Tiempo de cenizas (31 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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—Y ¿yo no cuento? —preguntó Joan fingiendo incomodidad a pesar de que aquella solución le producía un gran alivio—. ¿Qué pasa si no estoy de acuerdo?

—Pues que ya no será mi problema. Será asunto tuyo con tu mujer, que me ha dado su palabra para evitar que te encierre en una mazmorra. Ve y discute con ella. Aunque ya sabes que no es contrincante fácil.

Conociendo los sentimientos de Anna hacia Miquel, Joan imaginaba que el encuentro habría sido mucho más duro de lo que el valenciano habría anticipado. Sin embargo, a Joan le molestaba que el capitán vaticano tratara con ella sin pedirle su opinión. Le complacía el acuerdo, pero quería un pequeño triunfo.

—Aceptaré… —dijo dejando una larga pausa en la que miró desafiante a Miquel—, pero a cambio de algo.

—¿De qué?

—Que esta noche, la primera del acuerdo, la pase con Anna. Y que antes de partir estemos juntos un día y dos noches como despedida.

Miquel arrugó el entrecejo. No le gustaba reabrir un trato que consideraba cerrado.

—Lo de esta noche, de acuerdo —dijo después de pensarlo—. Sin embargo, esa despedida tan larga tendrá un precio.

—¿Cuál?

—Que pongas todo tu esfuerzo y dedicación, mientras estés aquí, para convertirte en un perfecto fraile.

—Prometido.

—Aquí debes ser el fraile perfecto, pero en tu casa compórtate no como gato, sino como león en celo —concluyó el valenciano riéndose.

45

Miquel Corella decidió prolongar en una semana más la preparación de Joan. Gruñía diciendo que el tiempo corría en su contra y que si no hubiera sido por las tonterías del librero, con una semana habría bastado. Joan, en su papel de fray Ramón de Mur del convento de Santa Caterina de Barcelona, se sentía cada vez más seguro con la rutina monástica, y después de los primeros días, las enseñanzas de fray Piero, dominico de hábito blanco, se alternaron con las del agustino fray Pablo de Olmedo, de hábito negro, que le instruía sobre la Inquisición española.

A lo que él ya sabía de la Inquisición se sumaron muchos más detalles. Joan se decía que quizá no pudiera engañar a un inquisidor fingiéndose uno de ellos, pero sí a un fraile florentino.

El personal de la librería pensaba que Joan estaba de viaje, y la vida y el trabajo en ella continuó su curso habitual, ignorando que Anna recibía de forma clandestina a su fraile en noches alternas.

Paolo Ercole, el bachiller romano que atendía la tienda junto a Anna y Niccolò, mostraba ya soltura en su trabajo y apenas requería ayuda. Por su parte, Niccolò se mostraba más solícito y amable que nunca con su patrona, y ella se decía que, agradecido por el sacrificio que ella y su esposo hacían por la libertad en Florencia, querría ayudarla a sobreponerse a la pena que le producía la ausencia de Joan.

En una ocasión, después de las habituales bromas con las que el florentino hacía reír a Anna, su sonrisa cambió a un gesto de pesar y le dijo:

—Señora, falta poco más de una semana para que me despida de vos. Seguramente no os vea nunca más. —Su tono, por lo general festivo, sonaba triste—. Lucharé contra Savonarola hasta conseguir una república libre o moriré en el intento.

Anna percibió la emoción de Niccolò en sus ojos, que se tornaban acuosos. No había clientes en la tienda, Paolo disponía la mesa en la calle con el aprendiz y ellos se encontraban de pie frente a los estantes del salón pequeño arreglando los libros. Ella le tomó la mano para confortarlo.

—Nada os ha de ocurrir, ni a vos ni a mi esposo. Rezaré por ambos.

—Gracias, señora. —Él le apretó suavemente la mano—. No quería partir sin antes agradeceros vuestra hospitalidad y el trato amable y cariñoso que le habéis dispensado a este pobre exiliado.

