Tierra Firme (22 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

BOOK: Tierra Firme
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Juan de Cuba, Francisco Cerdán y Cristóbal Aguilera, que tales eran los mercaderes que habían venido en el batel con los soldados, me informaron de que tampoco ellos habían tenido más suerte. Se había buscado a mi padre por toda la tierra que había en media legua a la redonda de Cartagena, llegando hasta la ciénaga que llamaban de Tesca, sin hallar ni una señal de su paso, aunque no tenía que descorazonarme, afirmaron, pues la búsqueda no había terminado y muchas gentes habían acudido a ellos solicitando unirse a los grupos. Llegarían hasta el río Magdalena si era necesario, cuyo cauce discurría a doce leguas hacia el interior, y no descansarían hasta dar con él o con su cuerpo. Con nuevas lágrimas en los ojos, les agradecí sus encomiables esfuerzos y les rogué que compartieran nuestra cena, invitación que aceptaron gustosos, dejando que los soldados regresaran al puerto.

Al día siguiente, las numerosas batidas que partieron al alba tornaron al anochecer sin otras nuevas. Y lo mismo acaeció un día y otro más y otro. A Melchor de Osuna, por ser persona de calidad, según dijo el alcalde, le dieron cárcel decente, entendiéndose por ello que volvió a su casa y que un par de soldados le custodiaban allí para prevenir una supuesta fuga. Con la ayuda de los mercaderes, redoblé las guardias, pues sintieron los mismos temores que yo por la reacción de la familia Curvo y me expresaron su mucha preocupación así como sus deseos de colaborar en todo. Al cabo de una semana, cuando ya se vio claramente que mi padre no iba a aparecer y los rumores más insistentes decían que su cuerpo debía de encontrarse al fondo de la ciénaga de Tesca y que no saldría a la superficie hasta la próxima temporada de lluvias, mandé una misiva a madre contándole los tristes sucesos. No podía demorar más tiempo dicha tarea, por mucho que me costase. Al final de la carta, le rogaba encarecidamente que no hiciera la locura de aparecer por Cartagena porque ya me estaba encargando yo de todo lo que era menester y le pedía asimismo que me hiciera la merced de mandar algunos caudales para mi sostenimiento y el de la tripulación hasta que acabara el proceso, que no parecía ir a comenzar nunca, pues don Alfonso de Mendoza, a lo que se veía, debía de andar muy ocupado con otros asuntos más apremiantes.

Por fin, el día lunes que se contaban veintinueve del mes de noviembre, fui llamada por el alcalde para prestar declaración. Allí, en su despacho, ante Melchor de Osuna, que me miraba con un odio mortal, el licenciado que le representaba, un tal Andrés de Arellano, y un numeroso grupo de vecinos curiosos (la declaración de testimonios era pública), repetí punto por punto todo lo que dije el primer día, sin añadir ni quitar una coma, y, luego, respondí a las preguntas que se me hicieron por parte del alcalde y del licenciado. Mi declaración duró toda la mañana y, por la tarde, le tocó el turno a Melchor, quien, tras escuchar los alegatos de mi querella, negó todo lo que en ella se le imputaba y desmintió mis palabras, intentando hacerme pasar por un loco que había irrumpido en su casa con la clara intención de provocar una pelea, pues uno de mis hombres había sido el primero en desenvainar la espada obligándole a defenderse. Ante semejante sarta de falacias, me preguntaba indignada cómo era posible que, si sólo se había defendido, las heridas las lleváramos nosotros en el cuerpo y no él, mas, como no tenía ningún licenciado que me representara porque sus precios eran inalcanzables para nosotros, nadie pudo plantear tal cuestión, así que pedí a Mateo, a Rodrigo y a Lucas que, cuando tuvieran que declarar, aprovecharan cualquier ocasión para añadir esta razón a sus palabras.

Al día siguiente, martes, treinta del mes, habló Mateo por la mañana. Fue tanta la gente que acudió a escuchar los testimonios de aquella segunda jornada que la reunión tuvo que trasladarse del despacho del alcalde al gran salón de recepciones del palacio y, aun así, faltó sitio para todos. Mateo, por ser el que sacó la espada que desencadenó la pelea, fue quien más sufrió las preguntas tramposas del licenciado Arellano, que volvía a este punto una y otra vez. Nuestro compadre se admitió culpable de desenvainar el primero, mas defendió muy bien el resto de las demandas, afirmando que allí no se trataba de ver quién había provocado qué sino de aclarar qué había pasado con el maestre Esteban Nevares, que no tornó a salir de la hacienda de Melchor de Osuna tras ir a pagar el tercio. Resultaba humillante ver cómo el licenciado y el alcalde trataban de ignorar el principal delito entretanto fijaban su atención en la pelea que no había sido sino sólo una consecuencia y, por más, pretendían dar a entender que dicha pelea, siendo lo más importante según ellos, la habíamos provocado nosotros y no Melchor.

