Erica alcanzó a su jefe.
—¿Qué ha pasado, Sam? ¿Por qué se ha hundido la piscina?
—Los ingenieros del condado y los geólogos del Estado trabajan sin descanso para determinar la causa. Esos tipos de allí —explicó al tiempo que señalaba a unos hombres que montaban maquinaria de perforación a la luz de los potentes focos—, van a efectuar pruebas en el suelo para averiguar sobre qué está construida exactamente la urbanización. Imaginan que no es una mesa, sino un cañón.
—¡Un cañón! —exclamó Erica—. Pero en las noticias han dicho que era una brecha abierta por el terremoto.
—Eso creyeron en un principio, pero los ingenieros han encontrado unos mapas topográficos antiguos que muestran un cañón justo aquí debajo.
Sam deslizó su gruesa mano por los mapas topográficos y geológicos extendidos sobre las mesas sujetos a las esquinas con piedras.
—Los han traído del ayuntamiento hace unas horas. Aquí tenemos un mapa geológico de 1908, y éste es de 1956, cuando propusieron esta zona para una urbanización que no llegó a construirse.
Erica paseó la mirada entre ambos mapas.
—Son diferentes.
—Por lo visto, el constructor de esta urbanización no efectuó pruebas de suelo en todos los solares edificables, cosa que, por otro lado, no estaba obligado a hacer. Sin embargo, las pruebas que sí pudo hacer mostraron un suelo y un lecho de roca estables. Pero eso era en los límites norte y sur de la mesa, que han resultado ser las dos orillas del cañón. ¿Te acuerdas de la hermana Sarah? Este era su refugio religioso o algo por el estilo. Parece que hizo rellenar el cañón sin pedir permiso al ayuntamiento ni informar de ello. La obra se realizó sin aplicar los procedimientos de compactación habituales, y gran parte del relleno es orgánico o sea madera, vegetación y residuos que más tarde se pudrieron —Sam recorrió con la mirada fatigada la calle en que hermosas fuentes y árboles de importación embellecían los exquisitos jardines—. Esta gente estaba sentada sobre una bomba de relojería. No me extrañaría que toda la zona estuviera a punto de desmoronarse.
Mientras hablaba observó de reojo a Erica, que con los brazos en jarras se apoyaba alternativamente en un pie y en el otro como una corredora ansiosa por escuchar el pistoletazo de salida. No era la primera vez que la veía así, absorta en la cacería. Erica Tyler era una de las científicas más apasionadas que conocía, pero a veces el entusiasmo la perdía.
—Sé por qué has venido Erica —aseguró con voz cansada—, y no puedo asignarte el trabajo.
Erica se enfrentó a él con las mejillas ardientes.
—¡Sam, me tienes contando conchas de abalón hace una eternidad, por el amor de Dios!
Sam era el primero en reconocer que encomendar a Erica la dirección de un muladar de moluscos equivalía a desperdiciar su intelecto y su talento, pero después del fracaso del barco naufragado el año anterior, había considerado que le convenía permanecer algún tiempo entre bastidores. Por ese motivo llevaba los últimos seis meses excavando un túmulo recién descubierto que resultó ser en realidad el vertedero de unos indios que vivían al norte de Santa Bárbara hace cuatro mil años. La tarea de Erica consistía en clasificar y aplicar el método del carbono 14 a los millares de conchas de abalón halladas allí.
—Sam —masculló en tono insistente mientras le apoyaba la mano en el brazo—, lo necesito. Tengo que salvar mi carrera, hacer que la gente olvide lo de Chadwick.
—Erica, lo de Chadwick es precisamente la razón por la que no puedo asignarte el trabajo. No eres disciplinada. Eres demasiado impulsiva, careces de la objetividad y el distanciamiento científicos necesarios para esta profesión.
—He aprendido la lección, Sam —aseguró Erica. Le entraron ganas de ponerse a gritar. «El Naufragio de Erica Tyler», habían bautizado los allegados el desastre de Chadwick. ¿Tendría que pasarse la vida entera pagando por ello?—. Extremaré la prudencia —insistió.
—Erica, convertiste mi departamento en el hazmerreír de todos.
—Y te he pedido perdón un millón de veces. Sam, seamos lógicos. Sabes que he estudiado cada ejemplar de arte rupestre a este lado del Río Grande. No hay nadie mejor cualificado que yo para el trabajo. Cuando vi la pintura de la cueva en las noticias, supe que este trabajo era para mi.
Sam se mesó el cabello con los gruesos dedos. Qué típico de Erica dejarlo todo colgado. ¿Se había molestado siquiera en encargar a alguien el «Proyecto Gaviota»?
—Venga, Sam. Deja que haga el trabajo para el que estoy hecha.
Sam escudriñó sus ojos ambarinos y vio en ellos un destello de desesperación. No sabía lo que era quedar desacreditado, que los compañeros de profesión se burlaran de uno. No podía más que imaginar qué había pasado Erica en los últimos doce meses.
