Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
—Fuiste mi compañero en mis tiempos de vida errante; te quedarás, pues, conmigo y compartirás mi riqueza.
Y cumplió su palabra. Pero el desdichado orfebre tuvo que arrastrar sus dos jorobas durante el resto de su vida y cubrirse la cabeza con una gorra.
A
un sastre que era tan fanfarrón como mal pagador, metiósele en la mollera el ir a dar una vuelta por el bosque.
En cuanto le fue posible, abandonó su taller y se marchó,
por pueblo y aldehuela,
por puente y pasarela,
sin rumbo constante
y siempre adelante.
Desde lejos descubrió en la azul lejanía una escarpada montaña y, detrás, una torre altísima, que sobresalía de una espesa y tenebrosa selva.
—¡Diablos! —exclamó el sastre—. ¿Qué será aquéllo?
E impelido por una irrefrenable curiosidad, se dirigió al lugar con renovados bríos.
Pero, ¡qué boca y qué ojos abrió cuando, al acercarse, vio que la torre tenía piernas y que, franqueando de un salto la abrupta montaña, plantóse ante él en figura de un terrible gigante!
—¿Qué buscas aquí, mosquito deleznable? —gritóle el monstruo con voz semejante a un fragoroso trueno.
Respondió, quedito, el sastre:
—Vine a dar una vuelta por el bosque, esperando poderme ganar en él un pedazo de pan.
—Si tienes tiempo —replicó el gigante—, puedes entrar a mi servicio.
—Si no hay otro remedio, ¿por qué no? ¿Qué salario me pagarás?
—¿Qué salario? Voy a decírtelo. Trescientos sesenta y cinco días al año, y cuando el año sea bisiesto, un día más. ¿Te parece bien?
—Por mí, está bien —respondió el sastre, mientras pensaba: «Hay que abrigarse según la manta. Ya buscaré el medio de escabullirme».
Mandóle luego el gigante:
—Anda, bribón, tráeme un jarro de agua.
—¿Y por qué no el pozo con la fuente? —preguntó el fanfarrón, alejándose con el jarro a buscar el agua.
—¿Qué dices? ¿El pozo con la fuente? —gruñó el gigante, que era mentecato y torpe; y comenzó a sentir miedo. «Este tío sabe más que asar manzanas; lleva un diablo en el cuerpo. ¡Cuidado, viejo, no es éste un criado para ti!».
Cuando el sastre volvió con el agua, ordenóle el gigante que cortase un par de troncos y los llevase a su casa.
—¿Por qué no el bosque entero de un hachazo,
el bosque entero,
sin dejar un madero
ni liso, ni esquinado,
ni recto, ni curvado?
—preguntó el sastrecillo, encaminándose a cortar la madera.
—¿Qué dices?
¿El bosque entero,
sin dejar un madero
ni liso, ni esquinado,
ni recto, ni curvado?
¿Y luego el pozo con la fuente? —murmuró, en sus barbas, el crédulo gigante, sintiendo crecer su miedo. «Este tío sabe algo más que asar manzanas; lleva un diablo en el cuerpo. Cuidado, viejo, no es un criado para ti».
Cuando hubo terminado con la madera, mandóle su amo que cazase dos o tres jabalíes para la cena.
—¿Y por qué no mil de un solo tiro y todos los que corren por ahí? —preguntó, envalentonado, el sastre.
—¿Qué dices? —exclamó el gallina del gigante, aterrorizado—. Deja ya el trabajo por hoy, y vete a dormir.
Era tal el miedo del gigantón, que en toda la noche no pudo pegar un ojo, y se la pasó cavilando cómo se las compondría para sacudirse aquel brujo de criado.
El tiempo es buen consejero. A la mañana siguiente se fueron al borde de un pantano, a cuyo alrededor crecían numerosos sauces, y el gigante le dijo:
—Oye, sastre, siéntate sobre una de las varas de un sauce; me gustaría ver si eres capaz de doblarla.
¡Up!, de un salto consiguió el sastre llegar arriba y, aguantando la respiración, convirtióse en lo bastante pesado para inclinar la rama. Pero cuando no pudiendo resistir más, hubo de respirar de nuevo, y como fuera que no se le había ocurrido traerse una plancha en el bolsillo, salió disparado a tal altura, que se perdió de vista con gran contento del gigante.
Y si no ha caído aún, es que todavía está flotando por los aires.
U
N mercader había realizado buenos negocios en la feria. Vendidas todas sus mercancías, regresaba con el bolso bien repleto de oro y plata. Como quería estar en casa antes de que anocheciera, metió el dinero en su valija, atósela detrás de la silla y se puso en camino, montado en su caballo.
A mediodía se detuvo a descansar en una ciudad; se disponía a continuar su ruta cuando el mozo de la posada, al presentarle el caballo, le dijo:
—Señor, en el casco izquierdo de detrás falta un clavo a la herradura.
—No importa —respondió el comerciante—. El hierro aguantará las seis horas que quedan de viaje. Tengo prisa.
