The Coyote Under the Table/El Coyote Debajo de la Mesa (17 page)

BOOK: The Coyote Under the Table/El Coyote Debajo de la Mesa
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“Give me back my cloth and I'll stop,” the boy told them.

“It's under the bread box in the kitchen!” his mistress cried.

The boy went into the kitchen and found his cloth. Finally he stopped playing. The man and woman lay on the floor, too tired and bruised to move or say a word. “Pay me the money you owe me,” the boy told his master. “I don't want to work for someone who steals from me.”

“Pay you money?” the master roared. “I'll have you thrown in jail!”

The first thing the next morning, the master went to the village to bring charges against the boy for beating him and his wife. He told the sheriff, “You'd better bring along some helpers. That boy is dangerous.”

When the sheriff and two helpers arrived at the ranch, the boy was playing a quiet tune on his violin. The sheriff told him, “Boy, you must come with me. Your master has charged you with beating him and his wife.”

“Of course I'll go with you,” the boy said. “Just let me finish playing this song.”

“No!” cried the master. But it was too late. The boy reached up and turned the little white key on his violin.

Soon the sheriff and his assistants were dancing around the yard. They hit their heads on branches of trees and fell into ditches. “Stop!” they begged, “Stop! We'll let you go in peace.”

“Tell my master to pay me the money he owes me,” the boy said.

“I'll pay! I'll pay!” the man shouted. He struggled to get his hand into his pocket. He pulled out all the money he had and threw it at the boy. “Take all of it. Just stop your music!”

The boy stopped playing and picked up the money, and while all the men sat panting for their breath and rubbing their bruises, he walked away.

He went back home and gave the money to his mother. And then he unfolded the cloth and while his mother ate her fill of all the delicious food, he played her a gentle tune on his little violin.

E
L HOMBRE QUE NO PODÍA DEJAR DE BAILAR

Había una vez un hombre que tenía una manada de cabras, pero siempre andaba ocupado y no tenía tiempo para cuidarlas. Pensó ir al pueblo y contratar a un muchacho. Encontró a un muchacho huérfano de padre que vivía solo con su pobre madre. El muchacho estaba muy deseoso de trabajar y ayudar a su madre. Se conformó con que el hombre le pagara cuatro pesos a la semana y regresó con él a su rancho.

El muchacho resultó ser un buen pastor de cabras. Pronto conocía todas las cabras por nombre y acudían a él cuando las llamaba. Era diestro para ordeñarlas y les sacaba más leche de la que habían dado anteriormente. Pero era una vida dura para el muchacho y a veces se sentía hambriento y triste.

Una mañana, cuando llevaba las cabras a las montañas para pastar, el muchacho se encontró con una viejita en el camino. La saludó respetuosamente: —Buenos días, abuelita.

—Buenos días —respondió la viejita—¿Qué andas haciendo por aquí, nietecito?

—Como usted puede ver, abuelita —dijo el muchacho—, estoy cuidando estas cabras.

—Ya veo —dijo la viejita—. ¿Es una buena vida la de cuidar cabras?

—No tengo gran queja —dijo el muchacho—. Pero a veces me entra el hambre.

—Toma esto —dijo la viejita y le dio una tela doblada. —Cada vez que desdobles esta tela, encontrarás algo bueno que comer.

El muchacho le dio las gracias, pero ella dijo: —No es nada. ¿Hay algo más que te hace falta?

—Bueno, a veces me siento un poco solo y triste.

—Entonce, toma esto —dijo la viejita y de debajo del rebozo sacó un violincito—. Toca este violín. La música te alegrará.

—Pero yo no sé tocar el violín —el muchacho le dijo.

La viejita se rió: —Puedes tocar este violín. Es mágico. Y ¿ves esta clavija blanca aquí en el brazo? Si la tuerces antes de empezar a tocar, cualquiera que oiga la música tendrá que bailar.

El muchacho volvió a agradecerle, pero la viejita agitó la mano como que si no fuera nada, y se fue por el camino.

Cuando el muchacho llegó a una pradera rica, las cabras comenzaron a pastar, y él se sentó en la sombra de un árbol para descansar. Se puso el violincito bajo la barbilla y movió el arco en las cuerdas. Quedó deslumbrado por la dulce música que salió. Pasó horas tocando el violín mientras las cabras pastaban tranquilas.

A eso del mediodía empezó a sentir hambre. Lo único que la esposa del amo le había dado para comer era una migaja de pan seco. El muchacho pensó “La viejita me dijo la verdad sobre el violín. Es mágico, de verdad. Voy a desplegar la tela para ver si también es cierto lo que me dijo de ella.”

Cuando desdobló la tela, el muchacho vio la comida más suntuosa que pudiera imaginar—pan y carne y queso y frutas de toda clase. Era mucho más de lo que podía comer. Comió hasta satisfacerse y guardó lo que sobraba con cuidado. Volvió a doblar la tela y cerró los ojos para dormir una siesta.

El muchacho se despertó sobresaltado. Las cabras hacían balidos miedosos. Miró alrededor para ver lo que pasaba. Dos coyotes se acercaban lentamente a una de las más pequeñas cabras. El muchacho agarró una piedra para lanzar a los coyotes y luego se le ocurrió algo más. Tomó el violincito y torció la clavija blanca en la punta del brazo.

