Todo bajo el cielo (33 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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—¿Seis niveles? —proferí.

—¿El número sagrado? —preguntó al mismo tiempo Fernanda.

Lao Jiang, desolado, se quitó nuevamente las gafas.

—¿Podrían hacer las preguntas sin atropellarse, por favor? —rogó con un suspiro.

—Bien, yo primero —dije, adelantándome a mi sobrina—. ¿Cómo es que la tumba tiene seis niveles de profundidad? El historiador que hizo la crónica sobre el mausoleo no dice nada de eso.

—Cierto, Sima Qian no menciona este detalle, pero le recuerdo que Sima Qian escribió su historia cien años después de la muerte del emperador y que jamás visitó el lugar ni sabía dónde se encontraba. Se limitó a copiar las referencias que encontró en los viejos archivos históricos de la dinastía Qin.

—¿Por qué el seis era el número sagrado del Primer Emperador? —le atajó Fernanda, a quien le importaban poco la historia y las crónicas de nadie.

—Shi Huang Ti, influenciado por los maestros geománticos de su época, adoptó la filosofía de los Cinco Elementos. No voy a explicarles ahora en qué consiste —yo asentí; sabía de lo que hablaba y, desde luego, me parecía muy bien que no lo explicara. Me bastaba con tener anotada dicha teoría en mi libreta de dibujo—, pero, según el taoísmo, existe una relación armoniosa entre la naturaleza y los seres humanos, relación que se concreta en los Cinco Elementos, es decir, el Fuego, la Madera, la Tierra, el Metal y el Agua. El reinado de Shi Huang Ti, según el ciclo de estos Elementos, estaba regido por el Agua, ya que los reinados anteriores pertenecían al período del Fuego y él los había conquistado y dominado. Como el Elemento Agua se corresponde con el color negro, toda la corte imperial vestía de negro y todos los edificios, estandartes, ropas, sombreros y decoraciones se hacían con este color.

—¡Qué siniestro! —dejé escapar.

—Y por eso llamaban también a la gente del pueblo «cabezas negras». Pero, además, según la teoría de los Elementos, el Agua no sólo está asociada al color negro sino al número seis. Y ésa es la respuesta a su pregunta, Elvira: la tumba tiene seis niveles porque así lo dictaban las normas del emperador. Era su número geomántico.

—Por eso y porque quién se iba a imaginar que un mausoleo subterráneo pudiera tener seis pisos, ¿verdad?

—Verdad —confirmó él, poniéndose otra vez las gafas con gesto cansino—. Bien, en fin, estábamos leyendo... Aquí. «... el número sagrado del reinado del Dragón Primigenio. Cada uno de los niveles es una trampa mortal pensada para proteger el verdadero sepulcro, que se encuentra en el último, en el más profundo, a salvo de los profanadores y los saqueadores. Y allí es donde tú tienes que llegar, Sai Shi Gu'er. Ahora te daré toda la información que he recogido, con grandes dificultades, durante los últimos años. Los miembros del gabinete secreto del... ¿
Shaofu
?»... —Lao Jiang se detuvo—. No sé qué significa esta palabra. Me resulta completamente desconocida, «...del gabinete secreto del
Shaofu
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encargados de la seguridad trabajan en completo aislamiento y yo me he limitado a construir lo que ellos me han ordenado, pero puedo decirte algunas cosas que te servirán. Sé que en el primer nivel cientos de ballestas se dispararán cuando entres en el palacio pero podrás evitarlo estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia.»

—¡Esto es una locura! —exclamé, apabullada, sin poder evitarlo.

—«Del segundo nivel aún sé menos, pero no enciendas fuego allí para alumbrarte, avanza en la oscuridad o morirás. Del tercero conozco lo que yo hice: hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte pero existe un camino entre ellos que lleva a la salida. En el cuarto nivel está la cámara de los
Bian Zhong
...» —Lao Jiang se detuvo, pensativo—. No sé qué son los
Bian Zhong
. «...la cámara de los
Bian Zhong
, que tiene relación con los Cinco Elementos».

