Todo bajo el cielo (22 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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Nuestro sampán era una auténtica casa flotante que, por comparación con la barcaza en la que habíamos navegado hasta Nanking, podía considerarse casi un hotel de lujo: era grande y amplio, con dos velas enormes que se abrían como abanicos, un par de habitaciones en el interior de la cabina —cubierta por un hermoso tejado rojo hecho de cañas de bambú combadas— y una cubierta tan plana que Lao Jiang y yo podíamos practicar los ejercicios taichi sin más problemas que los provocados por la corriente del río, a veces muy embravecida. El patrón era miembro del Kuomintang y los dos marineros a sus órdenes eran soldados del capitán Song encargados de custodiarnos hasta Hankow, donde otro destacamento militar se haría cargo de nuestra seguridad. Lao Jiang temía que la Banda Verde pudiera atacarnos en el río, así que obligaba a los soldados a vigilar día y noche las riberas y él observaba con ojos de águila todos los barcos con los que nos cruzábamos, fueran chinos u occidentales. Confiaba en que el denso tráfico fluvial nos hiciera invisibles o que los hombres de
Surcos
Huang creyeran que habíamos tomado el Expreso Nanking-Hankow. Yo, por mi parte, en cuanto pasábamos frente a alguna gran ciudad, temía que nos dijera de nuevo aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» y ya me veía cargando mi hatillo y abandonando el sampán para tomar otro medio de transporte mucho menos cómodo. Pero los días pasaron y llegamos a Hankow sin ningún problema.

De aquel viaje recuerdo especialmente una noche en la que estaba sentada en la proa de la nave, rodeada por el incienso que usaba el patrón para espantar a los mosquitos y viendo balancearse las linternas de aceite al ritmo del río. Lejanamente se oía el ruido de la resaca del agua contra las orillas. De repente me di cuenta de que estaba cansada. Mi vida en Occidente me parecía lejana, muy lejana, y todas las cosas que allí tenían valor aquí resultaban absurdas. Los viajes tienen ese poder mágico sobre el tiempo y la razón, me dije, al obligarte a romper con las costumbres y los miedos que, sin darnos cuenta, se han vuelto gruesas cadenas. No hubiera querido estar en ninguna otra parte en aquel momento ni hubiera cambiado la brisa del Yangtsé por el aire de Europa. Era como si el mundo me llamara, como si, de pronto, la inmensidad del planeta me suplicara que la recorriera, que no volviera a encerrarme en el mezquino corrillo de zancadillas, ambiciones y pequeñas envidias que era el círculo de los pintores, galeristas y marchantes de París. ¿Qué tenía yo que ver con todo aquello? Allí sí que había auténticos mandarines que decidían lo que era arte y lo que no, lo que era moderno y lo que no, lo que debía gustar al público y lo que no. Ya estaba harta de todo aquello. En realidad, lo único que yo quería era pintar y eso podía hacerlo en cualquier parte del mundo, sin competir con oíros artistas ni tener que adular a los galeristas y a los críticos. Buscaría la tumba del Primer Emperador para saldar las deudas de Rémy pero, si todo aquello no era más que una locura y el lance terminaba sin éxito, no volvería a tener miedo. Empezaría otra vez de la nada. Seguramente, los nuevos ricos de Shanghai, tan esnobs y tan chics, pagarían bien por la pintura occidental.

Aquella noche tan querida para mí fue la del 13 de septiembre. Dos días después arribamos al puerto de Hankow y Fernanda y yo nos enteramos, al poco de desembarcar y gracias a los cablegramas de información internacional que se recibían en el cuartel general del Kuomintang, que en aquella fecha había tenido lugar en España un golpe de Estado dirigido por el general Primo de Rivera quien, apoyado por la extrema derecha y con el beneplácito del rey Alfonso XIII, había disuelto las Cortes democráticamente elegidas y había proclamado una dictadura militar. En maestro país imperaba ahora la ley marcial, la censura y la persecución política e ideológica.

CAPÍTULO TERCERO

Aún no habíamos llegado y el anticuario ya estaba ansioso por abandonar Hankow. Decía que allí no íbamos a estar seguros, que era una ciudad violenta y peligrosa y, de hecho, en el puerto, además de los sampanes, los juncos, los remolcadores y los vapores mercantes que atestaban el río, había una cantidad respetable de grandes buques de guerra de todas las nacionalidades. Esta visión, además de sobrecogerme, me persuadió de la necesidad de marcharnos cuanto antes pero, al parecer, no podíamos hacerlo hasta que el Kuomintang nos proporcionara un destacamento de soldados para nuestra protección. El patrón del sampán no ocultaba su nerviosismo mientras, con las manos clavadas en el timón, maniobraba esforzadamente entre la niebla para franquear los inmensos armazones metálicos.

