—Es un manto mágico —dijo—. Ahora dormirás.
Su hoguera ardía brillante y una docena de Gatos Esteparios estaban sentados alrededor mientras dos esclavos del escuadrón calentaban agua en un recipiente de bronce. Uno de los esclavos le pasó un cuenco que él cogió sin mediar palabra, y engulló su contenido. Resultaba extrañó que el cuerpo siguiera sujetó a la tiranía de sus necesidades incluso cuando le quedaban tan sólo unas pocas horas de vida. Se cubrió con una clámide y cogió una jabalina que ni siquiera era suya.
Se sentía muy vivo. Se sentía alto y fuerte, libre. Incluso el temor del último mes, el miedo a morir, el miedo al fracasó, los miedos del amor, quedaban lejos.
Fue hasta las estacas de los caballos y cogió a Tánatos. El caballo estaba inquietó, y Kineas le dio de comer, susurrándole cosas en la oscuridad, y luego lo montó a peló y bajó la ladera hasta el pantanal, para luego cruzarlo. Fue recibido por un puñado de Gatos Esteparios; estaban alerta y todos señalaron al otro lado del río.
Había algo en la oscuridad; mucho movimiento y un ruido constante. El ruido de un ejército. Kineas cabalgó hasta la orilla misma del agua con los Gatos Esteparios pegados a sus talones. Ninguna flecha silbó en la oscuridad. La actividad de la otra orilla se oía por encima del ruido de la corriente.
El amanecer no era más que dos manchas de rosado púrpura en el cielo oscuro, pero ya comenzaba a haber un poco de luz.
Tenía que saber si Zoprionte estaba allí. Y sospechaba que estarían sumidos en el caos mientras formaban la columna. Metió a su caballo en el río.
Uno de los Gatos Esteparios rió, miedo y regocijo mezclados en su risa nerviosa, y todos ellos entraron sigilosamente en el agua; su chapoteo quedaba cubierto por la constante cacofonía de la otra orilla. Ya estaban en mitad de la corriente y no los habían detectado.
Kineas sintió que un espíritu desenfrenado se adueñaba de él, como si un dios le hubiese desafiado, e hizo avanzar al caballo, y el gran semental respondió saliendo del agua como el hijo del propio Poseidón echándose al galope en cuatro zancadas.
Un hombre gritó haciendo oír con claridad su gutural macedonio en la oscuridad:
—¿Quién demonios es ése?
—¡Exploradores! —gritó Kineas. Los cascos de Tánatos pisaban suelo firme. Vio la cabeza de la columna, hombres con los escudos apoyados contra sus piernas y sus enormes lanzas plantadas erectas en el suelo, y otros hombres con antorchas. Le invadió un inmenso alivio. Ganaran o perdieran, había tenido razón. Los taxeis estaban allí. Zoprionte estaba allí.
Galopó por delante de la falange. Los hombres levantaron la vista, un tanto asustados en la oscuridad pero sin atisbo de pánico. Clavó la jabalina a un hombre que parecía un oficial e hizo girar en redondo a Tánatos. Vio a los Gatos Esteparios gritando, arremetiendo con precisa y mortífera eficacia, y acto seguido metió al semental en el agua. A sus espaldas oía la risa de los Gatos Esteparios. El aire estaba cuajado de flechas disparadas de ambas orillas. Kineas mantuvo el cuerpo agachado y una pasó zumbando a pocos centímetros de su cara. El semental vaciló un instante al llegar a la orilla, pero enseguida subieron el ribazo y estuvieron a salvo. Uno de los Gatos Esteparios tenía una flecha en un bíceps, y otro guerrero, una mujer, cortó la punta y se la sacó por el agujero de entrada; todo ello en unas pocas zancadas de sus monturas, sin detenerse.
Kineas tuvo que forzar a Tánatos a girar; de pronto no respondía bien. Frenó en la base del pulgar y Temerix salió del oscuro follaje en cuanto le llamó.
