—Vamos a atacar ahora mismo. Necesito que empujes al taxeis de novatos hacia la derecha —dijo—. Cada paso cuenta. Deja que vengan por el campo tanto como te atrevas, y entonces intenta empujarlos hacia la derecha.
Menón aún, tenía el escudo a sus pies y el casco echado hacia atrás. Apartó los ojos de la línea macedonia el tiempo justo para dedicar a Kineas una sonrisa de vencedor.
—¿No te dije que esto acabaría así? La lanza empuja. Contra Macedonia. —Dejó de mirar a Kineas—. Más vale que te alejes, hiparco. Ahora viene cuando las cosas se ponen feas. —Y en cuanto Kineas puso su caballo en marcha, Menón bramó—: ¡Lanzas y escudos! —dijo como un viejo toro aceptando un desafío. Mientras Kineas cabalgaba ante las primeras filas, todos los olbianos se calaron bien el casco, se echaron el escudo al brazo y levantaron las lanzas. Kineas desenvainó la espada y la alzó a modo de saludo, y los soldados se pusieron a aclamar.
—¡Silencio! —rugió Menón—. Aclamar es de novatos.
Y todos se callaron.
A su derecha, la falange de Pantecapaeum imitó sus movimientos. En realidad, apenas mediaba un paso entre ambas formaciones.
Kineas fue al frente de los hombres de Filocles. El propio Filocles se hallaba en la esquina frontal derecha. Kineas se inclinó hacia él. Los ojos que le miraron a través del casco le resultaron desconocidos, feroces, bestiales.
—Cuando ataquéis, empujad hacia la derecha —gritó Kineas—. ¡Cada paso contará!
Kineas señaló hacia el campo por donde venían los macedonios, que ya sólo estaban a un centenar de pasos de ellos. La falange veterana marchaba como en un desfile. La otra falange aún estaba siendo hostigada por las flechas de los sindones, y sus filas más próximas al río estaban desordenadas. Los hombres de aquel flanco tenían los ojos puestos en los robles vecinos, y de los árboles salían flechas a bocajarro que daban el blanco derribando enemigos. No muchos, pero los suficientes. La línea de frente formaba una pronunciada curva y las centrales no conseguían formar: todo el taxeis se alejaba de los torturadores ocultos en la ribera.
Al intentar evitar las flechas, entre la fila más a la derecha de la falange y la orilla del río quedó un espacio de cincuenta pasos de anchura.
—Lo veo —dijo la voz de Ares desde el casco de Filocles. Kineas se irguió en su montura.
—Ve con los dioses —dijo, y cabalgó a lo largo de la línea hasta donde aguardaba Eumenes. Al acercarse, éste señaló hacia el hueco.
—¡No señales! —dijo Kineas. A aquella distancia un solo gesto podía alertar a un oficial enemigo del peligro que corría.
Menón puso a sus hombres en marcha. Llevaban las lanzas bajas, los escudos en alto, y toda la línea avanzó compacta. Y las picas macedonias se iban aproximando, y detrás de ellas, la caballería pesada avanzaba hacia el flanco derecho de Kineas.
Era el momento de los Gatos Esteparios y los Caballos Rampantes. El momento de Nicomedes y Herón.
Pero ellos estaban solos. Kineas estaba allí.
Se oyó un rugido de los hombres de Olbia o de Pantecapaeum, o de ambos. Y el rugido de respuesta de los macedonios. Justo a la derecha de Kineas, los hombres de Filocles avanzaron más deprisa, corriendo a paso ligero.
Las picas macedonias eran más largas que las lanzas anticuadas de los hoplitas. Un hombre tenía que ser muy valiente para enfrentarse a la perspectiva de empujar su cuerpo, su escudo y su cabeza a través del muro de puntas de pica.