—Haremos una cosa. Un miembro del equipo de Búsqueda y Rescate se ha presentado voluntario para volver a entrar y hacer fotos. Las tendremos en cualquier momento. A ver qué sacas en claro de los pictogramas.
—¿Búsqueda y Rescate?
—Después del hundimiento de la piscina se supo que la hija de Zimmerman había desaparecido, así que la oficina del sheriff organizó la búsqueda en medio de todo este caos. Así fue como descubrieron la pintura.
—¿Y la chica?
—Apareció más tarde. Por lo visto estaba en Las Vegas con su novio en el momento del terremoto. Mira, Erica, no tiene sentido que te quedes, porque no pienso asignarte el caso. Vuelve a concentrarte en el Gaviota.
Pero mientras pronunciaba aquellas palabras, Sam supo que Erica no acataría sus órdenes. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, no había forma de disuadirla. Eso mismo había sucedido el año anterior, cuando Irving Chadwick halló el pecio que, según él, era un antiquísimo navío chino, lo cual demostraba su teoría de que los asiáticos no sólo habían llegado a Occidente cruzando el estrecho de Bering, sino también por mar. A Erica siempre le había gustado la hipótesis de Chadwick, de modo que cuando le pidió que autentificara unas vasijas encontradas en la nave naufragada, ella ya había llegado a la conclusión de que eran pruebas irrefutables.
Sam había intentado convencerla de que no se precipitara en sus juicios, de que procediera más despacio y con mayor cautela. Pero la característica principal de Erica era la exuberancia, así que certificó en público la autenticidad de las vasijas, lo que les procuró fama a ambos durante un tiempo. Cuando se descubrió que el pecio era un timo y Chadwick confesó haber orquestado toda la maniobra, ya era demasiado tarde, la reputación de Erica Tyler quedó hecha trizas.
—En las noticias han dicho que se han encontrado huesos —persistió—. ¿Qué sabes de ellos?
Sam cogió una carpeta, sabedor de que Erica intentaba ganar tiempo.
—Sólo se han encontrado pequeños fragmentos, pero también varias puntas de flecha, lo que bastó para que nos llamaran. Aquí está el informe del químico. Como verás, según la prueba de Kjedah, el hueso contiene menos de cuatro gramos de componentes nitrogenados —comentó mientras Erica ojeaba los resultados—. Y la prueba de acetobencidina no muestra vestigios de material albuminoso.
—Lo que significa que tienen más de cien años. ¿Sabe el químico cuántos años más?
—No, por desgracia, y no podemos determinar la antigüedad mediante pruebas de suelo porque no tenemos forma de saber a ciencia cierta sobre qué suelo yacían los huesos. Este cañón se rellenó hace setenta años, y el año pasado volvieron a remover la tierra al excavar el hoyo para la piscina. Cuando la capa inferior se licuó y cedió a causa del seísmo, provocando el hundimiento de la piscina, los flancos se desmoronaron. Está todo mezclado, Erica. Pero es verdad que hemos encontrado puntas de flechas y herramientas de sílex muy primitivas.
—Lo que indica un túmulo indio —añadió Erica mientras le devolvía la carpeta—. Supongo que habéis avisado a la CPIEC —aventuró, mirando a su alrededor en busca de alguien que aparentara ser de la Comisión en pro del Patrimonio Indio del Estado de California.
—Por supuesto —asintió Sam con sequedad—. De hecho, ya están aquí…, o mejor dicho, ya está aquí.
—¿Jared Black? —dijo Erica, leyéndole el pensamiento.
—Sí, tu antiguo adversario.
No era la primera vez que Erica y Black se enzarzaban en una disputa por temas legales relacionados con los indios, y hasta entonces con resultados realmente desagradables.
En aquel instante se acercó corriendo un joven con el rostro manchado de tierra y el casco de espeleólogo torcido. Les tendió las fotos Polaroid que había hecho en el interior de la cueva y se disculpó por su escasa calidad. Sam le dio las gracias y alargó la mitad del montón a Erica.
—Dios mío —murmuró Erica mientras las examinaba una a una—. Son… preciosas. Y estos símbolos…
La voz se le quebró.
—¿Qué te parece? —masculló Sam, mirando las fotos con ojos entornados—. ¿Puedes identificar la tribu?
Al ver que Erica no respondía, se volvió hacia ella. Tenía la mirada clavada en las imágenes y los labios entreabiertos. Por un instante, Sam creyó que estaba mortalmente pálida, pero entonces comprendió que se debía a los fluorescentes colocados a toda prisa en el lugar del hundimiento.
—¿Erica?
La mujer parpadeó como si acabara de salir de un trance. Cuando lo miró, Sam tuvo la curiosa sensación de que Erica no sabía quién era. Pero al poco recobró la compostura.
—Tenemos entre manos el hallazgo del siglo, Sam. Esta pintura es muy grande, y nunca había visto arte rupestre tan bien conservado. Piensa en la cantidad de datos históricos sobre los indios que podremos aportar una vez hayamos descifrado los pictogramas. No me pongas otra vez a contar conchas, Sam.
Sam lanzó un suspiro.
