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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (19 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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Carthoris, también leal hijo de Helium, como era, sentía que ni siquiera su amada fuerza aérea podría ser capaz de combatir con éxito con las fuerzas combinadas de tres grandes potencias.

Ahora el Thuria tocaba la pista de aterrizaje situada sobre el palacio de Astok. Apresuradamente el príncipe y Vas Kor desembarcaron y entraron en el ascensor que había de conducirlos al nivel más bajo del palacio.

Tras él había otro ascensor que era utilizado por los sencillos guerreros. Carthoris tocó a Kar Komak en el brazo.

—¡Ven!… —murmuró—. Eres mi único amigo en una nación de enemigos. ¿Quieres ayudarme?

—Hasta la muerte —replicó Kar Komak.

Los dos se aproximaron al ascensor. Un esclavo lo puso en movimiento.

—¿Dónde están vuestros pases? —preguntó.

Carthoris tentó en su bolsillo como si los buscase, entrando al mismo tiempo en la jaula. Kar Komak le siguió, cerrando la puerta. El esclavo no hizo funcionar el ascensor. Cada segundo que transcurría tenía la mayor importancia. Era preciso que llegasen al nivel más bajo tan pronto como fuese sible, después de Astok y Vas Kor, si querían saber adonde iban ambos.

Carthoris se volvió repentinamente al esclavo, lanzándole al lado opuesto de la jaula. /

—¡Átalo y amordázalo, Kar Komak! —gritó.

Entonces empuñó la palanca de puesta en marcha, y mientras la jaula descendía con extraordinaria rapidez, el arquero forcejeaba con el esclavo. Carthoris no podía dejar la dirección para ayudar a su compañero, porque si llegaban al nivel más bajo a la velocidad que llevaban, la jaula se haría añicos y ellos morirían instantáneamente.

Bajo él podía ver ahora el techo del ascensor de Astok, en el foso paralelo, y redujo la velocidad del suyo para igualarla a la del otro.

El esclavo comenzó a gritar.

—¡Hazle callar! —gritó Carthoris.

Un momento después una masa informe caía hecha un guiñapo al suelo de la jaula.

—Ya está callado —dijo Kar Komak.

Carthoris detuvo repentinamente el ascensor en uno de los pisos más altos del palacio. Abriendo la puerta, cogió la masa inmóvil del esclavo y la arrojó afuera sobre el suelo. Luego cerró la puerta y reanudó la bajada.

Una vez más vio el techo de la jaula que contenía a Astok y a Vas Kor. Un instante después se había detenido, y cuando se detuvo vio que los dos hombres desaparecían por una de las salidas de un corredor ulterior.

CAPÍTULO XIV

El sacrificio de Kulan Tith

La mañana del segundo día de su encarcelamiento en la torre del este del palacio de Astok, príncipe de Dusar, encontró a Thuvia de Ptarth aguardando con tétrica apatía la llegada del asesino.

Había agotado todas las posibilidades de evadirse, dirigiéndose repetidas veces a la puerta y a las ventanas, a los muros y al suelo.

Las sólidas losas de ersita eran demasiado duras para que ella pudiese ni siquiera arañarlas: el duro vidrio barsomiano de las ventanas sólo hubiera cedido a un fuerte golpe dado por un hombre vigoroso. La puerta y cerradura eran invencibles. No había escape. Y, además, había sido privada de sus armas, de manera que ni siquiera podía anticipar su propia muerte, quitándoles la satisfacción de presenciar sus últimos momentos.

¿Cuándo vendrían? ¿Realizaría Astok su obra con sus propias manos? Ella dudaba de que él tuviese valor para ello. En el fondo era un cobarde; lo había sabido desde la primera vez que le había oído jactarse cuando, visitando la corte de su padre, había procurado impresionarla con su valor.

