Tirano III. Juegos funerarios (5 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—¡Muy bien! —exclamó Sátiro con todo el entusiasmo de su edad. Fue a quitarle el anzuelo a la trucha, un macho enorme de mandíbula poderosa y con un poco de grasa en el lomo. El pez se había tragado el anzuelo, y Sátiro tiró con cuidado del sedal de crin, procurando recuperar el instrumento; los anzuelos de pesca eran muy preciados.

—Coeno corre mucho —dijo Terón.

Sátiro agarró con dedos ensangrentados el anzuelo y tiró de él, arrancándolo del cartílago, y el gran pez se contrajo espasmódicamente y vomitó sangre. Entonces lo puso en la hierba y lo destripó.

—Coeno fue uno de los compañeros de mi padre —explicó mientras trabajaba—. Es bastante viejo; más viejo que tú. Se casó con una persa. Su hijo está estudiando en Atenas. —El chico sonrió—. Jeno es mi mejor amigo. Ojalá estuviera aquí. —Adoptó un aire más serio y agregó—: Coeno dice que un preceptor no es un buen sustituto de Atenas.

—Cabalga muy rápido —insistió Terón, todavía encaramado al peñasco.

Sátiro levantó la cabeza al tiempo que metía los dos peces en la bolsa de red que llevaba.

—Es verdad —dijo—. ¿Me disculpas?

—Hay otros jinetes detrás de él —dijo Terón, poniéndose de pie. Había algo inquietante en la postura de los recién llegados.

—Ve a por los caballos —dijo Sátiro—. Voy a bajar al camino. Trae a los animales y a los demás.

Terón vaciló y Sátiro volvió la vista atrás.

—Deprisa —insistió el chico—. Coeno está sangrando. Algo va mal.

El corintio decidió obedecer. Echó a correr aguas arriba por el camino que seguía el curso del arroyo.

2

Sátiro se apresuró en dirección contraria hasta que llegó donde las grandes ramas de los robles se inclinaban sobre el camino. Oía el ritmo del galope de Coeno. Se plantó en medio del sendero.

—¡Coeno! —gritó.

Si Filocles y Terón eran hombres corpulentos, Coeno aún lo era más, y la edad no había reducido su estatura ni menoscabado su excelente estado físico, que mantenía gracias al ejercicio constante. En ese momento se agarraba el costado izquierdo, y el vientre le sangraba profusamente.

—¿Qué haces aquí, chico? —preguntó con voz ronca—. ¡Por la luz de los ojos de mi diosa!

Se sujetaba al caballo con las rodillas, haciendo caso omiso de la herida en el costado.

Sátiro llevaba su puñal en bandolera, atado a un cordel. Lo pasó por la cabeza, abrió el broche que le sujetaba el quitón y se quitó la prenda.

—Véndate el costado —dijo Sátiro, lanzándole el quitón—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Nos han atacado! —respondió Coeno. Volvió la cabeza al oír un batir de cascos.

—Os siguen de cerca —señaló Sátiro. De repente se asustó—. ¿«Atacado»?

—Sármatas —concretó Coeno. Usó el quitón de Sátiro a modo de compresa para restañar la herida, y el muchacho se puso de puntillas para ayudarle a atarlo con el mayor cuidado posible. Pese a que le temblaban las manos, Sátiro estaba alerta, de modo que oyó un grito de su hermana y a Filocles contestándole.

—Rápido, chico —dijo Coeno—. ¿Quién está contigo?

—Filocles, mi hermana y Terón —contestó—. El nuevo entrenador.

Coeno miró hacia atrás. El promontorio que quedaba a su izquierda impedía ver a sus perseguidores.

—Hay que llegar a la ciudad —dijo. Estrechó la mano de Sátiro—. Gracias, chico —agregó con brusquedad.

El muchacho sonrió a pesar de los nervios.

El batir de cascos se estaba aproximando.

—Ares y Afrodita —murmuró Coeno—. Los tenemos encima.

