Por ello Marimi sentía un miedo repentino aquella noche de celebración. Opaka tenía el poder de los dioses, y Marimi estaba segura de que en su mirada brillaba un destello de maldad. ¿Por qué sería? Marimi no recordaba haber hecho nada que pudiera provocar la cólera de la anciana. Si el origen del rencor fuera otro miembro de la tribu, Marimi acudiría a la chamán de su tribu y le rogaría que pidiera a los dioses protección contra esa persona. Pero en aquel caso era la propia chamán quien le echaba el mal de ojo.
Y de repente la asaltó el recuerdo de Tika y se sintió presa de un pánico cegador.
Tika era la hija mayor de la hermana de la madre de Marimi, y desde pequeñas, ambas habían sido como hermanas. Se habían sometido juntas a los ritos sagrados de la pubertad, y cuando Tika y otras doce muchachas disputaron la carrera de las iniciadas, que ganó Marimi al llegar en primer lugar a la choza de la chamán, Tika fue la única que la vitoreó. También fue Tika quien, en la cosecha anterior, había llevado mensajes secretos entre Marimi y el joven cazador, pues no podían hablarse mientras tenían lugar las negociaciones matrimoniales, y Tika, asimismo, les ofreció como regalo de bodas una cesta de diseño tan magnífico que todo el clan habló de ella.
Pero entonces la desgracia se cernió sobre ella. Se enamoró del joven a quien Opaka pretendía desposar con la nieta de su hermana. Si hubiera yacido con cualquier otro muchacho no la habrían proscrito, de eso Marimi estaba convencida. Pero cuando sorprendieron a ambos juntos en la choza de un tío suyo, los ancianos se reunieron en consejo, fumaron sus pipas de la sabiduría y decretaron proscribir a Tika, aunque no al muchacho, pues en su opinión ella, con su seducción, lo indujo a quebrantar las leyes tribales. Puesto que la tribu no ejecutaba a ninguno de sus miembros por muy grave que fuera su delito, los culpables eran condenados a una muerte en vida. Le arrebataban el nombre, las posesiones y el alimento para luego expulsarlos del círculo protector de la tribu. Una vez proscrita una persona, jamás volvía a ser acogida en el seno del poblado. Nadie podía hablar al proscrito, mirarlo, darle comida, agua ni cobijo. Sus familiares se cortaban el pelo y llevaban luto por su ser querido como si en verdad hubiera muerto. Cuando Tika se convirtió en una «Sin Nombre», Marimi lloró por ella. Recordaba haber visto un día a su amiga en el linde del bosque de pinos como un alma en pena. Marimi quiso acercarse a ella, salir del círculo protector para llevarle comida y mantas, pero eso también la habría convertido en una proscrita a ella.
Como ya estaban muertos, los proscritos no sobrevivían mucho tiempo. Ello no se debía sólo a la dificultad de encontrar alimento ni al hecho de estar siempre a la intemperie, sino sobre todo a que su espíritu moría al ser proscritos. Una vez disipada la voluntad de vivir, la muerte no tardaba en hacer su aparición. Al cabo de unos días, Tika dejó de acudir al margen del campamento.
—Madre —susurró Marimi a la mujer que, sentada junto a ella con las piernas cruzadas, cantaba mientras tejía una complicada cesta. El canto confería vida y por tanto espíritu a las cestas, además de permitir a los dedos tejer un mito o un relato mágico en la obra. Empleando un trazado de rombos, la madre de Marimi empapaba su cesta con la historia de la creación de las estrellas—. Madre —repitió en voz un poco más alta—. Opaka me está observando.
—Lo sé, hija. Ten cuidado, aparta la vista.
Marimi paseó una mirada nerviosa por el bullicioso campamento, donde el humo de quinientas hogueras se elevaba hacia el cielo. Su morada estival se hallaba en el desierto, donde la vegetación más corriente era la artemisa. Aquellas montañas, en cambio, estaban alfombradas de pinos y juníperos, y ese nidal de fantasmas habría aterrorizado a Marimi si ella y los suyos no contaran con la protección del círculo.
De noche, cuando yacían sobre las pieles, atemorizados por el ulular de los espectros en los árboles, las familias esperaban que los talismanes de los chamanes, colocados en torno al perímetro del campamento, bastaran para mantener alejados a los espíritus. Por esa razón, todos pagaban de buena gana a los chamanes, pues un chamán poderoso garantizaba la seguridad del clan y la protección de los dioses. Todos recordaban la terrible suerte que corriera el Clan del Búho, cuyo chamán cayó accidentalmente por un precipicio, dejando a treinta y seis familias sin figura que las representara en el mundo de los espíritus y hablara con los dioses en su nombre.
En menos de un ciclo lunar, todos los hombres, mujeres y niños habían enfermado y muerto, de modo que ahora el Clan del Búho ya no existía.