No podía por menos de compararle con otro. ¿Y con quién una novia prometida compararía a un pretendiente rechazado? ¿Con su prometido? ¿Y Thuvia de Ptarth medía ahora a Astok de Dusar por la medida de Kulan Tith, jeddak de Kaol?

Estaba a punto de morir; sus pensamientos eran completamente suyos; sin embargo. Kulan Tith estaba muy lejos de ellos. En vez de él, la figura del alto y bello heliumita llenaba sus pensamientos, borrando de ellos todas las demás imágenes.

Ella soñaba con su noble rostro, la pacífica dignidad de su comportamiento, la sonrisa que iluminaba sus ojos cuando conversaba con sus amigos y la que vagaba por sus labios cuando luchaba con sus enemigos, la sonrisa de combate de su padre de Virginia.

Y Thuvia de Ptarth, verdadera hija de Barsoom, sentía que su respiración se agitaba y que su corazón latía al recuerdo de aquella otra sonrisa, la sonrisa que nunca volvería a ver. Con un ahogado sollozo, la joven se dejó caer sobre el montón de sedas y pieles que yacían en confusión bajo la ventana del Este, ocultando el rostro en sus manos.

En el corredor exterior de su prisión dos hombres se habían detenido en acalorada discusión.

—Te digo una vez más, Astok —decía uno— que yo no lo haré, a no ser que tú estés presente en la habitación.

En el tono del que hablaba había poco del respeto debido a la dignidad real. Su interlocutor, notándolo, se sonrojó.

—No abuses demasiado de mi amistad hacia ti, Vas Kor —dijo—. Mi paciencia tiene su límite.

—Ahora no se trata de la prerrogativa real —replicó Vas Kor—. Me pides que me convierta en asesino en tu lugar y contra las órdenes estrictas de tu jeddak. No estás en condiciones, Astok, de imponerte a mí; sino más bien debieras alegrarte de acceder a mi razonable exigencia de que estés presente, compartiendo así la culpa conmigo. ¿Por qué habría de asumirla yo toda?

El más joven de ambos se enfurruñaba; pero avanzó hacia la cerrada puerta, y, cuando ésta giró sobre sus goznes, entró en la habitación, al lado de Vas Kor.

En la habitación, la mu acha, al oírles entrar, se puso en pie, mirándoles cara a cara. Bajo el ligero color cobrizo de su piel, palideció un tanto; pero sus ojos mirabanitranquila y atrevidamente, y el mohín de su barbilla expresaba el emente la maldición y el desprecio.

—¿Sigues prefiriendo la muerte? —preguntó Astok.

—A ti, sí —replicó fríamente la doncella.

El príncipe de Dusar se volvió hacia Vas Kor y le hizo una señal con la cabeza. El noble sacó su espada corta y cruzó la habitación, hacia Thuvia.

—¡De rodillas! —ordenó.

—Prefiero morir en pie —replicó ella con dignidad.

—Como quieras —dijo Vas Kor, tentando la punta de su espada con la yema del dedo pulgar de su mano izquierda—. ¡En nombre de Nutus, jeddak de Dusar! —gritó, y se precipitó hacia ella.

—¡En nombre de Carthoris, príncipe de Helium! —dijo en tono bajo una voz desde la puerta.

Vas Kor se volvió para ver al mercenario que había reclutado en casa de su hijo, salvando de un salto la distancia que de él le separaba. Pasó por delante de Astok, diciendo:

—¡Después de ti, perro!

Vas Kor corrió al encuentro del atacante.

—¿Qué significa esta traición? —gritó.

Astok, con la espada desnuda, se precipitó en ayuda de Vas Kor. La espada del soldado de fortuna chocó con la del noble, y en el primer encuentro Vas Kor supo que tenía que vérselas con un gran espadachín.