Por la tarde, Lucas, con muy buenas y justas palabras, y acariciándose las barbas con serenidad, explicó de nuevo que nosotros no nos habíamos movido del sitio donde quedamos esperando al maestre, a cien pasos de la entrada de la hacienda bajo la sombra de unos cocoteros cercanos, y que era imposible que Esteban Nevares hubiera salido sin que le viéramos. Ante la pregunta del licenciado Arellano de por qué creía él que los soldados no habían podido encontrar a mi padre en las propiedades del de Osuna, Lucas, haciendo ver que reflexionaba como el buen maestro de primeras letras que había declarado ser, afirmó que tales propiedades no se ceñían a la hacienda de Cartagena y que el acusado había dispuesto de tiempo suficiente, tras dejarnos malheridos en el camino de los cañaverales, para sacar de su casa al maestre, si vivo aunque moribundo, y hacer que le llevaran a cualquiera de los muchos establecimientos que tenía por toda Tierra Firme o, si muerto, para tirarlo como un despojo en cualquiera de las ciénagas que rodeaban la ciudad. Un murmullo de aprobación brotó de todos cuantos estábamos en el gran salón y, oyendo esto, el alcalde y el licenciado, por cambiar de argumento y darle más razones a Melchor, llamaron a declarar a su capataz, el negro que nos recibió en la puerta de la casa con un arcabuz y que tenía por nombre Manuel Angola.

Como Manuel Angola era esclavo, no le ofrecieron una silla para sentarse, por lo que se mantuvo en pie mientras habló, dando la espalda a la concurrencia. No estaba claro por qué don Alfonso de Mendoza permitía que un esclavo prestara declaración, pues no era correcto ni tampoco usual, mas las irregularidades que se estaban produciendo eran tantas que casi daba lo mismo. Manuel Angola era, por más, el único testigo que presentaba Melchor, muy seguro de ganar aquel pleito con la buena ayuda que estaba recibiendo del alcalde, a quien se le veían las intenciones de favorecer en todo cuanto pudiera al primo y apadrinado de los Curvos. El esclavo empezó a contar cómo habíamos llegado a la hacienda y todo lo que después acaeció hasta que nos dejaron en el camino de los cañaverales. Entonces, el licenciado Arellano le preguntó si, como afirmaba su amo, el mercader Esteban Nevares había salido de la hacienda después de pagar el tercio, a lo que Manuel respondió que no con una voz alta y clara que pilló por sorpresa a todos los presentes. Los vecinos que abarrotaban el salón empezaron a levantarse y a gritar, por lo que el alcalde, pálido de muerte, ordenó a los soldados que los hicieran callar. El licenciado, turbado por la respuesta del esclavo, le dijo que, como de cierto y por ser hombre ignorante, había entendido mal la pregunta, que se la volvía a hacer. Y así, tornó a demandarle, hablándole ahora como si fuera un niño, que si Esteban Nevares había salido de la hacienda tras pagar el tercio y Manuel Angola, muy tranquilo, respondió otra vez que no.

La cara de Melchor de Osuna era la cara de alguien que está viendo al demonio. La ira le encendía el rostro y cerraba los puños sobre sus rodillas con tanta fuerza que parecía estar matando a alguien. El clamor en el salón se hizo tan grande que los soldados golpearon con las picas a los más alborotadores para hacer el silencio. Don Alfonso, más muerto que vivo, le preguntó entonces al esclavo que si sabía dónde se hallaba el señor Esteban, a lo que aquél respondió que no, que saber dónde se hallaba no lo sabía pero que estaba cierto que de la casa no había salido porque él vigilaba siempre la puerta y que le había visto entrar pero no salir. El licenciado Arellano, arreglándose las lechuguillas con gesto nervioso, quiso saber si era consciente de la gravedad y el perjuicio que ocasionaba a su amo con su declaración, a lo que Manuel Angola replicó que sí, pero que él era un buen cristiano y que, después de haber consultado con el fraile que era su confesor, había decidido contar la verdad pues temía menos las iras del señor Melchor que las de Dios, que podía condenarle al fuego eterno si mentía. Su buen corazón se ganó las simpatías de los presentes, que le aplaudieron como si estuvieran viendo una representación teatral. Tras esto, el licenciado hizo hincapié en que Esteban Nevares podía haber escapado por el corral, a lo que Manuel Angola dijo también que no, que eso no era posible, porque la empalizada del corral de la casa de Melchor no sólo no tenía otra puerta que la de la cocina sino que, por más, los palos eran de más de tres varas de altura para que los esclavos de la hacienda no robaran los animales ni los otros alimentos que allí se guardaban. Finalmente, y porque no había más remedio, le preguntaron si sabía qué había sido de Esteban Nevares y qué le había ocurrido, a lo que él respondió que no, que él estaba al cuidado de la puerta y que sólo había podido escuchar algunas palabras fuertes que había gritado su amo pero nada más, que lo siguiente que había sabido sobre el asunto es que nosotros cuatro habíamos llegado a la puerta preguntando por mi padre y que él nos mintió porque así se lo había ordenado Melchor de Osuna poco antes de que apareciéramos.

