Todo va a cambiar (3 page)

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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

BOOK: Todo va a cambiar
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A poco diestro que sea en el uso de Internet, seguro que alguna vez se ha bajado alguna canción de una red P2P
[1]
. De hecho, el uso de la red para descargarse música o películas es uno de los hábitos más generalizados, aceptados y extendidos entre la población, y sin duda una de las maneras más convenientes y sencillas de obtener rápidamente un contenido. Mediante la instalación de un programa completamente gratuito y sencillo, o simplemente mediante una búsqueda, cualquier usuario normal de la red puede localizar un contenido y descargarlo con total facilidad. Sin embargo, existen todavía personas que, a pesar de bajarse habitualmente y con total normalidad contenidos de la red (ellos o sus hijos), se niegan a reconocerlo en público, así como otras que directamente criminalizan uno de los comportamientos más habituales en la sociedad de hoy en día.

En algunos países, como Francia o el Reino Unido, se cuestionan pilares tan básicos de la democracia como la privacidad de las comunicaciones, y se obliga a compañías privadas a espiar a sus usuarios con el fin de descubrir si se bajan obras sujetas a derechos de autor. Decididamente, la interacción entre los derechos de autor y la red es una de las más violentas y contradictorias de la historia actual: la confrontación entre compañías que explotan dichos derechos y la sociedad en su conjunto es cada día más insostenible, y sin ningún lugar a dudas, vamos a vivir muchos cambios en este sentido. Pero estudiemos el tema desde su origen para intentar, de alguna manera, esclarecer los hechos:

La historia de la industria de la música se encuentra íntimamente vinculada a la de la tecnología: la música se originó en la Prehistoria, en forma de canciones acompañadas rítmicamente por palmas e instrumentos de percusión. En sus orígenes, la música era un evento, algo que sucedía vinculado a un momento y lugar determinado, pero que no resultaba recogida en ningún sitio, ni codificada en modo alguno para su repetición. Sí existía la posibilidad de repetir, de memoria, sucesiones de sonidos siempre que las condiciones y la disponibilidad de instrumentos lo permitiesen, pero cada interpretación era única: si estabas presente en ese mismo momento y lugar, podías disfrutarla. Si no, tenías que conformarte con el recuerdo que otras personas que sí estaban allí presentes podían compartir contigo. La repetición de la música estaba condicionada al recuerdo, y era sumamente frágil: la desaparición de una persona podía conllevar la pérdida de muchas obras musicales. Con la tecnología de la escritura, la música pasó a tener la posibilidad de trascender el tiempo y el espacio: el registro más primitivo de música codificada que se conserva corresponde al 800 A.C., y es un himno sumerio en escritura cuneiforme que quedó conservado al cocerse de forma accidental: unos invasores incendiaron el templo en el que la tabla de arcilla estaba almacenada. Hacia el 700 A.C., aparecen en Grecia los primeros rapsodas, músicos itinerantes que vivían de interpretar música en diferentes lugares: posiblemente el primer registro histórico de la música como negocio. Un rapsoda podía, si así lo deseaba, acudir a los Juegos Pitios, precursores de las Olimpiadas, y si ganaba, recibía una corona de laurel e incrementaba su prestigio, con lo cual era llamado a tocar música en más lugares y podía incrementar su caché.

El primer registro de un artista famoso corresponde a Píndaro, que vivió entre el 522 y el 443 A.C. Sus odas componen un enorme repertorio de diecisiete libros, entre los que se encuentran himnos, lamentos, música de victoria, teatro, y hasta música para bailar. Las odas de Píndaro eran pagadas por clientes que deseaban utilizarlas para motivos diversos, y su casa era visitada por sacerdotes, personajes de todo tipo y hasta reyes como Alejandro Magno. A partir de Píndaro, la música se convirtió en un fenómeno de difusión cada vez mayor, y vivir de la música suponía diferentes modelos de negocio que nos comienzan a resultar familiares: podías componer, y recibir, como Píndaro, un pago por tus obras, que podían interpretar otros. Podías interpretar, viajando de un lugar a otro, y recibir un pago por tu interpretación, contribuyendo además a la difusión de las obras. Y podías enseñar el arte de tocar instrumentos a otros que deseaban aprenderlo y te pagaban por tus lecciones, como quien enseña cualquier otra materia.