—Eso sí lo sabemos —apunté, animosa, pero nadie me secundó.

—«En el quinto hay un candado especial que sólo se abre con magia. Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» —Hizo una pausa y se pasó la mano por la frente—. «Te ruego, hijo mío, que vengas y que hagas lo que te pido. Inclinándome dos veces, Sai Wu.»

—¿Cree que podremos conseguirlo? —le pregunté. La confianza que flotaba en el aire al comenzar la lectura se había esfumado por completo. Ahora, como los enfermos postrados en cama que no pueden levantarse, permanecíamos en silencio, inmóviles, atrapados por la duda.

—Este texto es muy antiguo —farfulló Lao Jiang tras meditar un poco la respuesta—. Lo que entonces era ciencia avanzada hoy ya no lo es. Tampoco creemos ya en la magia y, sin duda, disponemos de copias suficientes de los manuscritos que contienen los conocimientos que entonces sólo eran accesibles a los eruditos de la corte y a los emperadores. Creo que no debemos preocuparnos —concluyó—. Estoy seguro de que lo conseguiremos.

Durante unos minutos nadie dijo nada. Todos reflexionábamos. El peligro real podía no ser, como decía Lao Jiang, aquel conjunto de viejas trampas que incluso cabía la posibilidad de que hubieran dejado de funcionar. No, el peligro real era enterrarnos a una gran profundidad bajo tierra en una edificación excesivamente antigua. Todo el mausoleo podía venirse abajo y pillarnos dentro como ratas en una ratonera. Podíamos terminar sepultados bajo innumerables capas de escombros y aquella idea me impedía respirar. Además, no había que olvidar a los niños: ¿cómo íbamos a ponerlos en semejante peligro? No cabía duda de que lo mejor era dejarlos en Wudang. Yo estaba atrapada por las importantes deudas que me había dejado Rémy, pero Fernanda no tenía ninguna necesidad de morir a los diecisiete años y Biao tampoco debía terminar sus días de una manera tan triste.

—Los niños se quedarán en Wudang —anuncié.

Mi sobrina se volvió para mirarme con una expresión de colérica incredulidad.

—La idea fue tuya, Fernanda —le advertí antes de que empezara a protestar—. Esta misma mañana estabas muy molesta por tener que abandonar el monasterio. Voy a consentir que te quedes para que puedas progresar en tus ejercicios.

—¡Pero ahora quiero ir! —se enojó.

—Pues ahora a mí me da lo mismo lo que tú quieras —objeté sin alterarme—. Biao y tú os quedaréis en Wudang hasta que volvamos a recogeros.

—Estoy de acuerdo —murmuró Lao Jiang—. Fernanda y Biao se quedarán en Wudang al cuidado de los monjes.

La cara de Biao se había inflamado como en un incendio: dos rosetones de color bermellón emergían sobre el cobrizo de sus mejillas y sus orejas estaban a punto de prenderse fuego. Seguramente era el efecto de la fuerza que hacía para contener las airadas protestas que le hervían por dentro, ya que él, como Fernanda, hubiera dado cualquier cosa por acompañarnos a la tumba del Primer Emperador.

Mi sobrina fue la primera en abandonar la habitación de estudio. Salió de allí, muy digna y muy ofendida, seguida a poca distancia por el larguirucho Biao que, por miedo a la vara, disimulaba su enfado todo lo que podía. Yo estaba segura de que, en breves momentos, empezarían a pitarme muchísimo los oídos.

Una vez solos, Lao Jiang y yo nos miramos.

—Vamos a echar de menos a Paddy —dijo el anticuario.

—Cierto. Usted y yo somos pocos para afrontar una empresa semejante.

—¿Qué podemos hacer? ¿Pedir ayuda a nuestros soldados? ¿Involucrarlos hasta ese punto?