Los hombres de Filocles eran valientes, y habían demostrado su temple el día anterior. Fueron al encuentro del bosque de hierro sin titubeos, a paso ligero, y Kineas oyó la voz de Filocles gritar «¡Ahora!», y entonces las filas se apretaron, escudo contra escudo. Desde donde estaba Kineas montado, alcanzaba a ver el penacho transversal escarlata del espartano, y vio el torbellino de carnicería que el espartano dejaba a su paso. El conjunto de los epilektoi hacía un ruido como de ganado, o de truenos, y los macedonios, cuyo frente no estaba en perfecta formación para avanzar, avanzó. Fue todo cuestión de dos pasos: los epilektoi arremetieron y entonces, dos pasos después, las lanzas olbianas estuvieron dentro y el desafío de Menón fue audible pese al fragor del combate. La falange de macedonios novatos se contrajo y los hombres caían al perder el equilibrio; de pronto el penacho de Filocles avanzó tres pasos, cinco. Los macedonios hacían lo posible por restablecer el orden en sus filas. Estaban muriendo muchos hombres.
Kineas cabalgó hasta la cabeza del escuadrón de Eumenes. Se puso de cara a los hombres.
—Vamos a ir derechos por el lado de la falange —dijo—. Cuando dé la orden, giramos y cargamos. No habrá sitio. No habrá tiempo. El río aguarda a cualquier hombre que vaya demasiado a la izquierda, y las lanzas darán cuenta de quienes vayan demasiado a la derecha.
La carga de Filocles les había concedido otros cinco pasos. Tenían un hueco de unos sesenta pasos entre el flanco macedonio y el río.
Kineas procuró mirar a los ojos de todos.
—Rodearemos la falange, igual que en el campo de entrenamiento. Hay que hacerlo bien. ¿Todo el mundo lo entiende? Ahora es cuando vais a demostrar que habéis aprendido las lecciones.
El tiempo apremiaba.
Cogió sus lanzas de manos de Sitalkes. Incluso Sitalkes tenía un aire adusto.
Kineas no tenía tiempo para los hombres, ni siquiera para los que amaba. Se volvió hacia Niceas. Niceas asintió, con la mano de las riendas en la garganta. Estaba musitando su plegaria a Atenea.
—¡Al paso! —ordenó Kineas. En cuanto los cincuenta estuvieron en marcha, ordenó—: ¡Al trote!
A su derecha, los epilektoi se tambaleaban. Pese a su desventaja, los macedonios eran más numerosos y sus filas más firmes. Arremetían con fuerza.
El penacho transversal seguía dejando un reguero de muerte.
Los hombres de Menón estaban atrapados. Había caballos muriendo más a la derecha, y Kineas oía sus gritos como si reclamaran su atención, pero él ya había elegido adversario.
Y casi a sus pies, los ojos aterrados del cabeza de fila más a la derecha de los jóvenes taxeis se cruzaron con los suyos. Kineas pasó de largo y siguió el camino hacia el terreno vacío donde los novatos seguían apartándose de los sindones.
Cuanto más se adentraba, más estragos causaba.
La fila de la derecha estaba levantando las picas. Kineas no pensó que una sola fila pudiera detenerlo, pero tampoco era amigo de perder hombres porque sí.
—¡Derecha! ¡Girad! —gritó Kineas.
Diez pasos le separaban del flanco de las picas. Una distancia absurda. Los hombres que estaban tras las filas de la derecha ya estaban vencidos. Su corazón se hinchó con una oscura alegría.
—¡A la carga! —dijo.
Sólo eran cincuenta hombres, pero los taxeis no podrían soportar la invasión de sus filas, y a los hombres de una falange les entra el pánico cuando perciben un enemigo a sus espaldas, y con razón. Kineas lanzó su jabalina contra el costado descubierto de un picador, y de pronto se vio en medio de ellos, blandiendo su jabalina pesada con ambas manos, irguiéndose sobre el cuello de su caballo para hincarla en sus enemigos mientras su caballo derribaba hombres o los pateaba. Pegaba una y otra vez, más preocupado por sembrar confusión que por rematar a los heridos. Su jabalina buena desapareció repentinamente, atascada en el cráneo de un hombre cuyo rostro había quedado a descubierto del escudo, y acto seguido la espada egipcia subía y bajaba con una precisión infernal; los macedonios llevaban corazas de lino bien encoladas, y los golpes flojos no les hacían daño, pero sus espaldas se doblegaban bajo su arma.
