Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
Obedeció.
Con la diferencia de que, al pasar por el salón de abajo, abrió el armario en el que solían estar alineadas sus escopetas de caza.
Pero las escopetas ya no estaban allí.
Volvió a subir a la alcoba.
—Ahora espere. No se retire del aparato.
Comprendió: «Están escuchando el casete para comprobar su contenido». De nuevo, fue hasta la ventana, pensando desesperadamente en lo que podía hacer. Sus sentimientos variaban de minuto en minuto: tan pronto estaba convencido de que iban a matarlo, como también a su mujer y a su hija, como lograba convencerse de sus posibilidades de sobrevivir, aunque fuera en América del Sur. Al fin y al cabo, tenía aquellos diez millones de dólares. Había leído todos los documentos enviados desde Nassau y sabía lo suficiente sobre bancos y operaciones bancarias para haber quedado convencido: se habían transferido los diez millones y a su nombre. ¿Quién diablos iba a poner en juego diez millones de dólares con el fin exclusivo de asesinarlo?
—¿Mackenzie?
—Sí.
—La grabación está bien. Vamos a liberar a su hija y usted no morirá, pero hay que tomar ciertas precauciones. ¿Tiene usted consigo los papeles de Nassau?
Los había dejado en el escritorio.
—Vaya a buscarlos.
Obedeció.
—Guárdelos. Son suyos. Son también la prueba de que en adelante sus vidas ya no están amenazadas.
—¿Qué va usted a hacer?
—Comprobar que no ha grabado usted otro casete ni ha dejado otro mensaje que anule el destinado a Melanie Killian. Ahora apague todas las luces de la planta baja, las del escritorio.
Aquella última orden sobre todo fue la que persuadió a Mackenzie. Una esperanza loca, inmensa, lo embargó:
«Si no quieren que les veamos las caras, ¡es porque no tienen intención de matarnos!»
Apagó la última lámpara del escritorio y volvió de nuevo a la alcoba:
—Ahora, Mackenzie, vuelvan su mujer y usted a sus camas y métanse bajo las sábanas y sobre todo no se muevan. Sólo con esa condición sobrevivirán.
Una pausa.
«¿Y la lámpara de la cabecera? Ha olvidado apagarla. No se muevan más, Mackenzie. ¿De acuerdo?»
Entonces la voz era casi amistosa.
—De acuerdo —dijo Mackenzie.
—Ya verá como todo saldrá bien y América del Sur puede ser muy agradable, con diez millones de dólares. ¿Mackenzie?
—Sí.
—Siga al aparato y hable: muy fuerte. Diga cualquier cosa. Eso da igual.
Una pausa. Mackenzie buscó desesperadamente algo que decir. Al final, se puso a contar.
—Excelente idea, Mackenzie, pero cuente en voz muy alta, grite y que su mujer cuente con usted.
Al llegar a «setenta y siete», la doble carga de postas disparada justo bajo la barbilla, a un centímetro de la piel, le arrancó la garganta, la mandíbula inferior y buena parte de la cabeza.
Después, hubo otras detonaciones. Una inmediatamente después de la primera; la tercera, cuatro o cinco minutos después.
El cuerpo de la muchacha no estaba rociado con gasolina, sino simplemente con agua. La secaron cuando aún estaba viva. Volvieron a ponerle el camisón, la hicieron volver a acostarse y le hicieron estallar la cabeza, sin prestar la menor atención a sus súplicas.
Se encendió la lámpara de la cabecera en la alcoba de Mackenzie y su mujer.
Se llevaron los cuatro casetes que habían servido para los ensayos y los substituyeron por cuatro casetes idénticos, pero vírgenes: por si alguien tuviera en cuenta el número de casetes que había en la casa.
El casete que contenía la grabación considerada satisfactoria fue substituido en el magnetófono por unas manos enguantadas…
… que olvidaron voluntariamente apagar, porque era natural que un hombre que estaba a punto de asesinar a su mujer y a su hija no se preocuparía, antes de suicidarse, de semejante detalle.
Examinaron cuidadosamente el enlosado bajo el sicómoro para borrar todas las huellas.
Volvieron a conectar la segunda línea telefónica, la de abajo. En ningún momento había estado cortada.
No se llevaron la bomba, por la sencilla razón de que no existía.
Volvieron a colocar las escopetas en su sitio: casi todas.
Dejaron los documentos de Nassau donde estaban: sobre la cama de Mackenzie. Estaban manchados de sangre y con minúsculos trozos de carne y hueso. Atestiguaban que Mackenzie había recibido, efectivamente, diez millones de dólares: cualquier investigación lo demostraría.
Volvieron a dejar el bidón en su lugar en el garaje.
Apagaron los faros del coche de Mackenzie y se marcharon.
Melanie Killian compartió la cena de Nochevieja con uno de sus amigos, un escritor que vivía en California.
El 2 de enero, se dirigió a Washington, donde dedicó todo el día 2 y una parte del siguiente a sus asuntos.