En 1506, medio siglo después de la popularización de una nueva tecnología, la imprenta de Johannes Gutenberg, aparecen registros históricos de ejemplares impresos de “
A Lytel Geste of Robyne Hood”,
el primero de los llamados
broadsides
o
broadsheets
, hojas impresas con la letra e indicaciones de la música de una canción. En 1520, un comerciante inglés vendió la fastuosa cantidad de 190 hojas de una obra, dando lugar a otro modelo de negocio: la venta de copias de partituras de música. Finalmente, en 1566, se promulgó la obligación, para cada impresor que desease hacer una tirada, de registrarse con la Stationers’ Company de Londres y, comenzando en 1567, pagar cuatro peniques por canción. Esto se considera el origen del modelo que hoy conocemos como copyright. Este modelo, basado en la necesidad de controlar las obras impresas, estuvo vigente hasta 1709, cuando la fuerte presión social que pedía libertad de prensa se hizo efectiva. Curiosamente, el modelo de negocio en la época dorada de la Stationer’s Company era diferente al actual, sobre todo en cuanto a la localización del poder y el reparto del margen: desarrollado inicialmente para los libros, pero aplicado también a la música, el modelo consistía en que el autor vendía todos los derechos de su obra a cambio de un precio fijo a un impresor, el cual retenía el derecho perpetuo de explotación de la obra, incluso si ésta resultaba ser enormemente popular. Las obras, de hecho, se registraban en la Stationer’s Company con el nombre del editor, no con el del autor.

En 1877, llega otra nueva tecnología: Thomas Alva Edison fabrica el fonógrafo, la primera máquina capaz de grabar sonido. Edison, conocido como “el mago de Menlo Park”, está considerado el rey de la patente. Su habilidad a la hora de industrializar la innovación fue paralela al desarrollo de su pericia para el registro de patentes, incluso de inventos, como la bombilla, que simplemente no eran suyos. Su creación, el fonógrafo, provocó la traslación el modelo de copyright de las hojas de música a los soportes de audición (cilindros primero, y discos después). El mantenimiento del modelo de copyright evolucionó en lo que conocemos actualmente, con alguna leve corrección: las compañías discográficas se encargaban de conseguir artistas de talento para llevar a cabo la producción, fabricación, comercialización y distribución de las grabaciones, y el artista obtenía un 15% del precio en mayorista de cada copia en concepto de derechos de autor. Este modelo, ya familiar para nosotros, se ha llegado a complicar bastante con variaciones como los sistemas de costes recuperables, en los que un artista puede, por ejemplo, pactar el no ganar nada hasta que los ingresos de la discográfica le han permitido recuperar una gran parte de las inversiones iniciales en producción y marketing, y múltiples modelos afines sujetos a negociación.

Con el tiempo y la sucesivas generaciones de tecnología, las compañías discográficas llegaron a tener un control verdaderamente férreo de todo el proceso: al descubrir los principios del marketing masivo y su capacidad de manipulación de los gustos del público por mecanismos como la repetición, las discográficas podían seleccionar el talento en virtud de criterios puramente comerciales, y hacerlo llegar de manera masiva al público a través de los medios de comunicación. En general, más inversión en el canal conllevaba una mayor popularización, lo que en muchos casos generaba un hit o superventas.

La venta de copias pasó, más allá de la calidad, a representar la métrica del éxito. Pero la actividad de creación artística es distinta del mecanismo económico implicado en su sostenimiento o viabilidad. Johann Sebastian Bach era indudablemente un artista dotado de enorme capacidad creativa. El Duque Juan Ernesto III de Sajonia-Weimar (1664-1707) no lo era, pero jugó un papel fundamental en que Bach pudiera llegar a serlo. Mientras lo primero depende de factores como la capacidad de crear, la inspiración y la sensibilidad artística, lo segundo depende del nivel de recursos ociosos disponibles, del modelo de negocio o de la apreciación del público. El arte lo crea el artista, no los que desarrollan el modelo de negocio para incentivar su creación. Lícito es que el artista quiera obtener lo más posible a cambio de su creación, pero el proceso por el cual lo haga no es arte, sino simple explotación de un modelo de negocio, sujeto como todos a las condiciones de viabilidad del libre mercado.

La idea de copyright, o “derecho a hacer copias”, emerge en 1710 en el Reino Unido, con el llamado “Estatuto de la Reina Ana”, que protegía a los autores contra aquellos impresores que llevaban a cabo tiradas de las obras de estos autores sin su consentimiento. La idea era, precisamente, consagrar el derecho de un autor a percibir una compensación cada vez que alguien generaba un ingreso mediante una obra suya. En 1886, el copyright obtuvo reconocimiento y validez internacional al firmarse el Convenio de Berna, cuya última revisión data de 1989.

La clara separación entre la creación artística y la comercialización de la obra creada resulta fundamental a la hora de entender la evolución subsiguiente. Hace cierto tiempo, la tecnología inventó métodos para que la creación de un artista dejase de ser un acontecimiento único ligado al momento de su interpretación. Se inventó la capacidad de capturar el tiempo, de “meter al genio en la botella”, para liberar la creación cada vez que se quisiera disfrutar de ella. Por supuesto, esto impactó el modelo de negocio de los artistas, que hasta el momento permanecía ligado al momento de su interpretación. Pero los artistas siguieron siendo los artistas: los que grababan o comercializaban no se convirtieron en artistas. Esos son meramente empresarios que explotan un modelo de negocio.