Dio media vuelta a su caballo y empuñó la espada, un
kopis
de hoja curvada.

Dos hombres montados en ponis aparecieron a medio galope por la curva del camino. Eran bárbaros, y sus caballos estaban pintados de rojo. Uno levantó un arco y disparó, pese a encontrarse demasiado lejos, de modo que la flecha se quedó corta. Espolearon sus monturas para lanzarse a galope tendido y ambos dispararon flechas al unísono.

Sátiro salió corriendo del camino en dirección a los árboles. Iba desarmado y constituía un blanco fácil, y además tenía miedo. Coeno permaneció inmóvil en medio del sendero. Se le veía cansado y enojado. Echó un vistazo a Sátiro y luego apretó con las rodillas su caballo, que reaccionó iniciando un medio galope.

Las dos flechas siguientes le pasaron por encima de la cabeza.

Detrás de la pantalla de los árboles, Sátiro vio a su hermana a lomos de
Bión
, el caballo sakje, volando sobre el suelo pedregoso de la orilla del agua para luego saltar el arroyo como un venado.

Filocles surgió del cobijo de los robles con las riendas de sus caballos en un puño.

—¡Sátiro! —gritó.

El jovencito salió a toda prisa al camino y echó a correr hacia su preceptor.

El caballo de Coeno recibió un flechazo, soltó un relincho estridente y arremetió contra uno de los atacantes, y el brazo de Coeno se alzó para asestar el clásico golpe por encima, descargándolo tal y como un hacha corta la leña. El hombre sin armadura fue rebanado literalmente de la silla cuando la hoja lo desgarró desde la curva del cuello hasta el centro del pecho, pero el golpe fue demasiado fuerte y los caballos avanzaban demasiado deprisa, de tal modo que Coeno perdió su espada. Intentó hacer girar su montura, pero la yegua estaba herida y exhausta tras la larga galopada, y no quiso obedecer.

El otro asaltante de Coeno tenía sus propios problemas, pues había mantenido el arco en alto demasiado rato y se le había caído una flecha al camino. La indecisión lo paralizó cuando Coeno pasó junto a él como una exhalación, y nunca llegó a ver la flecha que le acertó en el vientre.

Sátiro hizo caso omiso de Filocles y montó de un salto a lomos de
Talasa
. Ignoró al espartano e hizo que su caballo enfilara el camino hacia donde el corcel de Coeno estaba a punto de desplomarse, reventado por el agotamiento y las heridas. La flecha de su hermana había salvado a Coeno, y el guerrero sármata seguía sentado en su caballo en medio del camino, agarrando con ambas manos el astil de la flecha, gritando agonizante pero todavía montado.

Más sármatas aparecieron por la curva del extremo del valle, atraídos por los gritos.

—¡Corre, Sátiro! —gritó Filocles otra vez.

El chico iba bien sentado.
Talasa
se movió debajo de él mientras se agachaba para amarrar el
gorytos
y atarse el cinto al tiempo que cabalgaba. Procuró ignorar el temblor de sus manos. No oía nada más que el batir de los cascos de su caballo y los latidos de su corazón, y se le había hecho un nudo en la garganta. Tenía miedo.

Melita no. Estaba en el camino, tensando una flecha en su arco. Disparó, y los hombres que había en el sendero se apartaron, la mayoría dirigiendo sus caballos hacia el margen o incluso metiéndose entre los árboles.

Sátiro no sacó el arco. En lugar de eso, se sirvió de las rodillas para situar a
Talasa
a la altura de Coeno, que estaba arrodillado en el camino.

—¡Coeno! —chilló. Su voz fue aguda pero potente, y el amigo de su padre levantó la mirada. Luego la expresión de su rostro cambió como si estuviera tomando una decisión difícil, pero se levantó, sujetándose el costado.