El muchacho pasó el arco por las cuerdas y una melodía alegre salió del violín. Las cabras dejaron de mirar a los coyotes. Dejaron de dar balidos miedosos. Se pararon en las patas traseras y comenzaron a bailar. Y los coyotes hicieron lo mismo. El muchacho siguió tocando y las cabras bailaron cada vez más desenfrenadamente, pero el bailar de los coyotes era el más desenfrenado. El muchacho tocó hasta que se le cansó el brazo y ya no pudo más.

Cuando dejó de tocar, las cabras se cayeron agotadas al suelo. Los coyotes se tumbaron patas arriba y se durmieron. Cuando se despertaron, estaban tan contentos que ni pensaron en molestar a las cabras. Se fueron meneando la cola.

Esa tarde, cuando el muchacho llegó al rancho con las cabras, se veían más saludables que nunca. Dieron el doble de leche que de costumbre. Por supuesto, el amo estaba contento. Pero también estaba un poco desconfiado.

La mujer del amo sospechaba también al ver que al muchacho no le interesaba la cena de pan y caldo aguado que le sirvió.

Todos los días el muchacho llevaba su tela y su violincito y volvía a las montañas con las cabras. Se pasaba los días tocando música y comiendo buena comida. Cuando alguna fiera llegaba a molestar a las cabras, daba vuelta a la clavija blanca del violín y hacía bailar a los animales. Cada día las cabras se ponían mas contentas y daban más leche. Y cada día el amo maliciaba más.

Al fin, el amo decidió seguir al muchacho a las montañas para ver qué pasaba. Llegó a la pradera a eso del mediodía y observó desde atrás de una mata. Vio que el muchacho tocaba su violincito suavemente y que las cabras pastaban tranquilas.

Luego el amo vio que el muchacho puso el violín al lado y desdobló una tela. El amo nunca había vista tales manjares. Se le hizo agua la boca. ¡Así que era por eso que el muchacho ya no comía la cena!

El amo fue de prisa a contarle a su esposa lo que había visto. La esposa le dijo: —Ve al pueblo y compra una tela parecida a la que viste desdoblar al muchacho. Esta noche, mientras él duerma le quitamos su tela y dejamos la otra en su lugar.

Así que el hombre fue de prisa a la tienda y compró una tela como la del muchacho. Esa noche entró sin ruido a la cuadra donde dormía el muchacho y se robó la tela.

El próximo día, el muchacho quedó decepcionado cuando desdobló la tela y no apareció comida. Pero se dijo: —Bueno, no hay bien ni mal que dure para siempre. Por lo menos mi violincito sigue funcionando. —Y espantó el hambre con la música del violín.

Pero cuando el muchacho llegó a casa aquella tarde y vio que el amo y su esposa estaban terminando una buena comida—de hecho, parecían haber pasado todo el día comiendo—, el muchacho adivinó lo sucedido.

Después de ordeñar las cabras y acomodarlas para la noche, el muchacho tomó su violín y fue a la casa del amo.

—Señor amo —dijo el muchacho—, veo que usted y la señora acaban de terminar una buena comida. ¿Quieren que les toque un poco de música? A lo mejor les sirve de digestivo.

El amo había oído la dulce música que el muchacho hacía con el violín y pensó rematar la trampa que él y su esposa le habían hecho. Habían gozado de la comida de la tela del muchacho, y ahora dejarían que los arrullara con la música de su violín.

El muchacho giró la clavija blanca en el violín y comenzó a tocar. De inmediato los pies del amo empezaron a moverse al compás de la música. La señora se movía en la silla.

—Toca algo más tranquilo —dijo el amo—. No puedo quedarme quieto cuando tocas así.

Pero el muchacho no tocó música más tranquila, sino que pasaba el arco cada vez más rápido en las cuerdas. Al amo y su esposa se pusieron a bailar alrededor de la sala, levantando los pies hasta la cabeza.

—¡Para, para! —gritaban—. Ya basta con la música.

Pero la música sólo se volvía más frenética. Pronto iban golpeándose contra las paredes y tropezando sobre los muebles. Le rogaron al muchacho que parara la música.

—Denme mi tela y paro la música —el muchacho les dijo.

—Está debajo de la panera en la cocina —le gritó la señora.

El muchacho fue a la cocina y encontró su tela. Por fin dejó de tocar. El hombre y la mujer quedaron tumbados en el piso, tan cansados y golpeados que no pudieron ni moverse ni decir palabra.

—Págueme lo que me debe — el muchacho le dijo al amo—. No quiero trabajar para un amo que me roba.

¡Pagarte! —gritó el amo—. Hago que te metan en el calabozo.

A primera hora del día siguiente, el amo fue al pueblo para denunciar al muchacho por golpearlos a él y a su esposa. Le dijo al alguacil: —Vale más que lleve a unos ayudantes. El muchacho es peligroso.

Cuando el alguacil y dos ayudantes llegaron al rancho, el muchacho estaba tocando una melodía suave en su violín. El alguacil le dijo: —Muchacho, tienes que venir con nosotros. Tu amo te ha denunciado por agresión contra él y su esposa.

—Claro que voy con ustedes —dijo el muchacho—. Déjenme terminar esta melodía nomás.

—¡No! —gritó el amo. Pero ya era tarde. El muchacho movió la mano al extremo del brazo del violín y torció la clavija blanca.

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