—No creo que sea buena idea —argüí.

—Yo tampoco, pero vamos a necesitarles. Piénselo.

—No necesito pensarlo. Serían más un peligro que una ayuda.

—Lo sé, lo sé... —reconoció con pesar—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

Intenté encontrar una solución rápidamente. Y, de pronto, se me ocurrió algo.

—¿Y si le pedimos ayuda al abad? Dijo que no dudáramos en solicitarle cualquier cosa que necesitáramos.

—¿Y qué «cosa» le pediríamos? —ironizó.

—Un monje —propuse—. O dos.

—¿Monjes...?

—¡Mire a su alrededor! Tenemos montones de taoístas expertos en artes marciales, en historia antigua, en adivinación, en astrología, magia, geomántica, filosofía... —me exalté.

Lao Jiang me observó preocupado.

—Pero, entonces, deberíamos compartir una parte del tesoro con el monasterio.

—¡No sea tan avaricioso! —proferí, indignada. Ya sabía que su parte no era para él sino para el Kuomintang, pero me daba lo mismo—. ¿No le parece magnífico que las riquezas del Primer Emperador se distribuyan entre un periodista borracho, una viuda endeudada, los nacionalistas, los comunistas y un monasterio taoísta? ¿Prefiere acaso que caigan en manos de Puyi y los suyos o, peor aún, de los japoneses?

Aquellas preguntas le hicieron reflexionar.

—Tiene usted razón —admitió, visiblemente contrariado—. Voy a escribir una carta al abad explicándole nuestras necesidades. Le comentaré, de paso, que los niños se quedan aquí y le ofreceré participar en el reparto de las riquezas del mausoleo. Ya veremos qué dice.

Aquella tarde, tras una comida a la que no asistieron los desaparecidos Fernanda y Biao, dos extraños personajes hicieron su aparición en la puerta de nuestra casa. Eran dos monjes —cosa nada extraordinaria en un monasterio—, pero lo raro de ellos era su notable parecido: misma altura, mismo cuerpo, misma cara... Traían una carta del abad en respuesta a la de Lao Jiang. Mientras el anticuario la leía con suma atención yo observaba estupefacta a los dos gemelos que esperaban sin pestañear en el pórtico del patio. Eran delgados y aún tenían el pelo negro aunque ya escaso; las cejas pobladas, los ojos muy separados y una barbilla tan pronunciada que les deformaba la cara. Sólo pude advertir una pequeña diferencia entre ambos tras mucho examinarles (y podía hacerlo tranquilamente porque ellos sólo miraban a Lao Jiang) y fue una ligera sombra en la mejilla del monje situado a la izquierda.

—El abad nos envía a los hermanos Daiyu y Hongyu —dijo entonces el anticuario, levantando la mirada del papel; ellos hicieron una reverencia al escuchar sus nombres—. Uno de los dos es el maestro Daiyu, «Jade Negro», experto en artes marciales. —El de la mancha inapreciable en la cara volvió a inclinarse educadamente—. El otro es su hermano, el maestro Hongyu, «Jade Rojo», uno de los mayores eruditos de Wudang. —El aludido repitió el gesto—. Ambos son de Hankow y hablan francés, así que no habrá problemas de comunicación. Maestros Jade Negro y Jade Rojo, es un gran honor para
madame
De Poulain y para mí, Jiang Longyan, contar con vuestra ayuda en nuestro viaje. Estamos muy agradecidos al abad por poner a nuestra disposición a dos consejeros tan ilustres como ustedes.

A continuación, hicimos todos muchas reverencias pero, en el fondo, yo estaba bastante molesta porque los dos Jades me ignoraban como Lao Jiang había ignorado a mi sobrina en el pasado. Creí oportuno hacer un pequeño comentario:

—Quizá sería buena idea que los maestros Jade Negro y Jade Rojo recibieran mi consentimiento para mirarme y dirigirse a mí con toda confianza.