Por la tarde, tras otro descanso y un pienso al animal, entró el mozo en la sala y le dijo:
—Señor, vuestro caballo ha perdido la herradura del casco izquierdo de detrás. ¿Queréis que lo lleve al herrero?
—Déjalo —respondió el mercader—; el animal aguantará el par de horas que quedan hasta casa. Llevo prisa.
Y continuó. Mas, al poco rato, el caballo empezó a cojear, luego a tropezar y, por fin, se cayó y se rompió una pata.
El comerciante tuvo que abandonarlo en el camino, cargar con la valija y recorrer a pie el resto del trayecto, llegando a su casa muy avanzada ya la noche.
—¡De todo ha tenido la culpa un maldito clavo! —se dijo.
Apresúrate con calma.
E
RASE un pobre zagal cuyos padres habían muerto, por lo que la autoridad confió su custodia a un hombre muy rico, encargándole que lo alimentase y educase.
Pero tanto el hombre como su mujer tenían corazones empedernidos, avaros y envidiosos a pesar de su riqueza, y no podían sufrir que alguien se llevase a la boca un pedazo de su pan. El pobre muchacho, con toda su buena voluntad, recibía muy poco de comer y muchos azotes.
Un día le encargaron que guardase la clueca con los pollitos, y el animal se extravió con los pequeños entre un seto; inmediatamente bajó disparado un azor, la apresó y volvió a remontarse con el animal en las garras.
El chiquillo prorrumpió a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Ladrón, ladrón, bandido!
Pero ¿de qué sirvieron sus gritos? El azor no le devolvió la clueca. Oyendo el hombre el ruido, acudió a toda prisa, y al ver que su gallina había desaparecido, encolerizóse y propinó al pequeño una paliza tal, que estuvo dos días sin poder moverse.
Entonces hubo de guardar los polluelos sin la madre, cosa más difícil todavía, pues continuamente se le escapaban y dispersaban. Ocurriósele que si los ataba todos con un cordel, el azor no podría robarle ninguno; pero el remedio resultó peor que la enfermedad.
A los dos o tres días, habiéndose quedado dormido a causa del mucho correr y del poco comer, bajó el ave de rapiña y agarró uno de los pollitos; pero como estaban todos atados entre sí, se llevó la pollada entera; se posó en un árbol y la devoró toda.
En aquel momento llegaba a casa el amo y, enfurecido al darse cuenta de la desgracia, dio tal azotaina al chiquillo que hubo de guardar cama durante varios días.
Cuando se hubo repuesto, le dijo el campesino:
—Eres demasiado estúpido y no me sirves para guardián; tendrás que ser recadero.
Y lo mandó a llevar al juez un cesto de uvas y una carta.
Durante el camino, el hambre y la sed atormentaron de tal modo al rapaz, que se comió un par de racimos. Luego siguió con el cesto hasta la casa del juez el cual, después de leer la carta y contar las uvas, dijo:
—Faltan dos racimos.
El muchacho le confesó honradamente que se los había comido, espoleado por el hambre y la sed. El juez escribió, a su vez, una carta al campesino pidiéndole que le enviase otro cesto, y el mocito hubo de llevárselo también acompañado de una misiva.
Acuciado nuevamente por el hambre y la sed, no pudo resistir y se comió otros dos racimos; sin embargo, antes sacó la carta del cesto y, poniéndola debajo de una piedra, sentóse encima para que no lo viese ni pudiese descubrirlo.
Pero el juez lo interrogó acerca de los racimos que faltaban.
—¡Oh! —exclamó el niño—, ¿cómo lo habéis sabido? La carta no puede saberlo, ya que la puse debajo de una piedra mientras me comía las uvas.
El juez no pudo por menos de echarse a reír de tanta simpleza, y escribió al campesino advirtiéndole de su obligación de tratar mejor al pequeño y darle comida y bebida suficientes. Además, debía enseñarle a distinguir entre el bien y el mal.
—Ya te enseñaré yo la diferencia —dijo el despiadado campesino—; pero si quieres comer tendrás que trabajar; y si cometes alguna fechoría, a palos aprenderás a no repetirla.
Al día siguiente le señaló una dura labor: debería cortar unos haces de paja para pienso de los caballos. Y le dirigió la siguiente amenaza:
—Estaré de vuelta dentro de cinco horas; si para entonces no está la paja desmenuzada, te azotaré hasta que no puedas mover un solo miembro.
Y marchóse a la feria con su mujer, el mozo y la criada, dejando al pequeño por toda comida un mendrugo de pan.
Púsose el chiquillo a trabajar con todas sus fuerzas y, como el calor arreciara, se quitó la chaquetilla y la echó sobre la paja.
Temeroso de no terminar su tarea a tiempo, seguía cortando sin descanso y, en su celo, cortó también inadvertidamente la chaqueta, sin darse cuenta de la desgracia hasta que ya era demasiado tarde para repararla.
