Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
V
IVÍA en otros tiempos una hechicera que tenía tres hijos, los cuales se amaban como buenos hermanos; pero la vieja no se fiaba de ellos, temiendo que quisieran arrebatarle su poder.
Por eso transformó al mayor en águila, que anidó en la cima de una rocosa montaña, y sólo alguna que otra vez se le veía describiendo amplios círculos en la inmensidad del cielo.
Al segundo lo convirtió en ballena, condenándolo a vivir en el seno del mar, y sólo de vez en cuando asomaba a la superficie proyectando a gran altura un poderoso chorro de agua.
Uno y otro recobraban su figura humana por espacio de dos horas cada día.
El tercer hijo, temiendo verse también convertido en alimaña, oso o lobo por ejemplo, huyó secretamente.
Habíase enterado de que en el castillo del Sol de Oro residía una princesa encantada que aguardaba la hora de su liberación; pero quien intentase la empresa exponía su vida, y ya veintitrés jóvenes habían sucumbido tristemente. Sólo otro podía probar suerte, y nadie más después de él. Y como era un mozo de corazón intrépido, decidió ir en busca del castillo del Sol de Oro.
Llevaba ya mucho tiempo en camino, sin lograr dar con el castillo, cuando se encontró extraviado en un inmenso bosque.
De pronto descubrió a lo lejos dos gigantes que le hacían señas con la mano, y cuando se hubo acercado, le dijeron:
—Estamos disputando acerca de quién de los dos ha de quedarse con este sombrero y, puesto que somos igual de fuertes, ninguno puede vencer al otro. Como vosotros, los hombrecillos, sois más listos que nosotros, hemos pensado que tú decidas.
—¿Cómo es posible que os peleéis por un viejo sombrero? —exclamó el joven.
—Es que tú ignoras sus virtudes. Es un sombrero milagroso, pues todo aquel que se lo pone, en un instante será transportado a cualquier lugar que desee.
—Venga el sombrero —dijo el mozo—. Me adelantaré un trecho con él y, cuando llame, echad a correr; lo daré al primero que me alcance.
Y calándose el sombrero, se alejó. Pero, llena su mente de la princesa, olvidóse en seguida de los gigantes.
Suspirando desde el fondo del pecho exclamó:
—¡Ah, si pudiese encontrarme en el castillo del Sol de Oro!
Y, no bien habían salido estas palabras de sus labios, hallóse en la cima de una alta montaña ante la puerta del alcázar.
Entró y recorrió todos los salones, encontrando a la princesa en el último. Pero, ¡qué susto se llevó al verla! Tenía la cara de color ceniciento, llena de arrugas; los ojos, turbios, y el cabello, rojo.
—¿Vos sois la princesa cuya belleza ensalza el mundo entero?
—¡Ay! —respondió ella—, ésta que contemplas no es mi figura propia. Los ojos humanos sólo pueden verme en esta horrible apariencia; mas para que sepas cómo soy en realidad, mira en este espejo, que no yerra y refleja mi imagen verdadera.
Y puso en su mano un espejo, en el cual vio el joven la figura de la doncella más hermosa del mundo entero; y de sus ojos fluían amargas lágrimas que rodaban por sus mejillas.
Díjole entonces:
—¿Cómo puedes ser redimida? Yo no retrocedo ante ningún peligro.
—Quien se apodere de la bola de cristal y la presente al brujo, quebrará su poder y me restituirá mi figura original. ¡Ay! —añadió—, muchos han pagado con la vida el intento y, viéndote tan joven, me duele ver el que te expongas a tan gran peligro por mí.
—Nada me detendrá —replicó él—, pero dime qué debo hacer.
—Vas a saberlo todo —dijo la princesa—. Si desciendes la montaña en cuya cima estamos encontrarás al pie, junto a una fuente, un salvaje bisonte con el cual habrás de luchar. Si logras darle muerte, se levantará de él un pájaro de fuego, que lleva en el cuerpo un huevo ardiente, y este huevo tiene por yema una bola de cristal. Pero el pájaro no soltará el huevo a menos de ser forzado a ello y, si cae al suelo, se encenderá, quemando cuanto haya a su alrededor, disolviéndose él junto con la bola de cristal, y entonces todas tus fatigas habrán sido inútiles.
Bajó el mozo a la fuente, y en seguida oyó los resoplidos y feroces bramidos del bisonte. Tras larga lucha consiguió traspasarlo con su espada, y el monstruo cayó sin vida.
En el mismo instante desprendióse de su cuerpo el ave de fuego y emprendió el vuelo; pero el águila, o sea, el hermano del joven que acudió volando entre las nubes, lanzóse en su persecución, empujándola hacia el mar y acosándola a picotazos, hasta que la otra, incapaz de seguir resistiendo, soltó el huevo.
Pero éste no fue a caer al mar, sino en la cabaña de un pescador situada en la orilla, donde en seguida empezó a humear y despedir llamas. Eleváronse entonces gigantescas olas que, inundando la choza, extinguieron el fuego. Habían sido provocadas por el hermano transformado en ballena y, una vez el incendio estuvo apagado, nuestro doncel corrió a buscar el huevo y tuvo la suerte de encontrarlo.