Melita volvió a disparar. Llevaba un arco ligero, y ahora que ya no contaba con el factor sorpresa, los sármatas estaban atacando de nuevo; hombres fuertes con arcos de hombre. Melita hizo retroceder a su caballo por el camino. Disparó una vez más, arqueando la espalda al hacerlo para sacar la máxima tensión de su arco.

Sátiro se agachó y tendió un brazo a Coeno. El dolor surcaba como una cicatriz el rostro del hombretón, que tenía los labios más blancos que rojos. Estaba muy cerca, pero por más heroico que fuera, un chico de doce años no podía izar a un guerrero a un caballo de batalla. Sin embargo, Coeno sacó fuerzas de flaqueza y consiguió subir una pierna a los lomos, aunque faltó poco para que derribara a su salvador.
Talasa
notó el cambio de peso y comenzó a girar, alejándose.

Filocles montaba a
Hermes
, y el entrenador le seguía. En cuanto vio a sus pupilos batiéndose en retirada, hizo girar a su caballo y lo puso al galope, alejándose camino abajo.

Los cinco galoparon dos estadios a lo largo del río sin aminorar, hasta que
Bión
se clavó una piedra en la pezuña y Melita tuvo que sacársela mientras los hombres vigilaban el camino a sus espaldas.
Talasa
no flaqueó en ningún momento ni bajó la cabeza durante la pausa. Lo que hizo en cambio fue mirar en derredor, como si supiera que se avecinaba un combate. De pronto levantó la cabeza, tensando las riendas, y relinchó.

Sátiro tenía un dolor de cabeza palpitante y cargaba con el peso de un adulto a la espalda, y los movimientos inquietos de
Talasa
le supusieron una dificultad adicional hasta que se dio cuenta de qué estaba viendo el animal.

—Por el padre de los dioses —dijo, señalando.

Coeno, encorvado por el dolor, levantó la cabeza.

—¡Oh, dioses! —exclamó, y volvió a encogerse.

Filocles alzó una mano.

—¡Ruido de cascos! —anunció.

Melita subió de un salto a lomos de
Bión
y en un instante tuvo el arco en la mano.

Una columna de humo se elevaba hacia el cielo en el oeste, en la ciudad. Melita la contempló tal y como un niño observa la muerte de un ser querido, incapaz de apartar la mirada.

Sátiro notó que la fuerza de la lucha —el
daimon
, la llamaban algunos— abandonaba sus miembros, y se sintió tan débil como cuando Terón le había golpeado en la palestra.

—A lo mejor sólo es una casa incendiada —dijo, aunque no se lo creía ni él.

A Melita se le quebró la voz al hablar, pero no derramó una lágrima.

—Es una incursión —dijo—. ¡Los barcos que he visto antes!

Filocles no parecía borracho en absoluto cuando habló.

—Tenemos que cruzar el río —declaró.

Había más jinetes sármatas doblando la última curva. Esta vez se acercaban con cuidado, y eran como mínimo una docena.

—Deberíamos buscar refugio en el santuario —opinó Melita.

Filocles observaba a los jinetes.

—Esto estaba planeado. —Negó con la cabeza—. No habrá refugio que valga en los templos, niños. Todos esos hombres han venido a mataros.

Sátiro respiró hondo.

Melita se irguió en la silla.

—Bien —dijo, y sus ojos brillaban por las lágrimas no derramadas—, pues entonces habrá que darles una sorpresa.

—Así se habla —dijo Filocles, quien desmontó sin coger ninguna arma.

—Niños, ¿podéis disparar contra un jinete lo más cerca posible de mí? Necesito una lanza.

Terón miró a sus acompañantes.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.

Los jinetes no dejaban de disparar flechas.

—Márchate —dijo Filocles a Terón, que permanecía en el caballo que habían compartido—. Déjanos y vive.

Terón negó con la cabeza.

—¿Vosotros tres vais a luchar contra todos esos jinetes? —Sonrió de oreja a oreja. Los miró a uno tras otro, cada vez más sonriente, y saltó del caballo—. Me quedo.