—Resistid tanto como podáis. Vendrán dentro de una media hora. Luego corred hacia el sur antes de que os corten el camino, ¿entendido?
Temerix se apoyó en su hacha y las sombras le ocultaron los ojos.
—Sí, señor.
El caballo de Kineas ya estaba en marcha.
—No soy tu señor —gritó por encima del hombro.
Pensó con culpabilidad que no había dispuesto que los refugiados sindones se reunieran con Srayanka. Otra tarea que dejaba incompleta.
Al semental le costó tanto subir de nuevo a la sierra que Kineas desmontó para comprobar que no tuviera una piedra clavada en las pezuñas, pero las encontró limpias. El pobre animal tenía los ojos fuera de las órbitas y Kineas le dio unas palmadas en el cuello.
—Hoy —le dijo. Volvió a montar y el caballo terminó el ascenso.
Kineas fue derecho a su hoguera, donde aguardaban casi todos sus oficiales. Ya había suficiente luz para mostrarles las puntas de las lanzas macedonias al otro lado del río.
Menón le pegó un manotazo en cuanto desmontó.
—¿Eres un chico o un estratega? ¡Por los huevos de Ares, menuda estupidez has hecho! —Sonrió—. Naturalmente, como has sobrevivido, y puesto que todos los lanceros del ejército te han visto hacerlo, ahora piensan que eres un dios.
Kineas tenía el rostro colorado. No podía explicar qué le había empujado a cruzar el río.
Niceas se limitó a sacudir la cabeza.
—Pensaba que te había enseñado mejor —dijo.
Los ojos de Ajax chispeaban. Los de Filocles le fulminaron.
Ataelo llegó montado y señaló hacia el sur y el este.
—Kam Baqca —dijo—. Y algunos amigos. —Se inclinó sin desmontar—. Los Gatos Esteparios dicen tú airyanám.
Niceas se tocó el amuleto y bebió un poco de té.
—Los Gatos Esteparios son idiotas —sentenció.
Kam Baqca subió a la loma luciendo todas las galas de una sacerdotisa, con casco alto de oro coronado por un animal alado fantástico; gargantilla y cota de malla cubiertas de oro sobre un abrigo de cuero blanco inmaculado. Montaba una yegua torda, y detrás de ella venía otra amazona igualmente magnífica que sostenía un mástil decorado con pájaros de bronce y colas de caballo, y cubierto de campanillas que hacían un ruido extraño e inquietante como el de las olas del mar.
La acompañaba medio centenar de hombres y mujeres tan bien armados como ella. Cada caballo lucía un tocado que hacía que el animal pareciera una criatura fabulosa: asta y piel trabajados para dar a cada caballo cornamenta y una cresta de pelo, y sus caballos, ahí donde la piel resultaba visible bajo las armaduras, tenían la piel pintada de rojo. Las crines estaban llenas de barro y se habían secado erectas. Casi todos los caballos llevaban armadura de malla de oro y bronce igual que los guerreros, de modo que podrían haber sido grifones o dragones surgidos de los mitos.
Su estampa era lo más bárbaro que Kineas había visto en su vida.
Detrás de ellos venían Petroclo y el último escuadrón de caballería olbiana.
Mientras la caballería acababa de llegar, Kineas dio órdenes, o mejor dicho, las repasó. A sus pies, ya las estaban ejecutando. Licurgo formaba a la falange olbiana al borde del pantanal, y los hombres del cuerpo principal de Pantecapaeum desfilaban colina abajo y a través del pantanal, formando en cuanto volvían a pisar terreno seco.
Petroclo subió y se situó a su derecha. Miró la falda de la colina haciendo visera con la mano y luego saludó.
—Hemos llegado a tiempo —dijo cansado.
—Un invitado retrasado sigue siendo bien recibido —dijo Kineas. Le tendió la mano y se la estrechó.
—He intentado alcanzar a Cleomenes —dijo Petroclo encogiendo los hombros.
—Llegó hasta Zoprionte —dijo Kineas.