No se había derretido aún, mas por la acción del agua fría, la cáscara se había roto y, así, el mozo pudo extraer indemne la bola de cristal.
Al presentarse con ella al brujo y mostrársela, dijo éste:
—Mi poder ha quedado destruido y, desde este momento, tú eres rey del castillo del Sol de Oro. Puedes también desencantar a tus hermanos, devolviéndoles su figura humana.
Corrió el joven al encuentro de la princesa y, al entrar en su aposento, la vio en todo el esplendor de su belleza y, rebosantes de alegría, los dos intercambiaron sus anillos.
E
RASE una vez un rey, cuyo hijo aspiraba a casarse con la hija de otro poderoso monarca.
La doncella se llamaba Maleen y era de maravillosa hermosura. Sin embargo, le fue negada su mano, pues su padre la destinaba a otro pretendiente.
Como los dos se amaban de todo corazón y no querían separarse, dijo Maleen a su padre:
—No aceptaré por esposo a nadie sino a él.
Enfurecido el padre, mandó construir una tenebrosa torre en la que no penetrase un solo rayo de sol ni de luna y, cuando estuvo terminada, le dijo:
—Te pasarás encerrada aquí siete años; al término de ellos, vendré a ver si se ha quebrado tu terquedad.
Llevaron a la torre comida y bebida para los siete años, luego fueron conducidas a ella la princesa y su camarera, y amurallaron la entrada, dejándolas aisladas del cielo y la tierra. En plenas tinieblas, no sabían ya cuándo era de día o de noche.
El príncipe rodeaba con gran frecuencia la prisión, llamando en alta voz a su amada, pero sus gritos no podían atravesar los espesos muros. ¿Qué otra cosa podían hacer las cuitadas sino quejarse y lamentarse?
De este modo fue discurriendo el tiempo y, por la disminución de sus provisiones, pudieron darse cuenta de que se acercaba el fin de los siete años. Pensaban que había llegado el momento de su liberación; pero no se oía ni un martillazo, ni caía una piedra de los muros; parecía como si su padre la hubiese olvidado.
Cuando ya les quedaban poquísimas provisiones y preveían una muerte angustiosa, dijo la doncella Maleen:
—Hemos de hacer un último intento y ver si conseguimos perforar la muralla.
Cogiendo el cuchillo del pan, púsose a hurgar y agujerear el mortero de una piedra y, cuando se sintió fatigada, relevóla la camarera.
Tras prolongado trabajo lograron sacar una piedra, luego una segunda y una tercera y, al cabo de tres días, el primer rayo de luz vino a rasgar las tinieblas. Finalmente, la abertura fue lo bastante grande para permitirles asomarse y mirar al exterior.
El cielo estaba sereno, y soplaba una fresca y reconfortante brisa; pero, ¡qué triste aparecía todo en derredor! El palacio paterno era un montón de ruinas; la ciudad y los pueblos circundantes, hasta donde alcanzaba la mirada, aparecían incendiados; los campos, asolados, y no se veía un alma viviente.
Cuando el boquete fue lo suficientemente ancho para que pudiesen deslizarse por él saltó, en primer lugar, la camarera, y luego, la princesa Maleen. Pero, ¿adónde ir? El enemigo había destruido todo el reino, expulsado al Rey y pasado a cuchillo a los habitantes.
Pusiéronse en camino en busca de otro país, a la ventura; pero en ninguna parte encontraban refugio ni persona alguna que les diese un pedazo de pan; y, así, su necesidad llegó a tal extremo, que hubieron de calmar el hambre comiendo ortigas.
Cuando al cabo de larga peregrinación llegaron a otro país, ofrecieron en todas partes sus servicios, pero siempre se vieron rechazadas, sin que nadie se compadeciera de ellas. Al fin llegaron a una gran ciudad, y se dirigieron al palacio real. Tampoco allí las querían, hasta que el cocinero las admitió en la cocina como fregonas.
Y resultó que el hijo del Rey del país donde había ido a parar, era precisamente el enamorado de la doncella Maleen. Su padre le había destinado otra novia, tan fea de cara como perversa de corazón. Estaba fijado el día de la boda, y la prometida había llegado ya. Sabedora, empero, de su extrema fealdad, se mantenía alejada de todo el mundo, encerrada en su aposento, y la doncella Maleen le servía la comida.
Al llegar el día en que hubo de presentarse en la iglesia con su novio, avergonzóse de su fealdad, y temiendo que si se exhibía en la calle la gente se burlaría de ella, dijo a Maleen:
—Te deparo una gran suerte. Me he dislocado un pie y no puedo andar bien por la calle; así, tu te pondrás mis vestidos y ocuparás mi lugar. Jamás pudiste esperar tal honor.
Pero la doncella se negó, diciendo:
—No quiero honores que no me correspondan.
