Titus Groan (66 page)

Read Titus Groan Online

Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se volvió hacia Fucsia.

La muchacha no pudo evitar una sonrisa, pero cogió la mano de la anciana niñera.

—¿Cuándo te casaste con el señor Ganga, Tata? —preguntó.

Prunescualo exhaló un suspiro. —La aproximación directa —murmuró—. El ángulo adecuado. Dios bendiga los vericuetos de mi alma, vivir para ver…, vivir para ver.

La señora Ganga se irguió orgullosa y tiesa desde las uvas de cristal del sombrero hasta las posaderas diminutas.

—El señor Ganga —dijo con una vocecita aguda— se casó conmigo… —E hizo una pausa, convencida de haber comunicado una gran primicia; luego, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: Murió aquella misma noche…, lo que no es extraño.

—Cielo bendito, vivo y muerto y a medio camino. En nombre de todo lo enigmático, mi muy querida señora Ganga, explíquese un poco más —chilló el doctor, con voz tan atiplada que un pájaro escapó abriéndose paso entre el follaje detrás de ellos, y voló hacia el oeste.

—Tuvo un ataque —dijo la señora Ganga.

—Nosotras también… hemos… tenido ataques —dijo una voz.

Se habían olvidado de las mellizas, y los tres volvieron la cabeza, aunque no con suficiente rapidez para ver qué boca se había abierto.

Pero, mientras las observaban, Clarice salmodió: —Las dos a la vez. Era encantador.

—No, no lo era —dijo Cora—. Ya no te acuerdas de lo incómodas que estábamos.

—¡Oh,
eso
! Nunca me importó. En cambio, cuando no podíamos hacer cosas con el lado izquierdo ya no me gustaba tanto.

—Eso es lo que he dicho, ¿no?

—Oh no, ni mucho menos.

—Clarice Groan —dijo Cora—, no te pases.

—¿A qué te refieres? —dijo Clarice, levantando nerviosamente los ojos.

Cora se volvió hacia el doctor por primera vez.

—Es una ignorante —dijo apáticamente—. No sabe interpretar figuras de lenguado.

Tata no pudo resistir la tentación de corregir a lady Cora; tenía ganas de seguir hablando, después de la atención del doctor. No obstante, insinuó una sonrisita nerviosa cuando dijo: —Lo que usted quiere decir, lady Cora, no es «figuras de lenguado» sino «figuras de lenguaje».

Tata estaba tan orgullosa que alargó la temblorosa sonrisa en las arrugas de los labios hasta que al fin advirtió que las tías la miraban con fijeza.

—Sirviente —dijo Cora—. Sirviente…

—Sí, señora. Sí, sí, señora —dijo Tata Ganga, incorporándose a duras penas.

—Sirviente —repitió Clarice, que parecía haber disfrutado con el episodio.

Cora miró a su hermana.

—No es necesario que digas nada.

—¿Por qué?

—Porque no es a ti a quien ha desobedecido, estúpida.

—Pero yo también quiero castigarla —dijo Clarice.

—¿Por qué?

—Porque hace mucho tiempo que no impongo un castigo… ¿Y tú?

—Tú
nunca
lo has hecho —dijo Cora.

—Claro que sí.

—¿A quién?

—No importa a quién. Lo he hecho y ya está.

—¿Ya está qué?

—Ya está el castigo.

—¿Quieres decir como el de nuestro hermano?

—No sé. Pero a
ella
no habrá que quemarla, ¿verdad?

Fucsia se había levantado. Si hubiera abofeteado a sus tías, o aun si las hubiera tocado, se habría puesto enferma, y era difícil adivinar qué pensaba hacer. Las manos le temblaban a los costados.