Fueron cayendo despacio, una fila cada vez, y lo irónico de la carga olbiana fue que el desmoronamiento del taxeis del lado del río ocurrió después de que el ataque olbiano hubiese perdido todo su ímpetu en el combate cuerpo a cuerpo. Pero la presión de su frente fue implacable y la amenaza de la caballería bastó. Las filas posteriores se dieron a la fuga, y luego el grueso de las tropas, casi tres mil hombres huyendo en desbandada.
La caballería olbiana tuvo que dejar que se marcharan. Ya estaban agotados y apenas eran medio centenar. Niceas estaba tocando su trompeta, y volvían a formar lentamente. El flanco del taxeis veterano estaba abierto, pero los olbianos iban demasiado despacio, estaban muy cansados, y los veteranos habían visto la amenaza; las filas de su flanco giraron deprisa y bajaron sus picas, mientras su grueso avanzaba hacia el frente, obligando a retroceder, palmo a palmo, a los hombres peor armados de las falanges de Pantecapaeum y Olbia.
A Kineas no le gustó el ruido de la batalla que oía a la derecha. Echó un vistazo al sol; aún era temprano, por más que tuviera la sensación de llevar todo el día luchando. Kineas frenó junto a Eumenes, que había perdido el casco.
—Aquí tú tienes el mando. —Kineas señaló hacia la brecha, el camino que aún discurría sin obstáculos hasta el vado—. Haz todo el daño que puedas —agregó.
Eumenes miró a sus cansados hombres y al vado.
—¿Estamos ganando? —preguntó.
Kineas se encogió de hombros.
—Acabas de aplastar a un taxeis macedonio —dijo—. ¿Qué más quieres?
—¿Dónde está el rey? —preguntó Eumenes.
Buena pregunta, pensó Kineas mientras cabalgaba hacia el flanco derecho.
Subió al risco con Niceas y Sitalkes pegados a sus talones. Tenía que ver la batalla en su conjunto.
La huida en desbandada de la falange del lado del río había igualado el marcador, pero poco más, y los veteranos resistían a los hombres de Menón e incluso les hacían ceder terreno. La principal carga de Zoprionte se abatía sobre la banda derecha de la infantería olbiana.
Había una refriega de caballería a la derecha de los lanceros; compañeros y tesalios, olbianos y sakje. Se extendía desde el flanco derecho de los hombres de Menón hasta alcanzar el extremo norte del risco.
En Persia, siempre había habido polvo. El polvo era amable: ocultaba el bestial panorama bajo un manto de tierra. El Poeta lo llamó «la bruma de la batalla». El terreno húmedo del mar de hierba no era tan amable, y Kineas estaba contemplando un caldero de muerte sin disfraz alguno, sin el velo de polvo. La masa armada de Macedonia había caído como un martillo de herrero sobre el escuadrón de Nicomedes y los Gatos Esteparios. Kaliax, de los Caballos Rampantes, se había escondido en la hierba alta al norte y al oeste de las lomas, había arremetido contra el flanco de los macedonios y detenido su avance, pero eso era todo. El combate en conjunto estaba equilibrado, una gran refriega de caballería que se extendía desde los pies de Kineas hasta el norte de la sierra, tres estadios de hombres y caballos muriendo.
El equilibrio estaba a punto de romperse. A través del vado llegaban refuerzos macedonios. Tenían que abrirse paso entre los taxeis vencidos, pero alguien se encargaría de hacer formar a los novatos sin demora.
«En equilibrio sobre la punta de una flecha», pensó Kineas. Pero sólo hasta que los refuerzos de la caballería macedonia cargaran contra los sakje del extremo de la derecha. Ent onces el combate a caballo se desenmarañaría como una madeja de hilo, y los tesalios caerían sobre el flanco de la infantería de Menón y comenzaría la desbandada.