Hankow
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, situada en la confluencia del Yangtsé con uno de sus grandes afluentes, el Han-Shui, era el último puerto al que las embarcaciones podían llegar desde Shanghai, a más de mil quinientos kilómetros aguas abajo. Después, el gran río Azul se volvía impracticable, de manera que las potencias occidentales, por motivos comerciales, habían convertido la ciudad en un gran puerto franco y habían levantado en ella unas espléndidas Concesiones que, para su desgracia, sólo habían atraído desde el principio la mala suerte: durante la revolución de 1911 contra el emperador Puyi, la urbe fue prácticamente arrasada y sólo siete meses antes de nuestra llegada habían tenido lugar en ella duros enfrentamientos y matanzas entre miembros del Kuomintang, del Kungchantang —el joven Partido Comunista, fundado apenas dos años atrás en Shanghai— y de las tropas de los caudillos militares que dominaban la zona.

Mientras los
rickshaws
nos llevaban hacia el cuartel del Kuomintang, los dos soldados disfrazados de marineros que nos habían acompañado desde Nanking corrían a nuestro lado con los pies descalzos y las manos en los revólveres que ocultaban bajo la ropa. Hubiera preferido, con diferencia, buscar alojamiento en algún
lü kuan
anodino; estar en manos de un partido militarizado empezaba a gustarme menos que los ataques de la Banda Verde, aunque no por ello dejaba de reconocer que nos hacía falta su amparo. Ahora, en Hankow, de nuevo en tierra firme, ¿cuánto tiempo transcurriría antes de que los esbirros que nos hostigaban desde Shanghai nos atacaran de nuevo?

Pasamos junto a unas viejas murallas destrozadas, dejamos atrás la —en otro tiempo— elegante Concesión Británica y llamó mi atención un soberbio edificio victoriano cuyas columnas corintias parecían haber sido abatidas a tiros. El hermoso estilo arquitectónico colonial estaba por todas partes pero también por todas partes había caído sobre él un odio destructor difícil de comprender. Al igual que había ocurrido poco antes en Europa, en China la guerra también estaba haciendo retroceder a la gente hacia el vandalismo, la necedad y la barbarie. Hankow debía de ser un polvorín y, en opinión de Lao Jiang y mía, no era una buena idea permanecer allí mucho tiempo.

Por suerte para nosotros, en el cuartel lo tenían todo preparado. Alguien había avisado por telegrafía al comandante del puesto y, desde días atrás, los transportes, avíos y escoltas aguardaban nuestra llegada listos para partir. Fue entonces cuando nos enteramos del golpe militar ocurrido en España y, mientras yo me lamentaba e intentaba explicarle a mi ignorante sobrina el alcance de la desgracia, el señor Jiang, viendo que había un teléfono, pidió permiso para ponerse en comunicación con el cuartel general de Nanking y preguntar por el estado de salud de Paddy Tichborne. Las noticias, por desgracia, no fueron buenas:

—La pierna se le ha gangrenado y van a tener que amputársela —me contó cuando se reunió con nosotros en el patio trasero del recinto, donde aguardaban los caballos—. Le trasladaron ayer mismo a un hospital de Shanghai porque se negaba a ser intervenido en Nanking. Por lo visto, armó un escándalo terrible cuando le dieron la noticia.

—¡Es espantoso! —murmuré, apesadumbrada.

—Le voy a dar su primera lección de taoísmo, madame: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang. No se preocupe por Paddy —me recomendó con una sonrisa—. Tendrá que dejar la bebida durante algún tiempo y, luego, cuando se encuentre mejor, escribirá uno de esos libros insufribles de los suyos sobre esta experiencia y conseguirá un gran éxito. En Europa gustan mucho las historias sobre el peligroso Oriente.

Tenía razón. A mí también me encantaban, sobre todo las de Emilio Salgari.

—Pero ¿y si en ese libro cuenta algo que no debe sobre la tumba del Primer Emperador?

Lao Jiang entornó los ojos y sonrió misteriosamente.

—Aún no tenemos la tercera parte del
jiance
. Nadie sabe en realidad dónde está el mausoleo y a nuestro amigo Paddy le quedan por delante muchos meses de dolorosa convalecencia antes de que pueda siquiera empezar a pensar en escribir —sonrió—. ¿Está lista,
madame
? Nos espera un largo viaje por tierra hasta las montañas Qin Ling. Debemos llegar al antiguo monasterio taoísta de Wudang. Calculo que tardaremos un mes y medio en recorrer los ochocientos
li
que tenemos por delante.

¿Un mes y medio? Pero ¿cuánto era un
li
?, me pregunté rápidamente. ¿Un kilómetro..., quinientos metros?

—Desde Hankow hasta Wudang hay unos cuatrocientos kilómetros en dirección oeste-norte
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,
madame
—me aclaró el anticuario, leyéndome el pensamiento—. Pero no es un camino fácil. Cruzaremos un valle durante muchos días y, luego, habrá que ascender hasta la cumbre de Wudang Shan
28
. Allí fue donde el Príncipe de Gui envió a su tercer amigo, el maestro geomántico Yue Ling, con el último fragmento del
jiance
, ¿lo recuerda?