La frase «Pero a ella no habrá que quemarla, ¿verdad?» fue a parar a una larga estantería en el fondo del cerebro del doctor Prunescualo que estaba casi vacía, y la ridícula frasecita que dormitaba perezosamente en un rincón, fue pronto desalojada por la larguirucha recién llegada, que se tumbó cuán larga era desde la «P» de la cabeza hasta la «d» de la cola, y dándose la vuelta abrió y cerró los ojos treinta y cinco veces (en contra de la norma acostumbrada), decidiendo hacerlo una vez por letra, y dos más para atraer la buena suerte; no había mucho tiempo para somnolencias, ya que el propietario del estante (y de toda la casa de hueso) podía llamar en cualquier momento a las adormecidas frases que tenía repartidas por las más oscuras cuevas, grietas y estanterías de las células grises. Aquí era imposible vivir en paz. Con los nudillos entre los dientes, la señora Ganga trataba de contener las lágrimas.

Irma apartaba los ojos. Las damas no participaban en «situaciones». Las
ignoraban
. Lo recordaba perfectamente. Era la lección Siete. Arqueó la nariz hasta que tuvo un aspecto incuestionablemente triunfal, y se convenció a sí misma de que no estaba escuchando con mucho interés.

El doctor Prunescualo, considerando que había llegado el momento, se puso en pie de un salto, se balanceó como una varita de sauce clavada en el suelo, haciendo vibrar la exquisitamente deshojada cabeza, y emitió un extraño grito, seguido de una serie de trinos que no pueden representarse más que con los Ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja de la convención literaria, y lo remató con:

—¡Titus! ¡En nombre de todo lo infinitesimal…, que el Señor me bendiga si no lo ha devorado un tiburón!

Sería difícil precisar cuál de las cinco cabezas giró con mayor rapidez. Posiblemente Tata tardó una fracción de segundo más que los otros, por la doble razón de que la condición de su cuello no era nada plástica y porque toda exclamación, por muy dramática que fuese y por mucho que concerniera a sus preocupaciones inmediatas, necesitaba tiempo para filtrarse hasta el área correcta de su confuso y diminuto cerebro.

Sin embargo, la palabra «Titus» era diferente, ya que había descubierto tiempo atrás un atajo a través de las células. El corazón había respondido con más prontitud que el cerebro, y obedeciéndolo involuntariamente, y aun antes de que su cuerpo recibiera alguna orden por los canales habituales, la anciana estaba ya de pie y trotaba hacia la orilla.

No se molestó en preguntarse si era posible que hubiera un tiburón en el agua dulce que se extendía ante ella, ni si el doctor había hablado con demasiada ligereza de la muerte del único heredero, o qué iba a hacer en caso de que el tiburón ya
hubiera
devorado a Titus. Todo lo que sabía era que tenía que correr a donde lo había visto por última vez.

Los ojos cansados y viejos de la señora Ganga no vieron a Titus hasta que ella estuvo a medio camino. Pero no por eso dejó de correr. Todavía estaba
a punto
de ser devorado por un tiburón, y cuando por fin lo tuvo en brazos, Titus fue sometido a un baño de lágrimas.

Tambaleándose con su carga, Tata Ganga echó una última mirada recelosa a la brillante superficie del lago; el corazón le martilleaba en el pecho.

Prunescualo, que no había imaginado las destructivas consecuencias de su pequeña broma, había salido tras ella de puntillas, dando grandes zancadas. Pero casi enseguida se detuvo, considerando que si tenía que haber un tiburón, sería mejor que fuera la señora Ganga quien se ganara la satisfacción de frustrar las malvadas intenciones de la bestia. Sólo esperaba que el corazón de la anciana soportara el esfuerzo. Por lo demás, había conseguido lo que se proponía con su descabellada exclamación, es decir, poner fin a la ridícula pelea y librar a Tata Ganga de nuevas humillaciones.

Las mellizas parecieron perplejas durante un rato.

—Yo lo he visto —dijo Cora por fin.

Para no ser menos, Clarice también lo había visto. Ninguna de las dos estaba muy interesada.

Mientras Tata se sentaba jadeando en la alfombra color de orín, y Titus le resbalaba de los brazos, Fucsia se volvió hacia el doctor.