Antes de que llegase a comprender las intenciones del extranjero, vio que el hombre que se había interpuesto entre él y Thuvia de Ptarth estaba acosado por las espadas de ambos dusarianos. Pero Carthoris no luchaba como un hombre acosado. El era siempre el agresor, y, aunque cubriendo siempre el cuerpo de la joven con su reluciente espada, hacía, no obstante, que sus enemigos se viesen obligados a ir de un lado a otro de la habitación, llamando a la joven para que le siguiese, manteniéndose siempre detrás de él.

Hasta que fue demasiado tarde, ni Vas Kor ni Astok soñaron siquiera lo que se proponía el mercenario; pero, al fin, cuando Carthoris estuvo con la espalda apoyada en la puerta, ambos comprendieron: estaban encerrados en su propia prisión, y ahora el intruso podía matarlos a su voluntad, porque Thuvia de Ptarth estaba echando el cerrojo de la puerta, por indicación de Carthoris, después de haber recogido la llave del lado opuesto, en donde Astok la había dejado al entrar con su compañero.

Astok, según su costumbre, viendo que el enemigo no caía inmediatamente ante su espada, estaba dejando el peso de la lucha a Vas Kor, y ahora, al observar al soldado de fortuna cuidadosamente, sus ojos se abrían cada vez más porque, poco a poco, había llegado a reconocer las facciones del príncipe de Helium.

El heliumita estaba poniendo en mayores problemas cada vez a Vas Kor. El noble estaba sangrando por una docena de heridas. Astok comprendía que no podría resistir por mucho tiempo la increíble destreza de aquella terrible mano.

—¡Valor, Vas Kor! —susurraba al oído de su compañero—. Tengo un plan. Resístele, aunque sólo sea un momento más, y todo irá bien.

Pero el resto de la frase, «para Astok, príncipe de Dusar», no lo pronunció en voz alta.

Vas Kor, no sospechando traición alguna, movió su cabeza, y por un momento logró contener a Carthoris. Entonces, el heliumita y la joven vieron que el príncipe dusariano corría rápidamente al lado opuesto de la celda, tocaba algo que había en la pared y que una parte de la misma se abría, y que el príncipe desaparecía bajo una negra bóveda.

Todo sucedió tan rápidamente, que no hubiera habido ninguna posibilidad de interceptarle el paso. Carthoris, temeroso de que Vas Kor se le escapase de la misma manera, o de que Astok volviese al poco con refuerzos, saltó ágilmente sobre su antagonista, y, un momento después, el cuerpo, sin cabeza, del noble dusariano rodaba sobre el suelo de ersita.

—¡Venid! —exclamó Carthoris—. No hay tiempo que perder. Astok volverá dentro de un momento con suficientes guerreros como para sobrepasarme.

Pero Astok no pensaba en semejante cosa, porque tal maniobra hubiera significado la propagación del hecho, en las habladurías palaciegas, de que la princesa ptarthiana estaba prisionera en la torre del este. La noticia hubiera llegado con rapidez hasta su padre, y ningún otro engaño hubiera podido explicar satisfactoriamente los hechos que la investigación del jeddak hubiera esclarecido.

En vez de eso, Astok corría locamente por un largo corredor para llegar a la puerta de 1, antes que Carthoris y Thuvia saliesen de la celda. Había visto que la n había quitado la llave y la había metido en su bolsillo, y sabía que la punta de un puñal, introducida en el agujero de la llave, por el lado opxtesto, los aprisionaría en la cámara secreta, hasta que ocho mundos muertos rodeasen a un sol muerto y frío.

Corriendo cuanto podía, Astok entró en el corredor principal que conducía a la cámara de la torre. ¿Llegaría a tiempo a la puerta? ¿Qué sucedería si el heliumita hubiese salido ya y le alcanzase en su camino por el corredor? Astok sentía que un escalofrío recorría su espina dorsal. No tenía valor para hacer frente a aquella habilísima espada.

Se encontraba ya casi en la puerta. A la vuelta del siguiente recodo del corredor se detuvo. No; no habían salido de la habitación. ¡Evidentemente, Vas Kor seguía conteniendo al heliumita!