Con creciente temor, Marimi se obligó a concentrarse en la cuna que estaba tejiendo. Pero sus dedos empezaron a moverse rígidos y sin gracia cuando comprendió trastornada que la magia que intuía aquella noche no era necesariamente magia buena…
Mientras observaba a Marimi desde el otro lado del círculo, Opaka rememoró un tiempo en que también ella resultaba tan atractiva a la vista. Sentada sobre su suntuosa piel de búfalo, rodeada de los obsequios de comida, abalorios y plumas llevados por personas que buscaban el favor y la bendición de los dioses, Opaka pensó con amargura que el rostro redondo de Marimi, los ojos risueños, la boca sensual y el cabello reluciente cual cascada negra, rasgos que no sólo habían llamado la atención del joven cazador que se había casado con ella, habían sido antaño sus propias facciones, antes de que la edad y el exceso de viajes espirituales la deterioraran. Ahora Opaka era una anciana encorvada, de cabello blanco y casi desdentada.
Pero no era por esta razón que odiaba a la muchacha.
El veneno que corría por las viejas venas de Opaka había brotado seis inviernos antes, durante la Estación Sin Piñones, cuando al llegar al bosque, las familias habían descubierto que las piñas habían caído de los árboles y los piñones se habían podrido en su interior. Cuando comprendieron que los dioses habían adelantado la estación y que aquel invierno pasarían hambre, elevaron al cielo un clamor desgarrado. Los chamanes se retiraron a las chozas divinas para quemar mezquite sagrado, ayunar, ingerir estramonio, cantar, salmodiar e implorar visiones de los dioses que mostraran a la gente dónde había piñones. Pero los dioses no atendieron los ruegos de los chamanes, de modo que una terrible hambruna parecía amenazar a los topaa.
Y entonces la madre de Marimi acudió a Opaka con un relato extraordinario.
Su hija, que a la sazón contaba nueve veranos, había contraído un espantoso mal que le llenaba la cabeza de un dolor agudo, le cegaba los ojos y ensordecía sus oídos. La madre había sumergido la cabeza de la niña en agua fresca y la había mantenido a la sombra de los árboles para protegerla del sol. Al sanar, Marimi habló a su madre de un pinar situado al otro lado del río. Sólo era un sueño, replicó su madre, provocado por el hambre y la extraña enfermedad. Asimismo, advirtió a su hija que debía guardar silencio sobre la visión, pero a Opaka le correspondía revelar al clan el lugar donde hallarían comida. Sin embargo, Marimi se mantuvo en sus trece y ratificó su visión de un bosque de pinos en una tierra más allá de los límites del territorio topaa, un lugar deshabitado en el que ningún antepasado había vivido jamás, por lo que no sería tabú recolectar la abundante cosecha de piñones.
Por ello, cuando los chamanes salieron de las chozas divinas y anunciaron que ese año no habría piñones ni cacería de liebres, pues nadie había visto liebres en el bosque, y que éste se había tornado yermo porque los dioses habían vuelto la espalda al pueblo, la madre de Marimi consideró necesario pedir consejo a Opaka sobre la visión de su hija. La niña había afirmado que el bosque se encontraba en dirección al sol naciente, al otro lado de un río y sobre una cresta fértil.
Opaka replicó que la tierra de la que hablaba se hallaba fuera de los límites de su territorio tribal y que era tabú viajar allí. La niña insistió en que no era tabú, pues el espíritu del sueño así se lo había asegurado. Tras ordenar a la madre que no revelara la visión a nadie más, Opaka viajó sola al lugar indicado y, en efecto, localizó el bosque repleto de piñones. De inmediato regresó al campamento, entró en la choza divina para realizar un viaje espiritual y al salir anunció que los dioses la habían transportado en su visión hasta un lugar lleno de piñones, un lugar en el que ningún antepasado había morado jamás.
La tribu eligió a cuatro valientes jóvenes y los armó con lanzas. Recibieron instrucciones de correr hacia el sol, pero si llegaban a territorio tabú, debían regresar al instante.
Durante su ausencia, la gente bailó y se alimentó con larvas de abejas, miel y los escasos piñones que pudieron salvarse del terrible desperdicio. A su regreso, los cazadores hablaron de un bosque munificente al otro lado del río, un lugar totalmente deshabitado.
La Estación Sin Piñones acabó siendo muy fructífera y de ella se hablaba en cada reunión y alrededor de cada hoguera. La tribu dio cuenta de un abundante festín, y sus miembros regresaron a sus moradas estivales con los cestos rebosantes de piñones. Nadie mencionó a la niña en ningún momento. El mérito de la visión recayó en los chamanes, lo que demostró una vez más su poder, el poder de Opaka.
Desde entonces, Opaka observaba a la niña y estaba pendiente de las ocasiones en que sufría dolores de cabeza y hablaba de visiones. Dos veranos antes, cuando se hizo mujer y ganó la carrera del ritual de la pubertad, una victoria que le otorgaba un lugar de honor a los ojos de la tribu y que Opaka había esperado ver en manos de la nieta de su hermana, la chamán, que no tenía ninguna nieta propia, intensificó su vigilancia. Cuando las muchachas completaron el último rito de la pubertad, transcurrido en una choza ceremonial donde habían emprendido búsquedas visionarias, todas afirmaron que su guía espiritual era la serpiente de cascabel, un símbolo de gran virilidad que traía suerte a las vírgenes que esperaban convertirse en madres fecundas, pero Marimi anunció que su guía espiritual era el cuervo, desafiando así la tradición.