—No tendría que haberlo hecho, doctor Prune —dijo—. Pero ¡Dios mío, qué divertido! ¿Ha visto la cara de la señorita Prunescualo? —Fucsia soltó una risita nerviosa, sin alegría en los ojos—. Oh, doctor Prune, he sido impertinente; es la hermana de usted.

—Apenas —dijo el doctor, y acercando los dientes a la oreja de Fucsia, le susurró—: Se cree una dama. —Y enseguida mostró una amplia sonrisa que amenazaba con tragarse al lago mismo—. ¡Ay! ¡Pobre mujer! Pone
tanto
empeño, y cuanto más lo intenta
menos
lo consigue. Ja, ja, ja! Créeme, querida Fucsia, las auténticas damas son aquellas a las que nunca se les ocurre preguntarse si lo son o no. La sangre de Irma es correcta, tiene la misma que yo, ja, ja, ja, pero no es cuestión de sangre, Es el equilibrio, gitana mía, es el equilibrio lo que cuenta, esto y grandes dosis de tolerancia. Pero, bendita sea mi alma inoportuna, ¿qué hago yo entrando en el terreno de lo serio? Tate, tate.

Ahora estaban todos sentados en la alfombra, formando un grupo de inusitada grandiosidad. La brisa arrachada seguía atravesando el bosque y encrespando el lago. Detrás de ellos, las ramas de los árboles se frotaban unas contra otras, y las hojas, como un millón de lenguas procaces, conspiraban con voces enronquecidas.

Fucsia iba a preguntar en qué consistía ese «equilibrio», cuando advirtió un movimiento entre los árboles, al otro lado del lago. Un instante después se sorprendió al ver una columna de figuras que descendía hacia la orilla. Una vez allí se encaminaron hacia el norte, apareciendo y desapareciendo a medida que los grandes cedros que crecían en el agua los ocultaban o los revelaban.

A excepción del que marchaba delante, todos los demás iban cargados con rollos de cuerda y ramas de árboles, y parecían hombres más viejos que el primero, pues andaban pesadamente.

Eran los constructores de la Balsa, que en el día tradicionalmente fijado recorrían el camino tradicional que conducía a la ensenada tradicional, esa calinosa entrada de agua, resguardada por la ruinosa pared y el soto donde los renacuajos y los gobios y las miríadas de microscópicos pescaditos pronto serían perturbados.

No había duda sobre la identidad de quien encabezaba la marcha. Imposible no reconocer ese paso ágil, aunque arrastrado y ladeado, esa forma horriblemente deliberada de moverse, a medias entre andar y correr, ese cuerpo doblado hacia adelante como quien está olfateando una pista, pero suelto y desprendido del suelo.

Fucsia lo observaba, fascinada. No era frecuente ver a Pirañavelo sin que él lo supiera. Siguiendo la mirada de Fucsia, el doctor reconoció igualmente al joven. La frente rosada se le nubló. Últimamente había reflexionado mucho en esto y aquello: «esto» era sobre todo el inescrutable y de algún modo extraño joven, mientras que «aquello» se refería principalmente al misterioso Incendio. Realmente, los últimos tiempos habían deparado una abundante cosecha de enigmas. De no haber tenido un carácter tan trágico, hubieran deleitado al doctor. ¡Lo inesperado contribuía tanto a mitigar la interminable monotonía de las costumbres y ritos del castillo! Pero la Muerte y la Desaparición no eran golosinas para un paladar fatigado. Eran demasiado grandes y apenas cabían en la boca, y sabían a bilis.