—¿Dónde está el rey? —preguntó Kineas al cielo y a los dioses.
Bajo su mirada, los sakje disparaban de cerca contra los macedonios y las lanzas macedonias vaciaban sillas, y los hombres luchaban con lanzas y espadas, o con las manos y puñales. Kineas reprimió el impulso de hacer algo. Resultaba duro quedarse sentado y observar.
Su reserva era lastimosamente pequeña. Su intento de asestar un gran golpe contra la línea de Zoprionte y replegarse había fracasado. Ya no era posible batirse en retirada. Igual que dos luchadores, sólo cabía que ambos ejércitos siguieran luchando hasta que uno de los dos fuera derrotado; estaban enzarzados.
Kineas creyó ver a Zoprionte. Un macedonio corpulento con una clámide púrpura subía por el ribazo del vado, y mientras él lo observaba, señaló hacia la refriega de la caballería y gritó. Una flecha alcanzó al hombre que cabalgaba junto a Zoprionte.
Los sindones ocultos en el pulgar seguían combatiendo, seguían retrasando las maniobras de Zoprionte a través del vado.
Kam Baqca estaba a su lado. Hizo una seña con su fusta, que más bien parecía un cetro de madera blanca.
—Los maldigo y mueren —dijo—. La hierba se enreda en las patas de sus caballos. Los gusanos abren agujeros para sus cascos.
Kineas bebió agua de una calabaza que le ofreció un esclavo.
—Los caballos de Zoprionte están agotados. Incluso con su ventaja numérica, está teniendo dificultades. —Hizo una mueca—. He sido un estúpido al oponer resistencia. Ahora no puedo retirarme. Y el rey llega tarde. —La miró a los ojos—. Necesito que cargues.
—Sí. Cargaré. Lo detendré —contestó. Y le devolvió la sonrisa; una sonrisa excepcionalmente dulce, como la de una jovencita objeto de elogios—. Estoy preparada para morir —dijo—. Ha llegado la hora. Para mí.
Kineas sacudió la cabeza.
—¿Y para mí?
—Todavía no, me parece —dijo—. Adiós, baqca. Tal vez esto te enseñe la humildad que yo nunca aprendí.
Hizo una seña con su cetro, y su escolta formó en torno a ella en lo alto del risco. Formaron una punta de flecha, con Kam Baqca y el estandarte en el extremo.
Kineas quiso advertir que no podían cabalgar cuesta abajo en línea recta desde el risco, pero eran sakje y los conocía.
Kam Baqca le dedicó una última sonrisa.
—¡A la carga! —gritó con una voz de hombre.
Bajaron la colina como una avalancha de caballos y penetraron entre las filas más cercanas de macedonios como una cuchilla de carnicero en la carne. Cayeron decenas. El atribulado escuadrón de Nicomedes se salvó, y los supervivientes se retiraron, desmontaron, bebieron agua.
La temeridad de Kam Baqca le permitió entrar a fondo hasta el corazón del caldero, y sus cincuenta jinetes fueron como una flecha de oro que volase a través de un remolino de niebla y barro.
Kineas permaneció sentado con Sitalkes a su lado y observó la carga. Tan grande era su ímpetu, y tan caliente ardía su fuego, que el caldero de la refriega se alejó del borde del pantanal. En el centro, la caballería macedonia cedió ante los hombres de Menón.
Kineas apartó los ojos de la sacerdotisa sakje. A sus pies el taxeis veterano ya no hacía retroceder a Menón. Los jóvenes epilektoi de Filocles les cubrían el flanco. Desde lo alto, Kineas veía el penacho de Filocles, oía el furor de su batalla. Mientras le observaba, Filocles inclinó su gran escudo, lo estampó contra un nuevo adversario, hizo rodar el escudo de su enemigo con la fuerza de su brazo y luego lo mató clavándole un brutal golpe de lanza en el cuello descubierto. Los hombres que había detrás de la víctima de Filocles se apartaron, inquietos.