Tiempo de cenizas (23 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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Anna se mantuvo en la misma posición sobre la cama hasta mucho después de que Joan se marchara. Le rechazó, rechazó su contacto, su cariño. Ni siquiera él podía aliviarla, deseaba estar sola. Pobre consuelo representaba la muerte de Juan Borgia. El resultado de aquella violación monstruosa solo podía engendrar un monstruo. Y sentía que la semilla de uno de aquellos miserables había echado raíces en su vientre. Crecía en sus entrañas, en el lugar más íntimo de su cuerpo. Juan Borgia había muerto, pero su recuerdo y las secuelas de su infamia continuaban vivas. ¡Había deseado tanto darle un hijo a Joan! No solo por el amor que le tenía, sino también para agradecerle el cariño con que trataba a Ramón, hijo de su primer marido. ¿Qué le daría ahora? Una duda, el recuerdo permanente del momento más horrible de sus vidas. Aunque el ser que naciera de sus entrañas fuese realmente hijo de Joan, jamás se libraría de aquella mancha que viviría con ellos para siempre.

Joan acudió con Niccolò a la iglesia de Santa Maria del Popolo para rendir, en apariencia, homenaje al cuerpo presente del fallecido. Los uniformes rojos y amarillos de la guardia vaticana lucían crespones, y las antorchas que sostenían se unían a la profusión de velas que iluminaban el templo. El silencio se rompía solo por el arrastrar de pies de la gente que desfilaba frente al féretro y los murmullos ahogados de los guardias que guiaban a una multitud enlutada. El papa se había retirado a sus aposentos; presidían el duelo César, con sus ropajes cardenalicios, y Jofré Borgia. Junto a ellos, su primo el cardenal Juan Borgia Lanzol y otros familiares. En un lugar destacado se encontraba don Michelotto, muy erguido, también de negro y con sus armas al cinto. Su mirada se cruzó con la de Joan y el valenciano apenas hizo un ligero gesto de reconocimiento con la cabeza.

Al llegar al féretro en el que se exponía el cuerpo, Joan se detuvo sin importarle paralizar la cola de gentes que desfilaban dando pésames y haciendo genuflexiones frente al cadáver. Él solo se santiguó, pidiendo perdón al Señor por sus actos. Aunque al contemplar la cara de afilada barba del duque de Gandía, a la vez bella y lobuna, pensó en Anna y el odio creció de nuevo en su pecho. Quizá fuera la simiente de aquel miserable la que ahora vivía y crecía en el vientre de su esposa. La que la haría sentirse sucia toda la vida. ¡Había destruido algo tan bello…! Sintió una rabia que le hizo rechinar los dientes y una pena terrible que le humedeció los ojos. Apretó la empuñadura de la daga que llevaba al cinto, la misma con la que había matado al duque, y se dijo que desearía apuñalarle una y otra vez. No se arrepentía. La muerte no era suficiente para pagar todo el mal que aquel individuo había hecho.

—Vamos —oyó que le decía Niccolò tirando de él—. Estamos interrumpiendo.

La gente murmuraba y empujaba, pero Joan se plantó separando las piernas y se quedó contemplando al muerto. Quería prolongar su triste goce en lo posible. Cuando la presión de la multitud se hizo insoportable lanzó otra mirada a Miquel Corella antes de irse. Él también le miraba con sus oscuros ojos brillando en su cara de nariz aplastada que recordaba a la de un toro.

34

Aquella noche se enterró al duque de Gandía después de una solemne procesión en la que el féretro, con una abertura que mostraba el rostro del fallecido, iba seguido de doscientos hombres armados que portaban antorchas, de multitud de cardenales y de la nobleza romana. También acudieron todos los embajadores en Roma, encabezados por el español Garcilaso de la Vega, pues no solo se trataba del hijo del papa, sino de un noble español casado con una prima del rey Fernando.

El papa no asistió al entierro; sin embargo, se desplazó desde el Vaticano, por un pasadizo secreto, a la fortaleza de Sant’Angelo, para contemplar desde allí el séquito en privado. Al día siguiente se rumoreaba en Roma que, después de lanzar un grito desgarrador al ver el cadáver de su hijo a la luz de las antorchas, el pontífice había sufrido varios desmayos.

Después, los
catalani
, con el extremeño Diego García de Paredes y don Michelotto al frente, se lanzaron a las calles de Roma, espadas desenvainadas, en busca de venganza. Mientras, los Orsini, los Colonna y otras familias romanas que en el pasado se habían mostrado hostiles a Alejandro VI se fortificaban en sus palacios temerosos de un asalto. También se atrincheraron los cardenales conspiradores, Sforza y Della Rovere, y demás prelados y nobles que temían ser considerados sospechosos de desear la muerte del duque. No se produjeron víctimas gracias a que los habitantes de Roma abandonaron las calles para refugiarse en sus casas y porque después de una noche y un día de gritos y bravatas, los
catalani
, cansados, se dejaron persuadir por la promesa de don Michelotto de continuar con la investigación hasta encontrar a los culpables.