Aunque el idiosincrático doctor tenía opiniones completamente heterodoxas sobre algunos aspectos de la vida del castillo —opiniones demasiado libres para que fueran proclamadas en una atmósfera en la que la trama y urdimbre del oscuro lugar y de su pasado se confundían con la red venosa de los cuerpos que lo habitaban—, sin embargo
pertenecía
al lugar, y era un marginado sólo cuando su mente, actuando en un espectro muy amplio de relaciones y correlaciones de ideas, llegaba a conclusiones precisas y claras que a menudo rozaban la herejía. Pero eso no significaba que se considerara superior. Oh, no. No lo era. La fe ciega era la fe verdadera, por muy turbio que estuviera el cerebro. Las joyas de sus conclusiones podían ser de primera agua, pero en su esencia y en su espíritu sentía que algo se le retorcía en proporción con su incredulidad cuando en algún momento dudaba del valor de las ceremonias rituales, por triviales que fueran. No era ningún forastero, y las tragedias recientes lo habían afectado en lo más vivo. Sus modales desenfadados y necios eran engañosos. Mientras gorjeaba, parloteaba, daba rienda suelta a su espontáneo «ingenio», o gesticulaba con grotesca afectación, dejando patinar los agrandados ojos por detrás de los cristales de las gafas como pastillas de jabón en el fondo de una bañera, a menudo tenía la mente en otro sitio, y en estos días, además, muy ocupada. Ponía en orden los hechos de que disponía —cabos sueltos de información— y los inspeccionaba con el ojo del cerebro, ahora desde aquí, ahora desde allá, ahora desde abajo, ahora desde arriba, mientras hablaba o fingía estar escuchando, de día y de noche, o durante las veladas nocturnas, cuando se sentaba con los pies encima de la chimenea, una copa de licor al alcance de la mano y su hermana en la silla de enfrente.

Echó una ojeada a Fucsia para comprobar si había reconocido la lejana figura del muchacho, y le sorprendió verle un mirada de intrigada concentración en el rostro sombrío. Tenía los labios entreabiertos, como si estuviera excitada. Para entonces, el cocodrilo de figuras doblaba la curva del lago, a la izquierda. Luego se detuvo. Pírañavelo se apartaba de los criados e iba hacia la orilla. Al parecer les había dado una orden, pues todos se sentaron entre los pinos que bordeaban el agua y lo observaron mientras se desprendía de sus ropas y clavaba el bastón-espada en el fango de la orilla. Incluso desde tan lejos se podía ver que tenía hombros muy altos y encorvados.

—En nombre de todo lo público —dijo Prunescualo—, parece que tenemos un nuevo oficial, ¿eh? Consultando los augurios al borde del agua. Sangre fresca en pleno verano para las próximas cuatro décadas. Se abre el telón… y avanza la precocidad, ja, ja, ja. ¿Pero qué hace ahora?

Fucsia acababa de sofocar un grito de sorpresa al ver que Pírañavelo se metía en el agua. Un momento antes de sumergirse, el joven los había saludado con la mano, aunque en apariencia ni siquiera había mirado hacia ellos.

—¿Qué ha sido
eso
? —dijo Irma, girando el cuello con un movimiento sumamente lubricado—. He dicho: ¿qué ha sido eso?, Bernard. Ha sonado como un chapoteo, ¿me oyes, Bernard? He dicho que ha sonado como un
chapoteo
.

—He ahí por qué —dijo su hermano.

—¿He ahí por qué? ¿Qué quieres decir, Bernard, con ese he ahí por qué? Qué pesado eres. He dicho que qué pesado eres. He ahí por qué ¿qué?

—He ahí por qué ha sonado como un chapoteo, mariposa mía.

—Pero
¿por qué?
¡Oh, señor, qué no daría por tener un hermano normal! ¿Porqué ha-sonado-como-un-chapoteo, Bernard?.

—Porque eso es precisamente lo que ha sido, pava real.

Other books

The Gallant Guardian by Evelyn Richardson
Arizona Territory by Dusty Richards
Expanse 03 - Abaddon’s Gate by James S. A. Corey
Submit to Desire by Tiffany Reisz
Dead Certain by Mariah Stewart
To Tame a Wilde (Wilde in Wyoming) by Terry, Kimberly Kaye
Ritual Murder by S. T. Haymon