—De acuerdo, puedes quedarte un par de días para hacer un análisis preliminar, pero —alzó la mano en señal de advertencia— luego vuelves a encargarte del Gaviota. No voy a asignarte este proyecto, Erica, lo siento. Cuestión de política interdepartamental.
—Pero tú eres el jefe… —Erica se detuvo en seco.
Sam siguió su mirada y vio el motivo de la interrupción. A aquella hora gélida de la madrugada, mientras todos deambulaban por el lugar sin afeitar y con los ojos inyectados en sangre ansiosos por tomar un café, dormir un poco y cambiarse de ropa, el comisario Jared Black apareció perfectamente peinado y enfundado en un traje de tres piezas con gemelos, corbata de seda y zapatos bruñidos. Sus ojos oscuros relucían bajo el entrecejo arrugado.
—Doctora Tyler, doctor Carter.
—Hola, comisario.
Pese a ser un ferviente defensor de los derechos de los indios, la sangre de Jared Black no lo era, y en cierta ocasión había afirmado que su ascendencia irlandesa le había impulsado a simpatizar con el sufrimiento de los pueblos oprimidos.
—¿Cuándo espera tener la identificación tribal de la pintura, doctor Carter? —inquirió en un tono que exigía respuesta inmediata.
—Depende de las personas a las que asigne el trabajo.
—Por supuesto, haré venir a mis expertos —espetó Jared sin dignarse a mirar a Erica.
—Cuando acabemos el análisis preliminar —puntualizó Carter—. No hará falta que le recuerde que ése es el procedimiento habitual.
Jared Black parpadeó. No se llevaba bien con el jefe del Departamento de Arqueología. Carter se había opuesto abiertamente al nombramiento de Black, alegando los profundos prejuicios que albergaba contra las comunidades científica y académica.
El choque entre Erica y Jared Black se había producido cuatro años antes, cuando un solitario millonario llamado Reddman dejó a su muerte una asombrosa colección de artefactos indios, con la condición de que se expusieran en su mansión y ésta fuera convertida en un museo público que llevara su nombre. Habían contratado a Erica para que identificara y catalogara la valiosísima colección, y cuando determinó que su origen era una pequeña tribu lugareña, dicha tribu recurrió al abogado, Jared Black, especializado en derecho territorial e inmobiliario, para reclamar por la vía legal la posesión de los objetos. Erica pidió al Estado que respondiera al desafío con el argumento de que la tribu pretendía volver a enterrar los artefactos sin permitir que antes se les efectuara un análisis histórico.
«El patrimonio que representan estos huesos y artefactos no pertenece sólo a los indios, sino a todos los americanos» había alegado.
El juicio despertó gran controversia. Se instalaron ante los juzgados numerosos piquetes compuestos por indios que reivindicaban la devolución de todas sus tierras y objetos culturales, por un lado, y profesores, historiadores y arqueólogos que insistían en la creación del Museo Reddman, por otro. La esposa de Jared Black, una india maidu apasionada defensora de la causa de su raza, que en cierta ocasión se había arrojado delante de excavadoras para impedir la construcción de una nueva autopista en territorio indio, fue de los que con mas aspavientos exigieron que la colección no cayera en manos
blancas
.
El caso se alargo durante varios meses, hasta que Jared descubrió un hecho hasta entonces desconocido. Sin que lo supieran las autoridades estatales y locales, Reddman había hallado los objetos en su propiedad, finca de quinientos acres, se los había quedado sin pedir permiso nadie. Argumentando que, ya que los artefactos indicaban la existencia de una aldea (y Erica, pese a que militaba en el bando contrario, se vio obligada a reconocer que, con toda probabilidad, la finca estaba construida sobre un antiguo poblado indio), Jared Black afirmó que el lugar no pertenecía por derecho al señor Reddman, sino a los descendientes de quienes habían vivido en aquel poblado. En definitiva, las doscientas hectáreas así como más de un millar de reliquias indias, entre ellas vasijas, cestas, arcos y flechas de gran rareza fueron a parar a manos de la tribu, compuesta por dieciséis miembros. El museo Reddman no llegó a crearse, y de los artefactos no se volvió a tener noticia alguna.
Erica recordaba el tratamiento que los medios de comunicación habían dado a la batalla que Jared y ella libraron dentro y fuera de la sala del tribunal. Una fotografía ahora famosa, que los mostraba a ambos discutiendo en la escalinata de los juzgados, había caído en manos de la prensa sensacionalista, que la publicó con el titular «¿Amantes secretos?» porque un efecto lumínico y la inoportunidad del fotógrafo habían captado a Erica y Jared en uno de esos fugaces y peculiares encuadres que producen la impresión opuesta a lo que sucede en realidad. Los ojos de Erica muy abiertos mientras lo miraba con la lengua entre los dientes y el cuerpo inclinado en un ángulo sensual, y Black bajando la mirada hacia ella desde el escalón superior, con los brazos extendidos como si pretendiera estrecharla en un tórrido abrazo. Ambos habían reaccionado con indignación al ver la instantánea, pero decidieron dejarlo correr para no echar más leña al fuego de los chismorreos.