—Ahora es el momento en el que los
catalani
deberían librarse de sus peores enemigos —le comentó Niccolò a Joan—. Esos como los Sforza y Della Rovere, que están esperando la ocasión para acabar con el papa. Miquel Corella solo tiene que apuntarlos con el dedo y sus casas serán asaltadas, saqueadas y la tropa acabará con ellos.

—¿Qué se dice en Roma? —quiso saber Joan—. ¿De quién se sospecha?

—El papa y Juan Borgia tenían numerosos enemigos, tanto declarados como encubiertos, y se barajan muchos nombres como posibles culpables. Unos dicen que es la venganza de los Orsini, con los que se firmó una paz a desgana y cuyo patriarca murió en el Castel Nuovo de Nápoles, donde el rey lo tenía recluido por orden de Alejandro VI. Otro firme candidato es el cardenal Ascanio Sforza, cuyo sobrino fue declarado impotente para conseguir la nulidad del matrimonio de Lucrecia y a cuyo secretario estranguló don Michelotto. Y también está el cardenal Della Rovere, eterno enemigo del papa, e incluso los Colonna, ya que Fabrizio, el capitán de la caballería pesada de Juan Borgia, fue acusado de traidor por este después de la derrota frente a los Orsini. Y, naturalmente, también está esa legión de maridos ultrajados entre los que se encuentra su propio hermano Jofré.

La librería permaneció cerrada el día del entierro y el siguiente, aunque abrió tan pronto como la soldadesca abandonó las calles. De inmediato empezaron a llegar clientes ávidos de noticias y deseosos de comentar los sucesos. Niccolò siempre tenía algo que decir y si las nuevas no llegaban, él sabía dónde encontrarlas.

Joan no pudo evitar preguntarle a Miquel Corella, cuando este visitó la librería al tercer día después del entierro, por su búsqueda de venganza en las calles de Roma.

—Es bueno que nos teman. —En su cara se dibujó una sonrisa cínica—. No podemos consentir que el asesinato de uno de los nuestros quede impune. Aunque el difunto haya sido un miserable.

—Niccolò dice que es ahora cuando deberíais libraros de vuestros peores enemigos.

—No le falta razón a nuestro amigo florentino —repuso el valenciano—. Yo también tengo mis informadores. En su círculo privado, ese cardenal Della Rovere continúa llamando al papa
marrano circuncidado
porque es español y protege a los conversos y judíos huidos de España. Della Rovere estuvo años conspirando para que el rey francés depusiera a Alejandro VI sin conseguirlo. Y ¿qué pasó? Pues que nuestro papa le perdonó, y ahora que el cardenal le acaba de enviar una carta llena de sentimiento, me temo que le perdonará de nuevo. Ese hombre es una víbora que volverá a morder tan pronto como goce de la ocasión. Le mataría con mis propias manos. Lo mismo ocurre con el cardenal Sforza; Alejandro VI también le perdonó. César Borgia opina como nosotros; ahora es el momento de acabar con ellos. Pero el papa no quiere ni oír hablar de venganzas y ya lleva tres días encerrado en sus habitaciones sin querer comer, sollozando, rezando, sin ver a nadie y lamentándose en voz alta. Sus médicos dicen que era tanto el amor que le tenía a su hijo que ha enloquecido.

La locura, esa era la palabra que hacía estremecer a Joan. Porque al oírla pensaba en Anna y en su estado. La noticia de la muerte de Juan Borgia y de su compinche no la había aliviado como Joan esperaba, pues la evidencia, cada día más patente, de su embarazo pesaba como una losa sepulcral sobre ella. De nada servía que Joan le dijese que aquel sería, sin duda alguna, su hijo. Ella ni siquiera intentaba fingir que le creía. Él era consciente de cuán terca podía ser su esposa, y pese a que se lo repetía una y otra vez, había perdido la esperanza de sacarla de aquel nefasto convencimiento. Se concentraba en el pequeño Ramón, no pisaba la planta baja, apenas hablaba con María y Eulalia y aunque aceptaba e incluso buscaba su cariño, rechazaba cualquier caricia que pudiera conducir al sexo. Joan se decía que aquella librería que habían construido con amor había dejado de ser, sin la presencia de su esposa, el lugar maravilloso con el que había soñado. Una nube oscura lo cubría todo y Joan trataba de olvidar la pena que ahogaba su hogar participando en las charlas con unos y otros. En especial, con su amigo florentino.

—El papa ha entrado en una fase mística y dice que va a abdicar del papado para dedicarse a la penitencia y que se olvidará de todo asunto temporal para ocuparse exclusivamente de lo espiritual —comentó Niccolò.

Joan meneó la cabeza en gesto de sorprendida resignación, pero se abstuvo de verbalizar sus sentimientos. Comprendía al papa. Él había sido el causante del dolor del pontífice, pero el que él sufría era aún peor, y motivado precisamente por el hijo a quien el papa lloraba.