—¡Por Dios, Niccolò! Ha sido un placer conoceros y compartir este tiempo con vos. He gozado mucho de vuestra presencia.

—Y yo de la vuestra, señora. Demasiado.

—¿Demasiado? —Anna aflojó la presión de su mano sobre la de Niccolò.

—Sí, señora.

Apartó su mirada de Anna y por unos momentos la entretuvo en los libros de la estantería que había tras ella. Después la miró con toda intensidad.

—Os amo, señora. Os amo como nunca he amado a mujer alguna y como nunca amaré a ninguna otra.

Ella se quedó mirándole asombrada mientras notaba que él tomaba con ambas manos la suya, acariciándola.

—Jamás antes me atreví a confesaros mi amor —continuó él—. Y no lo hubiera hecho si no fuese a partir para siempre. Necesitaba que lo supierais.

—¡Por Dios, Niccolò! —exclamó ella—. ¡Si se entera mi marido, os matará!

—Bien que lo sé, señora. Ya me avisó en una ocasión. Pero mi amor supera mis temores y pongo mi vida en vuestras manos.

Anna consideró la situación. Al contrario de lo ocurrido con Juan Borgia, aquella declaración no la incomodaba. Conocía bien a aquel hombre, le apreciaba mucho y las formas de Niccolò le impedían ofenderse; en realidad, aquello le parecía cómico, y se esforzó en mantenerse seria y evitar una sonrisa.

—Pues si seguís por ese camino, la vais a perder —le dijo severa.

—No seáis cruel, señora —suplicó él acariciándole aún la mano—. Dentro de unos días me despediré para siempre. Os ruego que me deis algo de vuestro amor.

—¿Algo de mi amor?

—Sí, os lo imploro, como despedida… Esta noche vuestro esposo duerme en el Vaticano y vos estáis sola.

—¡Niccolò! —Una propuesta tan descarada asombró a Anna a pesar de conocer al florentino—. ¿Cómo os atrevéis?

—Es la fuerza del amor, imparable, incontenible…

—¡No! —Y apartó de un tirón su mano de las de él.

—Os lo ruego, corresponded solo un poco a mi amor. Será un pago pequeño por algo tan inmenso.

—¡No! —Anna dio dos pasos hacia atrás para separarse de aquel inesperado galán.

—¿Os ocurre como a vuestra amiga Sancha? —dijo él al verse rechazado, con un toque de despecho—. ¿Que no me consideráis ni lo suficientemente guapo, ni rico, ni noble?

—Lo que ocurre es que amo a mi marido y le soy fiel.

—Y ¿si no fuerais una mujer fiel? ¿Me daríais vuestro amor?

—No seáis cínico. No digáis «¿me daríais vuestro amor?» cuando lo que queréis decir es «¿os levantarías las faldas?».

Por un instante, el rostro de Niccolò mostró desconcierto, aunque de inmediato retomó su expresión grave.

—Os respeto mucho, señora —continuó él mientras se acercaba de nuevo—. No os equivoquéis. Jamás os suplicaría como lo hago si no sintiese un amor tan grande que supera mi prudencia y mi dignidad. Llevo más de un año a vuestro lado, admirando vuestra belleza, gracia y simpatía. Y todo este tiempo he sido vuestro fiel y secreto admirador…

—¡Apartaos! —dijo ella dándole un empujón.

Anna se replanteó la diferencia entre Niccolò y Juan Borgia. El florentino era más feo, pero mucho más seductor, y sabía que él jamás usaría la fuerza con ella como había hecho el hijo del papa. Le estimaba mucho y le caía muy bien, aunque jamás se le hubiese ocurrido que pudiera haber algo entre los dos. Niccolò tenía fama de mujeriego y su cuñada le había contado que había tenido más de un asunto con las criadas; aquello le suscitaba curiosidad. De repente, ante la ansiosa mirada de Niccolò, que posaba sus ojos en ella con expresión dolida y con los brazos y las manos abiertas en gesto de súplica, Anna se sorprendió sintiendo algo semejante al deseo.