El 3 por la noche, llegó a Virginia, a una de sus propiedades, junto al Parque Nacional de Shenandoah. Su avión aterrizó en un pequeño aeródromo privado, poco después de las seis.
Cenó sola, interrumpiéndose para dictar a su magnetófono instrucciones para su secretaria. Hacia las siete, se retiró a la hermosa habitación de la planta baja, abierta con puertas-ventana de estilo francés al brumoso decorado de Shenandoah. Volvió a ensimismarse en sus expedientes. Llevaba más de una hora trabajando cuando sonó el teléfono y esa vez era Allenby.
—Lo hemos recuperado.
Siguió una rápida explicación: un equipo había identificado a Farrar en Filadelfia y al instante había dado la alerta. Inmediatamente habían reagrupado a otros varios grupos de rastreadores y habían localizado a Farrar en los accesos a la Independance Square, exactamente en Walnut Street…
—Olvide los detalles.
—En Filadelfia ha cogido un tren hasta Charlotteville, donde ha alquilado un coche.
—¡Venga ya! ¿Dónde está?
—No demasiado lejos de donde está usted. Resulta difícil seguirlo demasiado de cerca, en plena noche, pero…
—De acuerdo —dijo tranquilamente Melanie—. Ya sé dónde está.
La mesa en la que estaba trabajando había sido dispuesta de modo que, levantando simplemente la vista, se podían contemplar las montañas azules de Shenandoah, pero en plena noche, evidentemente, ya no se veía nada.
… Salvo la inmensa silueta tras los cristales, a cuatro metros de Melanie, la silueta del gigante inmóvil.
—Lo he encontrado —dijo Melanie— yo sola. No sé por qué le pago unos honorarios tan elevados.
Colgó y su mirada se sumió en los ojos azules claros de Jimbo Farrar, como en un mar profundo.
Él entró, se sentó, alargó las inacabables piernas. Con la cara demacrada, parecía agotado, casi al limite de sus fuerzas. Dijo:
—Creo que ésta vez ya está. Ha llegado la hora.
Melanie le preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que no has comido, cacho imbécil?
Él creía haber tomado un trozo de tarta, por la mañana. ¿O había sido la víspera? No estaba seguro. Ella apretó un botón y dio órdenes a la cocina. Sin cesar de mirarlo fijamente, añadió:
—¿Por qué demonios dejaste plantados a los hombres de Allenby en la Universidad de Georgetown?
—Ni siquiera sabía que así había sido. Al fin y al cabo, no tenía que darme cuenta de que me seguían ni silbar o hacer grandes aspavientos con los brazos cuando me perdieran de vista.
—Tienes razón —dijo Melanie riendo.
Se levantó, rodeó su escritorio y fue a sentarse en un sofá. «Ven a sentarte junto a mí». Él obedeció dejando caer la cabeza sobre el respaldo y cerrando los ojos, con más aspecto de niño que nunca… Melanie se inclinó y lo besó en los labios, afectuosamente.
—Por mi parte, yo no he estado cruzada de brazos. Ha habido que convencer a todos esos tipos de Washington de que debían dejarte en paz. Por cierto, que has roto la nariz a Brubacker. Desde entonces se parece a Jack La Motta. No deberías haberlo golpeado tan fuerte.
—No tengo la costumbre —dijo humildemente Jimbo—. Lo siento.
Ella miró las manos de Jimbo.
—No tanto como él ni tanto como sus jefes, sobre todo cuando, creyendo que te seguían la pista gracias a los
bib-bib
en tu impermeable, han descubierto que se trataba de unas maletas con destino a Ogallala (Nebraska).
—No me gustan los polis —respondió en tono sombrío Jimbo.
Melanie movió la cabeza, pasmada y emocionada, como siempre, ante la extraña cohabitación, en Jimbo Farrar, de un niño testarudo a veces enfurruñado, un gigante que podía dejar inconsciente a un agente federal «sin tener la costumbre» y, por último, una inteligencia que daba vértigo.
—Por no hablar —continuó ella— de que esos catorce muertos los tienen de los nervios. Por cierto, ahora que pienso: oficialmente, para la prensa y el resto del mundo, tú estás sometido a una cura de sueño en un lugar confidencial.
—Diecisiete muertos —dijo Jimbo—, no catorce.
—¿Los Mackenzie?
—Sí.
Silencio.
—Jimbo, no olvides que la pasma sometió a un registro minuciosísimo toda la casa del pobre Doug y examinó diez veces cada uno de los cadáveres. No hay el menor indicio de una intervención exterior: parece haber concluido que Doug, después de haber matado, mientras dormían, a su mujer y a su hija, se suicidó. Todo concuerda: la absoluta falta de rastros de violencia en los cuerpos, aparte de las postas; los diez millones de dólares que existen realmente —se ha comprobado en Nassau y en Panamá— y a nombre de Doug, aunque no se sepa quién se los transfirió; las escopetas utilizadas eran las suyas; las huellas, las suyas; la voz registrada, la suya…
—No se acercó a Fozzy. Si hubiera intentado pedir una copia del programa a Fozzy, éste le habría hecho un corte de mangas.