Fue también inútil que le ofreciese dinero; hasta que, al fin, le dijo iracunda:
—Si no me obedeces, te costará la vida. Sólo he de pronunciar una palabra, y caerá tu cabeza.
Y, así, la princesa no tuvo más remedio que ceder y ponerse los magníficos vestidos y atavíos de la novia.
Al presentarse en el salón real, todos los presentes se asombraron de su hermosura, y el Rey dijo a su hijo:
—Ésta es la prometida que he elegido para ti y que has de llevar a la iglesia.
Sorprendióse el novio, pensando: «Se parece a mi princesa Maleen. Diría que es ella misma. Mas no puede ser. Habrá muerto o continuará encerrada en la torre».
Tomándola de la mano, la condujo a la iglesia y, encontrando en el camino una mata de ortigas, dijo ella:
«Mata de ortigas,
mata de ortigas pequeñita,
¿qué haces tan solita?
Cuántas veces te comí,
sin cocerte ni salarte,
¡desdichada de mí!»
—¿Qué dices? —preguntó el príncipe.
—Nada —respondió ella—; sólo pensaba en la doncella Maleen.
Admiróse él al ver que la conocía, pero no replicó.
Al subir los peldaños de la iglesia, dijo ella:
«Escalón del templo, no te rompas,
yo no soy la novia verdadera.»
—¿Qué estás diciendo? —preguntó otra vez el príncipe.
—Nada —respondió la muchacha—; sólo pensaba en la doncella Maleen.
—¿Acaso conoces a la doncella Maleen?
—No —repuso ella—. ¿Cómo iba a conocerla? Pero he oído hablar de ella.
Y, al entrar en la iglesia, volvió a decir:
«Puerta del templo, no te quiebres,
yo no soy la novia verdadera.»
—¿Qué es lo que dices? —inquirió él.
—¡Ay! —replicó la princesa—. Sólo pensaba en la doncella Maleen.
Entonces el príncipe sacó una joya preciosa, se la puso en el cuello y cerró el broche. Entraron en el templo y, ante el altar, el sacerdote unió sus manos y los casó. Luego, él la acompañó de nuevo a palacio, sin que la novia pronunciase una palabra en todo el camino.
Ya de regreso, corrió ella al aposento de la prometida y se quitó los vestidos y preciosos adornos, poniéndose su pobre blusa gris y conservando sólo alrededor del cuello la joya que recibiera del príncipe.
Al llegar la noche y, con ella, la hora de ser conducida la novia a la habitación del príncipe, cubrióse el rostro con el velo, para que él no se diera cuenta del engaño.
En cuanto se quedaron solos, preguntó el esposo:
—¿Qué le dijiste a la mata de ortigas que encontramos en el camino?
—¿Qué mata de ortigas? —replicó ella—. Yo no hablo con ortigas.
—Pues si no lo hiciste, es que no eres la novia verdadera —repuso él.
La prometida procuró salir de apuros diciendo:
«Preguntaré a mi criada,
que de todo está enterada.»
Salió y, encarándose ásperamente con la doncella Maleen, le preguntó:
—Desvergonzada, ¿qué le dijiste a la mata de ortigas?
—Sólo le dije:
«Mata de ortigas,
mata de ortigas pequeñita,
¿qué haces tan solita?
Cuántas veces te comí,
sin cocerte ni salarte,
¡desdichada de mí!»
La prometida entró nuevamente en el aposento y dijo:
—Ya sé lo que le dije a la mata de ortigas.
Y repitió las palabras que acababa de oír.
—Pero, ¿qué dijiste al peldaño de la iglesia, al subir la escalinata? —preguntó el príncipe.
—¿Al peldaño? —replicó ella—. Yo no hablo a los peldaños.
—Entonces, tú no eres la novia verdadera.
Repitió ella:
«Preguntaré a mi criada,
que de todo está enterada.»
Y, saliendo rápidamente, increpó de nuevo a la doncella:
—Desvergonzada, ¿qué le dijiste al peldaño de la iglesia?
—Sólo esto:
«Escalón del templo, no te rompas,
yo no soy la novia verdadera.»
—¡Esto va a costarte la vida! —gritó la novia y, corriendo a la habitación, manifestó—. Ya sé lo que le dije al escalón.
Y repitió las palabras.
—Pero, ¿qué le dijiste a la puerta de la iglesia?
—¿A la puerta de la iglesia? —replicó ella—. Yo no hablo con las puertas de las iglesias.
—Entonces tú no eres la novia verdadera.
Salió ella y preguntó furiosa a la doncella Maleen:
—Desvergonzada, ¿qué dijiste a la puerta de la iglesia?
—Sólo esto:
«Puerta del templo, no te quiebres,
yo no soy la novia verdadera.»
—¡Lo pagarás con la cabeza! —exclamó la novia fuera de sí por la rabia; y, corriendo al aposento, dijo—. Ya sé lo que dije a la puerta de la iglesia.
Y repitió las palabras de la princesa.