—Lo sé —respondió Petroclo—. Por eso vinimos aquí.
Kineas se inclinó y abrazó al anciano.
—Bienvenido. —Entonces se le hizo un nudo en el estómago y tuvo que obligarse a proseguir—. Leuconte ha muerto —dijo.
Petroclo se puso tenso entre sus brazos y al apartarse tenía el rostro ceniciento. Pero era un hombre de la vieja escuela y se ir guió.
—¿Murió bien? —preguntó Petroclo.
—Salvando a su escuadrón —contestó Kineas.
Petroclo gruñó.
—Todo el linaje de Cleito, muerto. No tiene más hijos vivos. El arconte se quedará su fortuna.
—De ninguna manera —dijo Kineas—. Cuando ha yamos terminado aquí, tú y Eumenes iréis a saldar cuentas a Olbia.
—¿Ese hijo de víbora sigue reptando por la tierra? —espetó Petroclo.
—No hagas responsable a Eumenes de la traición de su padre —dijo Kineas.
Petroclo evitó sus ojos y escupió.
Kam Baqca se situó a su izquierda. Su rostro era una máscara blanca de pintura, y la pintura y el oro le daban una apariencia inhumana.
—Pensaba que irías con el rey —le dijo Kineas.
—Aquí es donde hay que detener al monstruo —repuso Kam Baqca—. De modo que aquí es donde moriré. Estoy lista.
—El rostro inhumano se volvió hacia él —. ¿Estás listo? —preguntó.
Se miraron a los ojos, y los de ella eran serenos y profundos.
Un asomo de sonrisa le cuarteó la pintura de las comisuras.
—Lo veo hasta el final —dijo la hechicera—. Y sigue en equilibrio sobre el filo de una espada; en realidad, sobre la punta de una flecha.
—Estoy listo —dijo Kineas. Llevaba la armadura puesta, así como sus mejores galas, un poco usadas tras dos días en la silla, pero aun así galas—. ¿Y el rey? —preguntó.
—En el mar de hierba —contestó ella.
—¿Llegará a tiempo? —preguntó Kineas.
—Para mí no —contestó Kam Baqca.
Kineas asintió. Hizo una seña a Sitalkes, que aguardaba pacientemente, como todos los hombres de su escuadrón, a que les tocara el turno de bajar de la loma.
—Quédate a mi lado y lleva mis lanzas —le dijo.
El joven getón saludó como un griego y cogió las jabalinas. Kineas pasó entre los caballos de los demás oficiales hasta donde un esclavo del escuadrón aguardaba con Tánatos. El gran animal estaba temblando. Kineas montó de un salto, y el semental relinchó, se desplomó y cayó.
Kineas se las arregló para apartarse justo a tiempo sin que le pisara siquiera la clámide.
—¿Qué demonios? —exclamó. Señaló al esclavo—. Tráeme otra montura.
Había una flecha. Ironía del destino, era una flecha sindona; estaba clavada en el pecho del semental y sólo asomaban las plumas. Pobre animal. ¡Y no se había dado cuenta!
—Ahí vienen —dijo eleito.
Kineas corrió al borde del risco. El taxeis ya salía del vado. Sus filas se desordenaban y se apelotonaban en el lado norte del vado. Kineas supo de inmediato que era el taxeis más novato de los dos que había visto.
Se volvió hacia sus oficiales.
—Allá vamos —dijo, con el corazón palpitándole en el pecho y toda la calma de las primeras horas matutinas olvidada. Las manos le temblaban como hojas al viento—. Ya sabéis el plan —dijo, con la voz aguda por la tensión y el miedo.
Filocles llevaba el casco echado hacia atrás. Una vez más, iba desnudo salvo por la bandolera de la espada. Empu ñaba la lanza negra. Se la dio a Kam Baqca para que la sostuviera, dio un paso al frente y abrazó a Kineas.