Los gritos de los presentes fueron ya tan crecidos y el escándalo era tan grande que el alcalde tuvo que suspender la declaración y dejar la de Rodrigo para el día siguiente.

Sorprendidos y maravillados de lo que acababa de ocurrir, salimos a la plaza dejándonos arrastrar por los buenos amigos que daban gritos de alegría como si hubiera algo que celebrar. El interés era inmenso en toda Cartagena. Una multitud abarrotaba la plaza esperando para oír lo acontecido. En poco tiempo se supo por todas partes lo que había declarado el esclavo y, cuando, por fin, pudimos llegar al puerto con nuestros pasos renqueantes, todos los dueños de las tabernas y las pulperías querían invitarnos a ron y a chicha, invitaciones que tuvimos que rechazar pues, aunque las gentes creyeran que habíamos conseguido la palma de la victoria y que Melchor de Osuna estaba condenado, nosotros no teníamos ánimo para celebrar nada con grandes fiestas y jolgorios, ni aunque fueran en nuestro honor y en honor y recuerdo de mi padre.

Subimos a bordo del batel y, en silencio, bogamos hasta la Chacona, oyendo cómo nos alejábamos de la algarabía de las gentes, que comprendían nuestra pena mas no estaban dispuestos a renunciar al festejo. No todos los días se ganaba una batalla contra alguien como Melchor de Osuna que, aquella noche, sin duda, regresaría al calabozo del que su calidad de persona importante le había sacado. Ahora ya no podría volver a escapar y reconozco que sentía por ello una muy grande y vengativa satisfacción.

Llegamos a la nao y todos los que estábamos en condiciones para trabajar nos enfrascamos en los quehaceres del barco. No convenía que los hombres permanecieran ociosos ni permitir que la Chacona se llenase de agua o se convirtiese en un nido de ratas, niguas o cucarachas. Miguel se dispuso a preparar la cena mientras el resto de los compadres y los grumetes se dividían las tareas y ponían manos a la obra. Yo, por mi parte, me encerré en la cámara de mi señor padre y, sentándome frente a su mesa, me dispuse a escribir una larga carta que, de seguro, me iba a ocupar toda la noche.

Al día siguiente, a las diez en punto de la mañana, volvíamos a estar frente a los portalones del palacio, rodeados por una multitud que no hubiera sido menor de ir a celebrarse una ejecución pública o la misa mayor de la festividad del santo patrón. Mi compadre Rodrigo debía declarar aquella mañana y, aunque poco nuevo iba a poder añadir a lo ya dicho, era su obligación comparecer y responder a las preguntas que se le hicieran. Habíamos acordado que, en el caso de que viéramos que Melchor podría escapar del castigo por alguna argucia inesperada, yo le haría una seña para que empezara a hablar de nuestro amigo Hilario Díaz, el capataz del almacén de La Borburata, y de todo cuanto él nos había contado aquella noche.

Los soldados tuvieron que apartar a los curiosos a empellones para que pudiéramos llegar hasta las sillas más cercanas a la mesa del alcalde, en la que, para sorpresa nuestra y de todos los presentes, el gobernador y capitán general, don Jerónimo de Zuazo, ocupaba hoy el lugar de cabecera. Su presencia y la de dos capitanes de infantería al mando de un gran número de gentes de armas que hacía guardia por todo el salón me hizo temer lo peor, mas decidí no dar señales de ello. A mí no se me daba nada de que el gobernador se hubiera personado en el salón aquella mañana si tal era su gusto... o, a lo menos, era lo que debía pensar para no dejarme arrastrar por el pánico. Don Jerónimo, la perfección de la gala y bizarría cortesanas, tuvo la deferencia de explicarnos amablemente que se encontraba allí debido al gran interés que el caso estaba despertando en el pueblo y que era obligación suya asistir a esta sesión por si el virrey le solicitaba un informe en algún momento. No quedé más sosegada con esta gentil explicación, mas conservé la calma y le di las gracias por acudir.

Rodrigo salió de entre el público en cuanto fue llamado y, con un gesto cortés, tomó asiento en la silla por la que ya habíamos pasado todos en los días anteriores. Empezó a hablar con comedimiento, repitiendo lo que todo el mundo sabía y echándome furtivas miradas de vez en cuando. Yo permanecía impasible. Aún teníamos tiempo. Deseaba oír las preguntas que tanto don Alfonso como el licenciado Arellano le iban a hacer. Aquella mañana no estaba presente Melchor de Osuna. En un abrir y cerrar de ojos, su calidad de persona principal había descendido a la de reo de prisión. Como poco, acabaría en galeras, si es que no lo colgaban antes en la plaza Mayor. Todo dependía de lo que ocurriera aquella mañana. En ese momento sentí que alguien me daba unos golpecitos en el hombro para llamar mi atención. Me giré y levanté la mirada. Un negro de cara sucia y con las ropas hechas pedazos se agachó para ponerse a mi altura (yo estaba sentada) y, acercándose a mi oreja, susurró:

—Para voacé.

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