—Sorprende a los cardenales con discursos en los que se declara indigno y miserable, dice que ha escandalizado con su conducta y pide perdón a Dios y a los hombres —continuó el florentino—. Mientras, todos los posibles sospechosos se esfuerzan en hacerle llegar sus más sentidas condolencias, acompañándole en su dolor y dando muestras de su fidelidad inquebrantable.

»Incluso Savonarola desde Florencia le ha enviado una elocuente carta, aunque no se priva de decirle que la muerte de su hijo es un castigo por sus pecados. Y el embajador español coincide en esa opinión. La reina Isabel de Castilla hace tiempo que se muestra escandalizada por la conducta de los Borgia, y su esposo el rey Fernando está airado por la alianza del papa con el rey de Nápoles.

—Jamás pensé que esa muerte pudiese desatar tanta política —murmuró Joan sorprendido.

—Parece que el papa está convencido de que el Señor le ha castigado por sus pecados —siguió Niccolò—. Proclama que reformará por completo las costumbres eclesiásticas, que regresará al origen del cristianismo y que a partir de ahora el clero observará prácticas austeras, pobres y puras. Como os podéis imaginar, eso causa pánico en la curia vaticana, y los cardenales, sin importar filiación política, le piden audiencias en las que se esfuerzan por consolarle con la esperanza de que recupere la razón.

—Si Alejandro VI se ocupa solo de lo divino y no de lo humano —dijo Joan preocupado—, no durará como papa, sus enemigos le derrocarán con las armas o, peor, se convertirá en un títere en sus manos.

—Eso es lo que temen nuestros amigos
catalani
—repuso Niccolò con una sonrisa—. Aunque no creo que se lo permitan. Su vida está en juego. Si cae el papa, no habrá piedad para ellos.

A Joan ni se le había pasado por la imaginación contarle a su amigo la violación de su esposa. Era demasiado duro, demasiado humillante, aunque sabía que el astuto florentino, que no se perdía detalle de lo que ocurría a su alrededor, lo había adivinado todo, punto por punto. Por su parte, Niccolò mantenía una exquisita discreción y, más que sus palabras, sus miradas y sus gestos evidenciaban su sospecha de que su patrón había tenido algo que ver con la muerte del Borgia. Era un secreto mudo entre ambos.

Joan observaba con curiosidad atenta a Miquel Corella, le intrigaba aquel al que consideraba amigo a pesar de no poder sentirse nunca del todo seguro con él. Era fuente de continuas sorpresas. Un día lo encontró llorando en el salón pequeño de la librería con un libro entre las manos; se trataba de
Les trobes en lahors de la Verge Maria
.

Joan se quedó en silencio ponderando si debía mirarle o hacer como que no le veía, pero don Michelotto se dirigió a él sin que al parecer le importase que viera las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas y que se enjugaba con la manga de su jubón.

—Soy un gran devoto de la Virgen María, y leer estos poemas en mi lengua materna me enternece. —El librero continuó en silencio sin saber qué decir—. Se lo regalaré al papa, él también es un gran devoto de Nuestra Señora.

—Quizá lo tenga ya —le dijo Joan—. Este fue el primer libro impreso en Valencia, y seguramente en España. El virrey de Valencia convocó un concurso poético cuyo tema obligado eran las alabanzas a la Virgen María; se presentaron cuarenta y una obras en valenciano, tres en castellano y una en italiano florentino. Eso ocurrió en 1474, cuando el papa era aún cardenal de Valencia, aunque ya residía en Roma.

—Se lo regalaré de todas formas. Y si ya lo tiene, me lo quedaré yo. —De pronto, su semblante lloroso se iluminó con una gran sonrisa—. ¡Tengo una idea mejor! —exclamó—. Se lo regalarás tú.

—¿Yo?

—Sí. Recuerda que en la celebración de la toma de Ostia dijo que quería verte para que le llevases una lista de libros. Y que pidieras cita a su secretario.

—Eso es cierto. Aunque pensé que lo decía solo para honrarme, no porque quisiera libros. El Vaticano tiene una biblioteca que mi establecimiento nunca podría igualar.

—Olvídate de eso —dijo Miquel desechando la objeción con un manotazo en el aire—. Se alegrará de hablar contigo; no en vano eres paisano suyo y le ayudaste a recuperar Ostia. Yo me encargo de que te reciba.

—Dicen que está destrozado por la muerte de su hijo —repuso Joan—. No me siento con fuerzas para mirarle a la cara después de lo que hicimos.

—¿Hicimos? —La expresión de don Michelotto había tornado a la de un toro a punto de embestir—. Nuestra fidelidad al pontífice es tal que daríamos la vida por él. ¿No es cierto?

Joan afirmó con la cabeza, sorprendido ante el súbito cambio experimentado por el valenciano.

—Entonces, ¿qué hicimos? —inquirió el capitán vaticano.

—Nada —dijo Joan—. No hicimos nada.

Aquella noche, mientras Anna se encontraba tumbada en el lecho, callada e insomne, Joan se sentó frente a la mesita de la alcoba situada de cara a la ventana que daba a la calle. Sobre el mueble, iluminado por un candil, descansaba su libro.

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