—Ve con los dioses, hermano —dijo. Luego cogió su lanza de manos del icono a caballo y le estrechó las manos—. Ve con los dioses —dijo. Kam Baqca.
Filocles se puso el casco tapando el pelo aceitado y bellamente peinado, sostuvo la lanza en alto y bajó derecho la ladera del risco, desdeñando el sendero, de modo que corría delante de sus hombres antes de que Arni hubiese tenido tiempo de traer otro caballo a Kineas. Sus hombres rugieron.
Niceas dio una manzana a Kineas. Estaba en buen estado, aunque estaba un poco madura.
—Kam Baqca compró una bolsa —dijo.
Kineas tomó un mordisco y el aroma se adueñó de él, haciéndole pensar en Ecbatana y Persépolis, en Alejandro y Ártemis, en la victoria.
A sus pies, el taxeis novato intentaba restablecer el orden. Los hombres del herrero ocultos en el pulgar eran despiadados. Disparaban flechas sin tregua contra el flanco sin escudos del taxeis. Morían hombres; no muchos, pero los suficientes para que toda la formación se apartara del pulgar, tal como habían hecho al cruzar el vado. Hasta que sus psiloi acudieron y despejaron el pulgar, tuvieron que aguantar el acoso. Y después de cruzar, tuvieron que girar a la derecha para enfrentarse a la línea de Menón, que estaba en ángulo recto; una maniobra ya de por sí difícil, que las flechas de los sindones hacían aún más complicada.
El taxeis de novatos fue seguido por el de veteranos. Cruzaron en perfecto orden y comenzaron a formar a la izquierda del cuerpo más joven. Se suponía que el primer taxeis tenía que permanecer pegado al río, haciendo las veces de eje, mientras los veteranos realizaban la tarea más ardua de cubrir el infinito terreno abierto a su izquierda, donde los exploradores sakje ya galopaban hacia ellos dispuestos a lanzar sus flechas contra los falangitas.
Desde su otero, Kineas vio a la caballería prepararse para cruzar a continuación. Ahora Zoprionte estaba comprometido.
—Ha cometido un error —dijo Kineas en voz baja. Dio otro mordisco a la manzana.
Niceas respondió en tono burlón.
—¿Tan grande para salvarnos aun siendo tres contra uno? —Hizo una seña, y el arco de su brazo abarcó todo el campo que tenían a sus pies—. ¿Cuánto tiempo crees que resistirán eso nuestros hoplitas de ciudad? ¿Y dónde cojones está el rey?
Kineas dio otro mordisco a su manzana y masticó concienzudamente, pues así calmaba los nervios y metía algo en el estómago que no fueran calambres.
—Ésas son las cuestiones —dijo.
Niceas asintió.
—Tu estúpida heroicidad le habrá costado tiempo, eso te lo concedo. —Se volvió para mirar a Kineas—. ¿Dejará que mueras aquí para conquistar a la señora, hiparco?
Compañeros de clámide roja subían por la derecha, flanqueando a la falange veterana, y detrás de ellos, más caballería: compañeros y tesalios. Kontos estaría allí, ahora, tratando de hacer formar a sus hombres de cara a los sakje. Hombres cansados montados en caballos cansados.
Kineas tomó una decisión. Lanzó el corazón de la manzana tan lejos como pudo, otro gesto infantil, y montó su caballo de batalla de refresco, un enorme macho castrado sakje. Era grande, pero ni mucho menos como Tánatos.
—Petroclo, quédate aquí. Formad a la derecha de los sakje.—Tiró de las riendas para que el caballo diera la vuelta—. Sígue me —dijo. Niceas, y enfiló el sendero cuesta abajo.
Fue derecho a través del pantanal, donde el sendero era puro fango aunque el suelo ya estaba más seco, y luego hasta el frente del escuadrón de Eumenes.
—Espera mi orden aquí —dijo. Eumenes.
Eumenes saludó.
Kineas fue al encuentro de Menón. Los macedonios estaban a medio estadio y Menón no les quitaba el ojo de encima. Kineas frenó.