Inesperadamente, el anticuario cerró el puño de una mano dentro de la otra a la altura de los labios y se inclinó respetuosamente ante mí.

—Sin embargo, antes de partir,
madame
, debo disculparme —dijo manteniéndose en esa humilde postura—. Tenía usted razón en Nanking cuando afirmó que les estaba utilizando para conseguir mis objetivos. Debe perdonarme. No obstante, aprovecho la ocasión para pedirle disculpas también por el futuro, puesto que voy a seguir haciéndolo. Le agradezco su compañía y le agradezco, sin duda, sus puntos de vista occidentales y las cosas que intenta enseñarme.

¡Vaya, aquello era casi una declaración de paz en su sentido más amplio! Siempre me quedaría la incertidumbre, dado lo retorcido del carácter y el lenguaje de los celestes, de si esa mención a las enseñanzas que él decía recibir de mí no sería un educado recordatorio de las que yo estaba recibiendo de él y que bien podían ser el pago por la utilización de nuestras personas. En aquel mismo momento decidí que sí, que lo eran, así que tanta disculpa y tanta inclinación no significaban otra cosa que la firma de un tratado, no de paz, como yo había pensado, sino comercial. Bueno, así funcionaba el mundo.

—Admito sus disculpas —dije imitando el gesto de las manos y la reverencia—, y le doy las gracias por su sinceridad y por todo lo que me está enseñando. Pero, aprovechando el momento, me gustaría pedirle que supere su desprecio hacia las mujeres y que trate a mi sobrina con la misma consideración con que trata al joven criado. Este detalle sería muy importante para nosotras y le colocaría a usted en una posición más propia del mundo de hoy.

Lao Jiang no hizo el menor gesto que indicara que aquello le había molestado o, quizá, todo lo contrario, así que partimos de Hankow con una buena actitud y una nueva relación de confianza que, a la postre, hizo un poco menos desagradable el largo y penoso viaje.

Nuestro convoy estaba formado por una recua de diez caballos y mulas cargados con cajas y sacos, cinco soldados disfrazados de campesinos y nosotros cuatro, que marchábamos a pie junto a los animales entre otras cosas porque ni Fernanda, ni Biao, ni yo sabíamos montar y Lao Jiang, que sí sabía, prefería caminar ya que, decía, aumentaba el vigor, la circulación sanguínea y la resistencia a las enfermedades, además de permitirle estudiar de cerca las elegantes arquitecturas internas de la naturaleza y, por lo tanto, del Tao ya que, sin ser lo mismo, una era la imagen del otro. Apenas dejamos Hankow, saliendo por la puerta Tatche Men, descubrí que mi sobrina ya no era la sobrina gorda y fea que apareció cierto día en mi casa de París con una cursi capotita negra en la cabeza. Ahora se cubría con un sombrero chino y las ropas azules de criada empezaban a bailarle alrededor del cuerpo. Había perdido muchos kilos y su figura, aunque invisible bajo el lienzo de algodón, se adivinaba más armoniosa. Al igual que su abuela y su madre, la gordura de Fernanda venía del pecado de la gula, pecado del que, en aquel viaje, estaba completamente a salvo ya que las comidas chinas eran de lo más frugales. Además, el sol que recibía en la cara ponía en su piel un brillo trigueño que, aunque resultaba muy poco elegante, le daba un aspecto saludable y confería mucha más credibilidad a su disfraz.

Como no debíamos llamar la atención, todo cuanto necesitábamos estaba dentro de las cajas que acarreaban los animales: alimentos secos, pastillas de té prensado, cebada para los caballos, gorros de piel, gruesos abrigos para la montaña, esteras trenzadas de bambú blando para dormir, mantas, vino de arroz, algo llamado licor de tigre para el frío, sandalias de cáñamo de repuesto y un botiquín (¡chino, un botiquín chino!, que, por supuesto, no tenía ninguno de los medicamentos conocidos en Occidente y sí cosas como ginseng, tisanas de junco, raíces, hojas, begonias secas para los pulmones y la respiración, píldoras de las Seis Armonías para fortalecer los órganos y algo llamado Elíxir de los Tres Genios Inmortales para tratar el estómago y las indigestiones). Con todo ello esperábamos no tener que abastecernos en los mercados de las poblaciones que aparecerían en nuestra ruta y que trataríamos de esquivar dando fastidiosos rodeos. Tras la derrota sufrida en Nanking por la Banda Verde, y como no había quedado ni un solo esbirro vivo, era probable que hubieran perdido nuestra pista y que no los volviésemos a ver pero, por si acaso, convendría pasar lo más desapercibidas posible. También era verdad que quizá conocían nuestro siguiente destino y que podían encontrarse allí, listos para embestirnos en cuanto asomáramos la nariz por el monasterio. El señor Jiang estaba convencido de que, una vez dentro de Wudang, ya no correríamos ningún peligro porque no había ejército en China que se atreviese a atacar a un grupo de monjes taoístas maestros en lucha.

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