—Sois un desaprensivo —le reprochó Anna disimulando—. Le rogáis a mi marido, por vuestra amistad, que acepte esa loca misión para liberar a vuestra patria; él lo hace, y cuando tiene que ausentarse en la noche sacrificándose por Florencia, vos le proponéis amores a su mujer.

—Razón tenéis en censurarme, señora —aceptó cabizbajo—. Admito mi pecado, pero sed misericordiosa conmigo, pues el amor me ciega. Hubiera continuado admirándoos en secreto a no ser porque en unos días partiré para siempre, y no podía hacerlo sin antes confesar mi amor. Además, vale más hacer y arrepentirse de ello que no hacer y arrepentirse. Si me rechazáis, llevaré conmigo esa pena, pero mayor pena llevaría de haber callado.

—Alejaos de mí, Niccolò —le dijo Anna—. Finjamos ambos que esta conversación nunca tuvo lugar.

—Como deseéis, señora —repuso él con una reverencia.

Pero Niccolò insistió de nuevo al día siguiente, y Anna le respondió con unas risas. Le dijo que no podía tomarle en serio, que dejara de hacer el bufón y que nada conseguiría. Sin embargo, aquel cortejo, aquellos halagos la excitaban.

Cuando aquella noche apareció el fraile dominico, Anna se entregó a él con pasión y sin reserva alguna. Él, feliz, le agradeció al Señor a media voz el haber recuperado al fin totalmente a su esposa, y Anna se preguntó si no habría que agradecerle aquello también a Niccolò y sus sandeces.

El florentino pasó aquella noche en la taberna del Trastévere y no apareció por la librería hasta asegurarse de que Joan había regresado al Vaticano.

—¿Le dijisteis algo a vuestro esposo? —le preguntó a Anna inquieto.

—Sí.

La expresión del florentino mostró alarma.

—Le dije que al único hombre al que amo y deseo es a un fraile dominico llamado Ramón —concluyó ella.

Niccolò sonrió aliviado.

—Me alegro por él. Aun así, toda regla tiene excepciones y aguardaré fiel y ansioso a que hagáis una conmigo.

Anna le fulminó con la mirada disimulando sus deseos de reír.

—¿Es que ya no entendéis mi italiano? —le espetó.

El día de la despedida fue muy intenso. Joan vestía de seglar, aunque se cubría la cabeza por completo con un gorro, lo que causaba extrañeza en sus empleados. Se suponía, incluso para su madre y su hermana, que llegaba de un viaje y que emprendía otro a la jornada siguiente. Aquel día, Pedro Juglar iniciaba su aprendizaje como encuadernador bajo la supervisión de Giorgio di Stefano, y el aragonés instaló sus pertenencias en el taller de encuadernación, donde dormiría junto a los aprendices. Don Michelotto aceptó licenciar a Pedro cuando Joan le dijo que, en caso de necesidad, un hombre de armas como el aragonés convertiría la librería en un baluarte aún más poderoso para los
catalani
del papa. Con sorpresa, se dio cuenta de que el valenciano estaba más interesado en la felicidad de Pedro que en sus argumentos, y no necesitó recurrir a otros más contundentes, como su misión en Florencia. Miquel Corella nunca dejaba de sorprenderle.

Se había fijado la fecha de la boda para el día después de Navidad y María estaba muy ilusionada.

—¡Gracias, Joan! —le dijo a su hermano abrazándolo. Sus ojos color miel brillaban felices.

Aquel día, Pedro y Niccolò asistieron como invitados a la comida del piso superior. Se celebraba la bienvenida del primero, la despedida definitiva del segundo y la partida de Joan a un viaje de negocios que le mantendría alejado un número indeterminado de semanas.

