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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (2 page)

BOOK: Titus solo
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CUATRO

Titus se puso en pie y echó a andar, no por las colinas, en dirección a la ciudad, sino bajando por una empinada pendiente hacia el río, donde había dejado el bote. Y allí lo encontró, envuelto en la penumbra de los lirios, amarrado, susurrando en la orilla.

Pero cuando se agachó para soltar el cabo, dos figuras se abrieron paso entre los juncos y avanzaron hacia él, y los juncos se cerraron a sus espaldas como una cortina. La repentina aparición de esos hombres hizo que el corazón de Titus se desbocara y, antes de saber siquiera lo que hacía, dio un salto hacia atrás y cayó en el bote, que se ladeó y se tambaleó como si quisiera echarlo.

Aquellos hombres llevaban una especie de uniforme, aunque era difícil decir de qué clase, porque sus cabezas y sus cuerpos estaban cubiertos por las sombras de los lirios y franjas de luz de luna. Una de las cabezas estaba totalmente iluminada, salvo por una tira de un par de centímetros de ancho que bajaba de la frente hasta un ojo, sumido en la oscuridad, y seguía sobre la mejilla hasta la alargada mandíbula del hombre.

La otra figura no tenía cara; formaba parte de la oscuridad aniquiladora. Pero su pecho estaba encendido por una tela verde lima y uno de sus pies destellaba como fósforo.

Al ver que Titus se debatía con su largo remo, no emitieron sonido alguno, sino que se metieron sin vacilar en el río y se adentraron hasta la parte más profunda, hasta que sólo sus cabezas emplumadas asomaban en la superficie opaca. Y esas cabezas, aun en lo extremo de su huida, a Titus le pareció como si estuvieran separadas y flotaran, como si pudieran desplazarse arriba y abajo como los reyes y los caballos en un tablero de ajedrez.

No era la primera ocasión en que alguien se acercaba a Titus en aquellas regiones en apariencia tan remotas. Había escapado otras veces, y ahora, mientras su bote se alejaba sobre las aguas, recordó que siempre era lo mismo: la repentina aparición, el salto de la huida y el extraño silencio que se producía cuando quienes querían capturarlo iban perdiéndose en la distancia y desaparecían… aunque no para siempre.

CINCO

Titus había visto una ciudad dormida en el aire gris y encendido, de modo que dejó a un lado el recuerdo de su hogar abandonado, de su madre y el llanto de desertor de su corazón; y a pesar de la fatiga y el hambre sonrió, porque era tan joven como lo permitían sus veinte años, y tan viejo como podía serlo a esa edad.

Sonrió una vez más, pero al hacerlo se tambaleó y, sin darse cuenta, cayó de costado en un mortal vahído, su sonrisa se desenfocó emborronando sus labios y el remo se soltó de su mano.

SEIS

Nada supo de buena parte de lo que sucedió durante aquella noche. Nada de la forma en que su pequeña embarcación giró y giró. Nada de la ciudad que se deslizaba hacia él. De los grandes árboles que flanqueaban el río por ambas orillas, con sus raíces marmóreas que entraban y salían del agua retorciéndose y brillaban a la luz de la luna; del jorobado que, en la semioscuridad, donde los escalones se introducían en la corriente, dio la espalda a la mísera red que trataba de desenredar y, al ver un bote aparentemente vacío que se dirigía hacia él, con la popa apuntándolo, se metió chapoteando en el agua, aferró los escalamos y luego cogió al joven, con asombro, para sacarlo de su cuna iluminada por la luna, dejando que la embarcación se alejara con rapidez por el ancho río.

Titus no supo nada de todo esto; no supo que el hombre que le había salvado miró con gesto inexpresivo al andrajoso vagabundo que tenía a sus pies en los escalones que bajaban hasta el agua, pues ahí fue donde dejó aquel montón de fatiga.

De haber agachado el anciano la cabeza tal vez hubiera oído un sonido distante y notado el temblor de los labios de Titus, porque el joven musitaba para sus adentros:

¡Despierta, maldita ciudad…, aporrea tus campanas! ¡Voy a comerte!

SIETE

Ciertamente, la ciudad despertaba entonces y, saliendo de la oscuridad, hicieron su aparición en el muelle unas figuras; algunas a pie, abrazándose por el frío; otras en desvencijados carros tirados por mulas, grandes bestias cuyos ollares se dilataban por el aire frío, y cuyos huesos tensaban la vasta piel de la grupa, con la mirada desbocada y el aliento agrio.

Y había algunas, en su mayor parte ancianos consumidos, que se desprendían de las sombras como si la oscuridad los escupiera. Se dirigían hacia el río en carretillas impulsadas por sus hijos y los hijos de sus hijos; o en carros, carromatos o carretas tiradas por burros. Todos ellos con sus redes o sus sedales, mientras las ruedas traqueteaban sobre el empedrado del embarcadero y el alba iba cobrando fuerza. También un vehículo a vapor largo y sombrío que emergió con un chirrido de las sombras. Su capota era del color de la sangre. Su agua hervía. Relinchaba como un caballo y se sacudía como si estuviera vivo.