—¡Ay —exclamó—, ahora si que estoy perdido! Este mal hombre no me ha amenazado en vano. Cuando vuelva y vea lo que he hecho, me matará de una paliza. Mejor es que yo mismo me quite la vida.
Un día oyó el chiquillo decir a la dueña: «Debajo de la cama tengo un puchero de veneno». Sin embargo, lo dijo sólo para ahuyentar a los glotones, pues lo que había en el cacharro era miel.
El muchachito se metió bajo la cama y, sacando el puchero, comióse todo su contenido. «No entiendo cómo la gente puede decir que la muerte es amarga —pensó—; yo la encuentro muy dulce. No es extraño que la dueña desee morirse tan a menudo».
Y, sentándose en una silla, dispúsose a esperar la muerte; sin embargo, en vez de debilitarse, sentíase fortalecido, gracias a aquella nutritiva comida. «No debía de ser veneno —pensó—. Ahora me acuerdo que el amo dijo una vez que guardaba en su armario una botella de veneno para las moscas; seguramente será veneno de verdad y me producirá la muerte».
Pero no era matamoscas, sino vino de Hungría. Sacó el muchacho la botella y se la bebió. «También esta muerte es dulce», dijo; pero el alcohol no tardó en producir su efecto, se le subió a la cabeza y lo aturdió; creyó que realmente se acercaba su fin. «Siento que voy a morir —dijo—; iré a buscarme una sepultura en el cementerio».
Y, tambaleándose, encaminóse al camposanto y se tendió dentro de una sepultura que acababan de excavar.
Los sentidos se le turbaban cada vez más, y resultó que en una posada de las cercanías estaban celebrando una boda, y cuando el chiquillo oyó la música, imaginó que se hallaba ya en el paraíso; hasta que, finalmente, perdió toda conciencia de las cosas.
La pobre criatura no volvió ya a despertarse; el ardor del vino y el frío relente de la noche le quitaron la vida, y allí se quedó, para siempre, en la tumba que él mismo se había elegido.
Al enterarse el campesino de la muerte del muchachito, tuvo un gran susto, temiendo que debería comparecer ante la justicia; tan grande fue su espanto, que se desplomó sin sentido. Su mujer, que estaba en la cocina con una sartén llena de manteca, corrió a prestarle auxilio; pero, inflamándose la grasa, prendió fuego a la morada y, al cabo de pocas horas, todo quedaba reducido a un montón de cenizas.
Los años que les quedaron de vida fueron de pobreza y miseria, acosados por los remordimientos.
E
RASE una vez una muchacha joven y hermosa. Era muy pequeñita cuando quedó huérfana de madre, y su madrastra la trataba con suma dureza. La niña ponía toda su buena voluntad y todas sus fuerzas en cualquier trabajo que le mandase la mujer, por duro que fuese; pero ni aun así lograba satisfacer a la malvada; siempre se mostraba ésta descontenta, nunca tenía bastante, y cuanto mayor era la diligencia de la pequeña, más carga le imponía. Sólo pensaba en cómo podría amargar la vida de la infeliz muchacha.
Un día le dijo:
—Ahí tienes doce libras de plumas; desbárbalas antes del anochecer; de lo contrario, recibirás una tanda de azotes. ¿Piensas que has de pasarte el día holgazaneando?
La pobre niña se puso a trabajar; pero las lágrimas le corrían por las mejillas, pues se daba cuenta de que no podía terminar la tarea en un día.
Colocaba ante sí un mantoncito de plumas y, al menor movimiento que hacía o al más leve suspiro que daba, todas echaban a volar y tenía que comenzar de nuevo.
Desesperada, apoyó los codos sobre la mesa y, ocultando la cara en las manos, exclamó:
—¡Dios mío! ¿No habrá nadie en el mundo que se apiade de mí?
Y he aquí que oyó una dulce voz que le decía:
—Consuélate, hijita, que yo vengo a ayudarte.
La niña alzó los ojos y vio a una anciana, que estaba de pie a su lado. La mujer le cogió cariñosamente la mano y le dijo:
—Confíame tu pena.
Como le hablaba tan cordialmente, la muchachita le contó su triste vida; cómo debía soportar carga tras carga, y no podía con los trabajos que le mandaban.
—Si esta noche no he terminado estas plumas, mi madrastra me pegará; me lo ha dicho y sé que cumplirá la promesa.
Y sus lágrimas volvieron a manar a raudales; pero la vieja le dijo:
—Tranquilízate, hija mía; échate a descansar y yo me encargaré del trabajo.
La niña se tendió en la cama, y al poco rato se quedó dormida.
La mujer se sentó a la mesa y se puso a desbarbar las plumas. ¡Era de ver cómo saltaban las barbas de los cañones, no bien las tocaban sus resecas manos!
Pronto estuvieron listas las doce libras; y cuando la niña se despertó, encontróse con grandes montones blancos como la nieve. Toda la habitación estaba limpia y despejada, pero la vieja había desaparecido.
La chiquilla dio gracias a Dios y aguardó sentada y en silencio la llegada de la noche.