—Déjame que te dé las últimas noticias: en casa de Tom Wagenknecht han encontrado dos cartas procedentes de Nassau, según las cuales recibió, en una cuenta numerada de las Bahamas, la suma de un millón de dólares. Jimbo, la conclusión de una investigación normal habría sido la de que Doug, después de robar —por mediación de Wagenknecht— y revender tu programa sobre el proyecto Roarke, tuvo una crisis nerviosa, al descubrir que sus compradores eran también unos asesinos implacables, que ya habían matado a Tom y que le iba a llegar su tumo. Si acaso, una investigación normal habría indicado que los mismos mataron a Mackenzie y a su familia para impedirle hablar: si acaso.
Una pausa.
—Pero allí no se hizo una investigación normal. Se trabajó partiendo de la hipótesis —la tuya y, en menor medida, la mía— de que los Mackenzie fueron fríamente asesinados por unos adolescentes de quince a dieciséis años durante sus vacaciones de Navidad. Se examinó todo desde ese punto de vista. Se intentó incluso saber a qué habían dedicado esos angelitos su velada del 26. Se llegó lo más lejos que se pudo. No demasiado lejos: tú insististe en que no se estrechara demasiado el cerco en torno a ellos.
—Los habrían alertado —dijo Jimbo— y el resultado no habría servido estrictamente para nada. Son demasiado inteligentes.
De nuevo Melanie sintió preocupación. «Lo dice como si estuviera orgulloso de ellos».
—También se ha estudiado tu empleo del tiempo —continuó Melanie—. En la noche del 26 al 27, a la hora en que mataron a los Mackenzie en Connecticut, tú estabas en Atlanta (Georgia). Llegaste hacia las siete treinta de la tarde y no volviste a marcharte hasta las cinco de la mañana. El presidente del banco en el que te encontrabas es amigo mío y me telefoneó. Al parecer, sembraste un pánico curiosito entre su servicio informático. Quiero saber qué buscabas exactamente.
—Luego te lo digo.
—Me encantó saber que no estabas en Connecticut. Quince personas estaban contigo aquella noche.
—Los Siete mataron a Mackenzie, su mujer y su hija —dijo Jimbo—. Lo hicieron.
Le trajeron la cena.
Engulló dos filetes enormes, como si se hubiera tratado de aceitunas. De vez en cuando, se interrumpía, con el tenedor en el aire y la mirada perdida. Melanie callaba y lo miraba y él parecía haberla olvidado completamente. Silencio.
Ella acabó diciendo:
—Soy Melanie Killian; ¿te acuerdas de mí?
La mirada de Jimbo seguía lejana.
—Melanie, la única que ha aceptado tragarse esta historia que le has contado, a propósito de los Siete.
—La única, junto con Ann —respondió Jimbo con la mayor dulzura.
Una pausa.
—¡Jimbo! Ella me telefoneó antes de partir para Londres. Estaba hundida, pero valiente, hermética, como diciendo «lo que ocurre entre Jimbo y yo no es asunto de nadie más». Me preguntó por la vigilancia a la que estabas sometido. Me habías jurado que no le dirías nada. Te obedecí, pero fue un momento terrible.
Una pausa.
—Jimbo, has hecho todo lo posible para que te deje, ¿verdad? Lo has hecho a propósito. Querías estar solo. ¿Me equivoco?
Silencio.
—No me equivoco. Los has puesto al margen, a ella y a los niños, en sitio seguro. Recurramos a las palabras grandiosas: querías estar solo para entregarte al gran combate contra los Siete. El
sherif
baja a la calle de Tombstone para afrontar a los bandidos, pero antes ha encerrado a la heroína en el armario de las escobas, para que esté a salvo de las balas perdidas: una heroicidad. Ann va a aullar de rabia.
—¿Cómo está?
—Están bien los tres. Están…
Muy rápido:
—
No quiero saber dónde están, Melanie.
Una pausa.
—Te pedí que mandaras protegerlos: día y noche.
—Están protegidos. Se han mudado incluso. Le contamos que alguien había comprado la quinta de South Kensington y, además, es que es verdad. Fui yo quien se la compró a la señora viuda de Morton, a un precio tirado.
Una pausa.
—Jimbo, al comenzar la tarde del 26, ella recibió una extraña llamada de teléfono. La persona que llamaba no dijo nada, ni una palabra, simplemente respiró y fue impresionante.
—Yo quería que lo fuera —dijo tranquilamente Jimbo—, para que estrecharan la vigilancia en torno a ella. Sobre todo quería saber si no le había ocurrido nada.
Atacó la ensalada de patatas.
—Dicho sea de paso —dijo Melanie—, gracias por haberte preocupado por mí del mismo modo. No sé cómo es que sigo viva.
Él movió la cabeza.
—No era lógico que te mataran a ti, al menos aún.