El conductor, un hombre grande, demacrado, con una nariz que recordaba un timón, mandíbula cuadrada y miembros largos y musculosos, parecía ajeno al estado de su automóvil o al peligro que suponía para sí mismo o para el conglomerado de individuos que se apretujaban entre sus redes en la «popa» podrida del aciago artefacto.

Pero no iba sentado, sino que conducía prácticamente tumbado, con los pies apoyados ociosamente sobre el embrague y el pedal del freno. No bien detuvo el vehículo, como si el rebuzno de un burro distante fuera una señal, bajó del asiento del conductor a un lado del coche siseante y se desperezó, estirando tanto los brazos que por un momento pareció un oráculo ordenando al sol y la luna que mantuvieran las distancias.

¿Por qué con tanta frecuencia se molestaba en bajar al alba hasta los escalones del río y ayudar a los mendigos que quisieran subirse en la destartalada popa de su coche? Es difícil saberlo, pues básicamente era un hombre poco compasivo, un hombre hiriente, descarado y desapasionado, que jamás llevaba a nadie a su lado en la parte delantera del vehículo, salvo ocasionalmente un viejo mandril.

Tampoco pescaba. Ni tenía ningún deseo de contemplar la salida del sol. Se limitaba a aparecer entre las sombras de la noche y encendía una vieja pipa negra, mientras los desamparados y los hambrientos iban descendiendo a la orilla hasta cubrirla como una oscura marea y la primera gota de sangre aparecía en el horizonte.

Aquella mañana en particular, mientras estaba allí de pie con los brazos en jarras, mientras observaba cómo eran empujados los botes al agua y la oscura espuma se abría bajo la acción de las proas, vio al jorobado, arrodillado en los escalones, con un joven postrado a sus pies.

OCHO

Obviamente el viejo jorobado no sabía qué hacer con aquel visitante salido de la nada. Por la forma en que había aferrado a Titus para sacarlo del bote se hubiera podido pensar que, pese a su edad, era un hombre de ingenio y acción. Pero no. Lo que hizo fue algo que en lo sucesivo nunca dejaría de maravillarlo a él y a sus amigos, pues era de todos sabido que más bien se trataba de un hombre torpe e ignorante. Y así, ahora que el peligro había pasado, volvía a ser él mismo y se quedó de rodillas, contemplando a Titus con gesto impotente.

Más abajo, en el río se habían encendido las antorchas y el agua reflejaba una luz rojiza. Los cormoranes, liberados de sus jaulas de mimbre, se deslizaban sobre la superficie y se zambullían en el agua. Una mula, recortada contra la luz de una antorcha, levantó la cabeza y enseñó sus dientes repugnantes.

Trampamorro, el dueño del vehículo, se había ido acercando al jorobado y al joven, y estaba ahora inclinado sobre Titus, no con gesto amable o preocupado, o eso parecía, sino con aire distante… incluso orgulloso, frente a la desdicha del otro.

—Al coche con él —musitó—. No tengo ni idea de lo que es, pero tiene pulso.

Trampamorro retiró índice y pulgar de la muñeca de Titus y señaló su coche largo y vibrante con un imponente gesto.

Dos mendigos, abriéndose paso entre la multitud que se había congregado en torno a la figura postrada de Titus, apartaron al viejo, levantaron al joven conde de Gormenghast, tan harapiento como ellos mismos, cual saco terrero, y fueron arrastrando los pies hasta el coche para colocarlo en la popa del indescriptible vehículo… un caos de cuero mohoso, hojas mojadas, viejas jaulas, muelles rotos, herrumbre y porquería en general.

Trampamorro, siguiéndolos a grandes zancadas, lentas y arrogantes, estaba ya a medio camino de su diabólico vehículo cuando una franja de oscuridad se desplazó en el cielo y el borde escarlata de un enorme sol se abrió paso como la hoja de una navaja, y al punto, los botes y sus tripulaciones, los hombres de los cormoranes y sus aves con cuello de botella, los juncos y las márgenes cenagosas, las acémilas y los carros, las redes y los arpones y hasta el propio río parecieron encenderse.

Pero Trampamorro no tenía ojos para todo aquello y por lo que respecta a Titus eso fue bueno, porque, al dar la espalda al espectáculo del amanecer como si tuviera tanto interés como un viejo calcetín, gracias a la luz de aquello mismo que desdeñaba, vio a dos hombres que se acercaban con rapidez y suavidad, con yelmos en sus cabezas idénticas y unos pergaminos enrollados en la mano.

Trampamorrro enarcó las cejas, y su frente chata quedó tan arrugada como el cuero de la parte posterior de su coche. Volvió entonces la vista hacia el vehículo, como para calcular la distancia, y siguió adelante, alargando de forma casi imperceptible cada paso.

Los dos hombres que se acercaban no parecían caminar, era como si flotaran, tal era la suavidad con que avanzaban, y los pescadores que aún estaban en el muelle empedrado se apartaban para dejarles pasar, porque avanzaban inexorablemente hacia donde estaba Titus.