Sátiro no pudo evitar sonreír ante la declaración del atleta. Sacó su arco y forcejeó para encordarlo con el peso de Coeno colgado de su espalda.

Terón alzó los brazos, tomó al hombre herido y lo dejó con cuidado en el suelo.

Filocles hincó ambas rodillas en el camino, cogió un puñado de polvo y se lo restregó por el pelo. Levantó los brazos.

—¡Furias! —gritó—. ¡Vosotras que guardáis los más sagrados juramentos! Ahora debo romper mi voto.

Terón miró a Sátiro.

—¿Qué voto? —preguntó.

Melita vigilaba a los jinetes.

—Madre dice que juró no volver a derramar la sangre de otro hombre —contestó—. ¡Cuidado!

Sátiro encordó su arco y cargó una flecha mientras los enemigos lanzaban una docena. Había demasiadas que esquivar, y el corazón casi se le paró de terror. El tiempo se dilató mientras las flechas caían, y de pronto ya eran agua pasada.

Ninguna de las flechas dio en el blanco. En ese momento el muchacho iba tendido sobre el cuello de
Talasa
mientras Melita cabalgaba a su lado; ambos caballos levantaban polvo mientras corrían derechos hacia los sármatas. De nuevo lo único que oyó el chico fue el batir de cascos de su montura. Aquél era un deporte que los gemelos conocían, aunque nunca lo habían practicado en circunstancias reales. Dejaron a su preceptor arrodillado en medio del camino; parecía un loco o un mimo en una obra de teatro.

Los sármatas no eran buenos arqueros. Tenían arcos de madera endeble y no los reforzados con asta y tendones que usaban los sakje, y como dependían demasiado de la lanza y la armadura, sólo eran eficaces en las distancias cortas; o al menos eso aseguraba su madre. Todos estos comentarios flotaban en la mente de Sátiro mientras los cascos de
Talasa
batían la hierba del margen del camino, marcando un ritmo lento que bien podría ser el de los últimos instantes de su vida.

Melita, que era la mejor arquera de los dos, soltó su primera flecha y dio media vuelta, guiando a
Bión
con las rodillas para que el gran castrado trazara una amplia curva hacia la derecha.

Sátiro siguió adelante hasta que vio que los sármatas levantaban sus arcos, y entonces disparó; un lanzamiento torpe, desbaratado por la velocidad y el miedo, de modo que la flecha voló alta y erró el blanco. Pero estaba tan cerca que su disparo causó el mismo efecto en algunos de los sármatas.

Aunque no en todos.
Talasa
perdió la fluidez de su galope cuando su jinete la hizo girar, y el ritmo de su carrera cambió. Cuando Sátiro miró hacia atrás, vio que tenía una flecha clavada en la grupa.

El joven le hizo dar media vuelta otra vez, encarándola hacia sus enemigos, que ahora, de repente, estaban muy cerca. Tenía una flecha en el arco, el culatín de asta se deslizó entre sus dedos hasta su sitio, el miedo unos pocos metros por detrás y acercándose. Eran hombres corpulentos, y el más próximo, que presentaba una fiera sonrisa, había soltado el arco para usar una lanza larga.

—¡Artemisa! —gritó el chico en lo que fue más un chillido que un grito de guerra, y soltó la flecha. Estaba tan asustado que le costaba respirar y apenas podía mantener las rodillas firmes sobre el ancho lomo de
Talasa
.

Su flecha, en cambio, no conocía el miedo. El hombre de la sonrisa recibió el impacto en medio del torso, atravesándole la armadura de cuero crudo. Cayó al suelo rodando sobre la grupa de su caballo y Sátiro pudo respirar de nuevo. Se inclinó mucho hacia la izquierda mientras
Talasa
seguía corriendo a grandes zancadas, sin apenas rozar el suelo, y logró girar para alejarse de los bárbaros. El hombre al que había dado gritaba, con la boca redonda y roja, los dientes cariados y negros, pero lo único que Sátiro oía era el batir de los cascos.

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