—Seré feliz el día de la boda, Pedro —le dijo Joan alzando su copa en un brindis—. Pero durante la espera, vuestro lugar está en el taller y el de mi hermana, en este piso. La honra de esta casa es también la vuestra a partir de hoy y espero que me ayudéis a mantenerla. Mi madre os acompañará en vuestros encuentros.

—Contad conmigo, Joan —repuso el aragonés brindando por ello.

Sin embargo, Anna vio la mirada que Pedro y María intercambiaban y la sonrisa en los labios de Eulalia, y dudó que el dique de los buenos propósitos contuviera la riada de la pasión.

Aprovechando que la atención se centraba en los novios, Niccolò, situado al otro lado de la mesa, enviaba miradas furtivas e intensas a Anna. Esta se sentía a la vez incómoda y divertida. Aquel sinvergüenza la obligaba a guardar un secreto a su esposo, convirtiéndola en su cómplice. Compartían algo que Joan ignoraba. Pero ella se decía que aquel silencio, del que se sentía culpable, evitaba un desastre. Trataba de no mirar al florentino, pero cuando sus miradas coincidían, ella apartaba la suya de inmediato sintiendo una incómoda mezcla de placer y culpa.

Joan llegó agotado a la noche y, sin embargo, él y Anna apenas durmieron. Ella se mostraba muy cariñosa y se amaron con la ternura y la angustia que les producía la separación y el peligro.

—Que Dios os proteja —le dijo ella al despedirse cuando sonaba la hora prima en los campanarios—. Cuidaos, por favor. Regresad por mí y por los demás, que os esperan.

—Lo haré —dijo abrazándola.

La despedida de Niccolò fue un prolongado beso en la mano de Anna.

—Siempre —le dijo en voz baja sabiendo que Joan abrazaba en aquellos momentos a su madre y a su hermana—, siempre os tendré en mis pensamientos, a pesar de lo ingrata que os habéis mostrado conmigo. Os amo.

Anna no le creyó. Recordaba muy bien que Niccolò repetía con frecuencia que quien engañaba siempre encontraba a quien se dejaba engañar.

46

Cuando Joan y Niccolò llegaron al Vaticano, Miquel Corella los esperaba ya impaciente. Los llevó ante César Borgia, que, después de revisar los detalles de su misión y recordarles su importancia, les deseó suerte. A continuación, Joan acudió al hostal vaticano que hacía las veces de convento, donde recogió su hábito, las sandalias, el escapulario y el cilicio. Como equipaje llevaría un pequeño zurrón con un libro de rezos, un cuenco y una cuchara de madera. Todo ello lo puso dentro de un gran pañuelo, que anudó en sus extremos, pues, para su alivio, durante el viaje hasta la costa florentina vestiría sus ropas seglares y en su cinto mostraría daga y espada. Se cubría con un sombrero sobre un pañuelo atado en la cabeza, de forma que si por accidente aquel se le cayera, su tonsura no le delatase.

Se despidió de fray Piero, el dominico, y de fray Pablo, el agustino, y junto a Niccolò y Miquel subió a bordo de una barcaza que transportaba mercancías al puerto de Ostia. La embarcación llevaba un destacamento de la guardia vaticana y tenía dos falconetes que se sujetaban a la borda. Aquello les garantizaba un viaje apacible; los bandidos del río se mantendrían lejos.

—El gran momento se acerca —les dijo Miquel cuando embarcaron.

—El gran momento será cuando caiga Savonarola y Florencia sea una república libre —repuso Niccolò ilusionado. Y se puso a hablar de aquel gran futuro que él y Joan ayudarían a hacer realidad. Ambos, el florentino y el valenciano, continuaron conversando animados en la proa de la embarcación, a salvo de los oídos de sus tripulantes. Se notaba que aquella aventura les excitaba y que gozaban anticipándola.

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