¿Cómo sabían que estaba en el coche? Es difícil decirlo, pero lo sabían, y con los yelmos refulgiendo bajo los rayos del sol, avanzaban hacia él con una terrible determinación.

NUEVE

Fue entonces cuando Titus despertó, levantó la cabeza y no vio nada, salvo el resplandor del cielo del amanecer y la profusión de estrellas.

¿Qué utilidad podían tener? Su estómago rugía de hambre y él temblaba de frío. Se apoyó sobre un codo y se humedeció los labios. Sus ropas mojadas se pegaban a su cuerpo como algas. El olor ácido del cuero mohoso penetró por fin en su conciencia y entonces, como si quisiera ofrecerle algo diferente, se encontró mirando al rostro de un hombre grandullón con un timón por nariz que, un momento después, había saltado al asiento delantero y se había situado en una posición prácticamente horizontal. Tumbado de esa guisa, el hombre se puso a apretar botones, cada uno de los cuales, en respuesta a la acción del dedo, contribuyó a crear un tumulto insoportable para el tímpano. En el punto álgido de esta cacofonía, el coche petardeó con tal violencia que, a seis kilómetros de allí, un perro se revolvió en sueños, y entonces, con un movimiento que hizo que el capó subiera y volviera a bajar con estrépito metálico, aquella criatura salvaje se sacudió, como si estuviera empeñada en su propia destrucción, se sacudió, rugió, y saltó hacia adelante, alejándose por callejas tortuosas aún mojadas y a oscuras por las sombras de la noche.

Una calle tras otra desaparecían velozmente a su paso por la ciudad que despertaba; volaban hasta ellos y rompían contra la proa del capó. Las calles, las casas pasaban veloces a ambos lados y Titus, aferrándose a una vieja manija de latón, boqueaba porque el aire penetraba en sus pulmones como agua helada.

Era todo cuanto Titus pudo hacer a fin de persuadirse a sí mismo de que alguien guiaba el vehículo, puesto que no podía ver al conductor. Parecía como si el coche tuviera vida propia y decidiera por sí mismo. En cambio, sí vio que, en lugar de una mascota normal, aquel extraño que le llevaba —aunque ignoraba Adónde o por qué— lucía sujeto a la tapa de latón del radiador el cráneo descolorido de un cocodrilo. El aire frío silbaba entre sus dientes y la larga testa de aquel cráneo estaba iluminada por el sol.

Porque ahora el sol se veía claramente en el horizonte, seguía alzándose mientras el mundo pasaba raudo, y por primera vez Titus fue consciente de la naturaleza de la ciudad a la que había llegado flotando como una rama muerta.

Una voz pasó atronando por sus oídos: «¡Agárrate fuerte, pobretón!», y se perdió en el aire frío mientras el coche trazaba un bucle increíble una vez y otra, y las paredes se encabritaban ante ellos, para acabar desapareciendo en un elevado torrente de piedra; y entonces, al fin, tras pasar bajo una arcada, el coche giró, aminoró la marcha y se detuvo en un patio amurallado.

El suelo estaba adoquinado, si bien entre los adoquines crecía la hierba.

DIEZ

Por tres de los lados del patio, unas paredes macizas de piedra impedían la entrada del amanecer, salvo por un lugar donde los rayos oblicuos del sol se colaban por una alta ventana orientada hacia el este para salir por otra aún más alta orientada hacia el oeste y acabar su viaje en un estanque de luz sobre un frío tejado de pizarra.

Ajeno a la escena y a la prodigiosa longitud de su sombra; ajeno al hecho de que su pecho pardo y menudo brillaba al sol, un gorrión se picoteaba el ala tintada. Como un chiquillo que se estuviera rascando, absorto en su tarea, y hubiera quedado transfigurado.

Entretanto, Trampamorro había bajado del asiento del conductor y, como si se tratara de un animal, ató el vehículo con una cuerda a una morera que había en medio del patio.

Sólo entonces se dirigió a largas zancadas ociosas y desgarbadas hacia la esquina noroeste del patio y entre dientes emitió un silbido agudo como el de un silbato. Un rostro apareció en una ventana por encima de su cabeza. Y luego otro. Y otro. Arriba se oyó un gran ajetreo de pies, una campanilla y, por debajo de estos sonidos, algo más lejano, más continuo y diverso, pues recordaba las voces de bestias y aves; un aullido, una tos, un chillido y un ulular, pero todo esto en la distancia y diferenciado de los sonidos más próximos, las pisadas en las escaleras y el repique de la campanilla. Luego, surgiendo de las sombras que colgaban como negras aguas de las paredes del gran edificio, un grupo de sirvientes salió de la casa y corrió hacia su señor, que había vuelto a su coche.

Titus se había incorporado con expresión fatigada y, aún sentado, de cara al inmenso Trampamorro, sin pensarlo, sin darse cuenta, sintió una ira irracional, porque en el fondo de su mente seguía habitando una época anterior en la que, a pesar de todo el horror y la confusión y la reiterada idiotez de su hogar inmemorial, era por derecho propio el Señor del lugar.

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