Astok apenas podía reprimir una mueca al pensar en la manera hábil con que había engañado y usado al noble al mismo tiempo. Y luego dio la vuelta al recodo y se encontró cara a cara con un gigante de tez blanca y de oscuros cabellos.

Éste no aguardó a preguntar la razón de su llegada; en vez de ello, saltó sobre él con su espada larga, de manera que Astok tuvo que parar una docena de violentos golpes antes de poder verse libre y huir retrocediendo por el pasadizo.

Un momento después, Carthoris y Thuvia entraban en el corredor desde la cámara secreta.

—¿Y bien, Kar Komak? —preguntó el heliumita.

—Ha sido una suerte que me dejases aquí, hombre rojo —dijo el arquero—. Precisamente acabo de cortar el paso a alguien que parecía muy deseoso de alcanzar esta puerta; era aquel a quien llaman Astok, príncipe de Dusar.

Carthoris sonrió.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—Ha huido de mi espada y se ha alejado corriendo por este corredor —replicó Kar Komak.

—¡Entonces no tenemos tiempo que perder! —exclamó Carthoris—. ¡Nos echará a la guardia encima!

Los tres juntos se apresuraron a lo largo de los pasadizos serpenteantes por los cuales Carthoris y Kar Komak habían seguido las huellas de los dusarianos, por las marcas que habían dejado las sandalias de los últimos en el tenue polvo que cubría los pisos de aquellos pasadizos, raras veces hollados.

Habían llegado a la cámara situada a la entrada de los ascensores sin encontrar ninguna oposición. Allí encontraron a un puñado de guardias y a un oficial, quien, viendo que eran extraños, les preguntó acerca de su presencia en el palacio de Astok.

Una vez más, Carthoris y Kar Komak recurrieron a sus espadas, y antes de haber podido llegar a uno de los ascensores, el ruido de la lucha debió de haber conmovido a todo el palacio, porque oyeron gritos, y cuando pasaban por las diferentes plantas, en su rápido paso en dirección al aeropuerto, vieron aparecer numerosos hombres armados que corrían de acá para allá en busca de la causa de la conmoción.

Al lado de la pista estaba el Thuria con tres guerreros de guardia. De nuevo el heliumita y el lothariano lucharon el uno al lado del otro; pero el combate terminó pronto, porque el príncipe de Helium solo hubiera sido invencible para tres enemigos cualesquiera que Dusar hubiera podido criar.

Apenas se había elevado el Thuria cuando un centenar o más de guerreros, aparecieron repentinamente en el aeropuerto. A su cabeza iba Astok de Dusar, y cuando vio que los dos a quienes había creído en su poder se escurrían entre sus manos, se desesperó, lleno de rabia y de ira, agitando sus puños y lanzándoles insultos.

Con la proa levantada, formando un ángulo muy pronunciado, el Thuria se lanzó al espacio con la rapidez de un meteoro. Desde varios puntos, unos cuantos botes patrullas se lanzaron rápidos tras él, pues la escena que se había desarrollado en el aeropuerto situado sobre el palacio del príncipe de Dusar no había pasado inadvertida.

Una cuantas veces los disparos rozaron el costado del Thuria, y como Carthoris no podía dejar el manejo de los mandos de dirección, Thuvia de Ptarth dirigía las bocas de los cañones de tiro rápido del aparato sobre el enemigo, al mismo tiempo que se aferraba a la balanceante y resbaladiza superficie del puente.

Fue una noble carrera y una lucha noble también. Uno contra una veintena, porque otro aparato dusariano se había añadido a la persecución; pero Astok, príncipe de Dusar, había hecho una buena obra cuando había construido el Thuria. Nadie en la flota de su padre poseía una nave aérea más veloz; ningún otro aparato tan bien armado y blindado.

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