Con el tiempo, los empresarios descubrieron además que el modelo era además perfectamente manipulable: que podían seleccionar a los artistas no por la calidad de su obra, sino por las posibilidades que les otorgaban de enriquecerse con la venta de copias. Desarrollaron todo un sistema para proporcionar oportunidades a aquel artista que maximizase el número de copias vendidas, convenciendo a los clientes de que la calidad de la creación dependía del número de personas dispuestas a pagar por ella. Dejaron fuera del sistema a miles de artistas, interesados sólo en los que, a cambio de unos costes de producción bajos (series largas de productos uniformes), les permitiesen llegar a un mercado lo más amplio posible. Inventaron modas y fans, mediatizaron la voluntad popular gracias a mecanismos como la publicidad y la payola
[2]
, completamente ajenos a la creación artística. Un proceso industrial destinado no a optimización de la creación artística, sino a la maximización del modelo de negocio ligado a la misma. En virtud de ese interés, la industria fue apoyándose en la tecnología para desarrollar soportes cada vez más baratos en su producción, pero por los que pedían al público que pagase cantidades cada vez mayores. En su apogeo, se calcula que esa industria daba acceso únicamente al 3% del total de la creación artística de la Historia: el 97% restante, simplemente, no les interesaba. No es que no fuese arte, sino que no les proporcionaba el margen que ellos querían. Según las métricas de la industria, no era un hit, sino un flop, y no debía por tanto ser producido, de acuerdo con la estructura de costes y comercialización disponibles.

Pero fue el mismo progreso tecnológico que les trajo hasta aquí el que determinó el fin de esa época. Llegar hasta el culmen de su desarrollo, evolucionar hasta convertirse en una industria enormemente popular con muchísimos millones de clientes fue algo que llevó a la industria de la música varios cientos de años, según donde estimemos su inicio. Pero de repente, por alguna razón, las cosas se aceleraron: en Junio de 1999, Shawn Fanning, un joven estudiante de primer año de la Northeastern University, crea Napster, y se convierte en uno de los fenómenos tecnológicos de más rápida difusión de la historia: en Febrero de 2001, en menos de dos años, alcanzaba ya a más de veintiséis millones de usuarios verificados en todo el mundo y se calcula que llegó a tener unos noventa millones. Las múltiples batallas legales emprendidas por la industria de la música, a pesar de conseguir el cierre de Napster en 2002 y de llevar a juicio a más de treinta mil usuarios por descargar música de Internet, nunca llegaron a conseguir que el fenómeno de las descargas disminuyese su cadencia. Hoy, prácticamente toda la música está disponible en redes P2P, y los usuarios son perfectamente libres para descargarla de acuerdo con las leyes que rigen en España. El valor de selección imperfecta aportado por la industria desaparece, al establecerse espacios en los que cualquier artista puede autoproducirse con un nivel de calidad razonable, y llegar directamente a su público mediante la distribución digital de sus obras. El valor aportado por el proceso de fabricación de soportes plásticos para la distribución de las obras desaparece también, de manera que las cifras de venta de discos caen de manera alarmante: la música se ha liberado de su soporte físico, y ahora circula libremente en la red mediante esquemas de todo tipo, desde modelos de pago hasta P2P, pasando por
streaming
o simples búsquedas que conducen a descargas directas.

De repente, la posibilidad de hacer una copia de una obra, que era precisamente lo que se suponía protegía el copyright, era algo al alcance de cualquiera. Tan al alcance de cualquiera, que resultaba de imposible protección. Copiar, en Internet, era tan natural como respirar: cada vez que un usuario hace clic sobre un vínculo, genera una copia. Copias son las páginas que leemos, las fotografías que vemos, y absolutamente cualquier cosa que nuestro navegador descarga: todo en Internet es copia de un original almacenado en un servidor. Por tanto, proteger el derecho del autor a percibir una remuneración por cada copia, cuando generalmente esas copias realizadas no generan ningún tipo de transacción económica, pasa a resultar completamente absurdo y sin sentido. E intentar perseguir a quienes copian lo es, obviamente, mucho más. La gama de esquemas mediante las que un usuario puede obtener una canción u obra determinada es creciente, y la práctica se ha extendido de tal manera que su aceptación social es absoluta. Las reacciones de la industria de la música, que ha traducido su poder económico en una fortísima capacidad de manipulación de la política y las leyes, no han conseguido en ningún momento que número de usuarios y el volumen de lo descargado se reduzca, y ha llevado además a que toda una generación de jóvenes crezca pensando que las leyes son una soberana estupidez que merece ser ignorada y que las discográficas o las entidades de gestión de derechos de autor son poco menos que la personificación de la peste negra.

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