuando ya los sietes años llegaban a su fin, dos de ellos empezaron a sentirse angustiados y temerosos. El tercero, en cambio, se lo tomaba a broma diciendo:
—No temáis, hermanos; yo no soy tonto y adivinaré el acertijo.
Salieron al campo y sentáronse, aquellos dos, siempre tan tristes y cariacontecidos. Llegó entonces una vieja y les pregunté el motivo de su tristeza.