Sin embargo, lo que más alarmaba a Opaka era que la joven tenía visiones sin necesidad del estramonio, que sí precisaban los chamanes. ¿Qué sería de la estructura social de la tribu si cualquiera pudiera comunicarse con los dioses? Se sumiría en la rebeldía, el salvajismo, el caos. Sólo los elegidos e iniciados en los ritos chamánicos secretos podían pasar al «Otro Mundo». Sólo así el universo conservaba su equilibrio y la sociedad su orden. Opaka consideraba a la muchacha como una amenaza para la estabilidad futura de la tribu, sobre todo ahora que estaba embarazada y pronto ascendería al rango de madre.
Un privilegio que Opaka jamás había conocido.
Elegida cuando no era más que un bebé, separada de su madre y enviada a vivir recluida con la chamán del clan, Opaka había aprendido de la anciana los misterios y secretos, los remedios y las curas, el arte de hablar con los dioses. Había sido una iniciación muy dura, con largos meses de cruel soledad y sacrificio carentes de solaz y amor, en los que había aprendido a no pensar en sí misma, sino en la tribu, a llevar una vida sin marido, sin hijos, a permanecer virgen por siempre. Opaka era incapaz de reconocer la emoción de la envidia, pues, había sido educada para convertirse en la persona más rica y poderosa del clan, así que, ¿de qué iba a sentir envidia? También los celos constituían un concepto desconocido para ella, por lo que no supo de qué se trataba cuando los sintió. Y si alguien le hubiera dicho que podía temer a una muchacha cualquiera, no lo habría creído. Las personas que hablaban directamente con los dioses estaban por encima de las mezquinas fragilidades humanas. Así, ciega al rencor y la amargura que le corroían las entrañas, al profundo temor de que algún día Marimi compitiera con ella por el poder divino, Opaka se dijo que el secreto que urdía contra la joven era por el bien de la tribu.
Se le acercó un grupo de muchachas, las amigas solteras de Marimi que, en tono burlón, comentaron que esperaban no pasar frío aquella noche, cuando el aire invernal invadiera sus chozas. Ellas no tenían más que sus pieles para abrigarse, mientras que la afortunada Marimi contaba con el calor de un hombre.
—Si te oímos gritar, ¿quieres que vayamos a rescatarte? —preguntó socarrona una joven que pronto se casaría con un cazador del Clan del Halcón.
—Pero, ay, si el que grita es él —pinchó otra—. ¿Debemos acudir a salvar a tu esposo?
Marimi se sonrojó, rió y regañó a sus amigas por ser unas vírgenes tontas, pero en realidad le gustaba ser el centro de atención y lo cierto era que esperaba con ansia el vigoroso abrazo de su esposo aquella noche.
Cuando estaba a punto de ofrecer a sus amigas una cesta de bayas que había cogido aquella tarde, una mujer rompió el círculo, empujando a un lado a los bailarines y profiriendo gritos con un niño inconsciente en brazos. Al ver a Opaka se arrojó a sus pies y le suplicó que salvara a su hijo.
El campamento enmudeció, y sólo se oía el crepitar de las hogueras y el llanto lejano de los bebés en sus chozas.
Marimi reconoció al niño: era Payat, del Clan de Gato Montés. Su segunda familia era el Pueblo del Cañón Rojo, su primera familia, «vive junto a la llanura salada». Un silencio sepulcral se cernió sobre el campamento mientras Opaka se levantaba con dificultad y se inclinaba sobre el niño, que gemía de dolor. Tocó varias partes de su cuerpo, le apoyó una mano en la frente, luego cerró los ojos y extendió las manos con las palmas vueltas hacia abajo sobre su silueta convulsa, todo ello sin dejar de murmurar un canto místico que nadie comprendía.
Por fin abrió los ojos, se irguió tanto como pudo y declaró que el niño había quebrantado un tabú y estaba poseído por un espíritu maligno.
Un jadeo atónito recorrió la muchedumbre. La gente empezó a removerse inquieta, y algunos incluso retrocedieron. Las mujeres que tenían la menstruación o estaban dando el pecho se refugiaron presurosas en sus chozas, y los hombres movían nerviosos las lanzas. Una persona poseída por un espíritu maligno era algo aterrador, pues el espíritu podía salir en cualquier momento del poseído y entrar en el cuerpo de otra persona.
Opaka declaró que el niño era un «Intocable», lo cual equivalía a pronunciarlo muerto, más allá de la ayuda de los dioses, y acto seguido se reunió con el jefe y lo subjefes para decidir su suerte. A buen seguro, no se le permitiría permanecer entre la gente. En aquel intervalo. Marimi se acercó más al lugar.