Las cejas de ambos se arquearon y el anticuario, antes de sufrir un conflicto diplomático, les soltó una larga conferencia en chino que no comprendí pero que surtió efecto porque, al terminar, ambos gemelos se volvieron y, tras echarme una ojeada indecisa, hicieron una nueva sarta de reverencias. Aquello ya era otra cosa.

—Saldremos mañana al amanecer —anunció Lao Jiang—. Debemos mandar recado a nuestros soldados en Junzhou para que vayan hacia el norte. Nos encontraremos con ellos en Shiyan. Sería absurdo retroceder para recogerlos.

—Mañana es un día propicio para partir —dijo el maestro Jade Rojo—. Tendremos un buen viaje.

—Eso espero... —murmuré no muy convencida.

Aquella noche la cena fue muy triste. Fernanda seguía enfadada y se negaba a hablar. Comió frugalmente un poco de tofu con verduras y setas y, con lágrimas en los ojos, se fue a dormir. Cuando entré en la habitación, yacía de cara a la pared.

—¿Estás despierta? —murmuré sentándome en el borde de su k'ang; no me respondió—. Volveremos pronto, Fernanda. Aprende y estudia, aprovecha el tiempo que vas a pasar en Wudang. Voy a dejarte escrita una carta para el cónsul español en Shanghai, don Julio Palencia. Si me pasara algo... Si a mí me pasara algo, regresa a Shanghai con Biao y entrégale la carta. El te ayudará a volver a España.

Una respiración profunda fue toda la respuesta que obtuve. Quizá dormía de verdad. Me levanté y subí a la habitación de estudio para escribir la carta.

Antes del amanecer de aquel martes, 30 de octubre, todavía con noche cerrada y con los niños durmiendo, Lao Jiang, los dos monjes gemelos y yo partimos del monasterio a paso ligero cargando nuestros fardos al hombro. Hacía un frío terrible aunque, por suerte, no llovía; lo último que deseábamos era un aguacero sobre nuestras cabezas en pleno descenso de la Montaña Misteriosa. Conforme el sol se fue alzando en el cielo despejado, la profecía del maestro Jade Rojo sobre un día propicio pareció cumplirse a rajatabla.

Mientras caminábamos en silencio íbamos dejando atrás los hermosos picos de Wudang, los templos y los palacios, las grandes escalinatas, las estatuas de grullas y tigres, los océanos de nubes y los bosques cerrados e impenetrables de hermosos tonos verdes y ocres. Sólo habíamos pasado allí cinco días pero sentía que era una especie de hogar al que siempre me gustaría volver y que cuando estuviera en París, en mitad del ruido de los autos, de las luces nocturnas de las calles, de las voces de la gente y del ajetreo cotidiano de una gran ciudad occidental, recordaría Wudang como un paraíso secreto donde la vida estaría transcurriendo de otra manera, a otra velocidad. Los monos chillaban como si nos despidieran y yo sólo pensaba en regresar pronto para recoger a Fernanda y no porque tuviera miedo de lo que nos esperaba, que lo tenía, sino porque ya echaba de menos a la niña y quería estar de vuelta con todo el asunto resuelto.

Cerca del anochecer cruzamos otra de aquellas exóticas puertas que daban acceso a la Montaña Misteriosa. Esta era un poco diferente, más pequeña quizá que aquella por la que entramos cerca de Junzhou, menos decorada, pero igual de antigua e imponente. Hicimos noche en un
lü kuan
de peregrinos y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, tuve una habitación para mí sola. Me pregunté cómo estaría la niña, cómo habrían pasado el día Biao y ella. Por desgracia, Lao Jiang y los maestros Rojo y Negro —ese mismo día empecé a llamarlos así en recuerdo de
Le rouge
et le noir, la conocida novela de Stendhal— no eran una compañía demasiado agradable. Dormí poco y mal, aunque me levanté a tiempo para sumarme al grupo de ejercicios taichi que se había formado en el patio del albergue.

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