—Ese viejo mentía. Siempre hemos sido dos. Sólo dos. Tú, el enano jorobado y buboso que se atrevió a saltar al brasero de la creación; yo, el erguido y bello príncipe que no tuvo el valor de hacerlo. Tú regresaste entero, espléndido, dorado, recompensado de tu sacrificio, sin más signo de tu monstruosidad anterior que tus seis dedos en cada pie y una roja cruz en la espalda: el sello de tu paso por el fuego, como las manchas del tigre y del venado. Yo… mírame… un baldado… destrozado por las contorsiones vengativas de nuestra madre la tierra…
—Tú y yo, solos…
—Sólo yo, desde ahora. Sólo yo, sin tu sombra perseguidora, mi doble, el acusador siempre presente, mirándome por encima del hombro, diciéndome que yerro, que hago mal, que mi poder es cruel y sanguinario y también incierto y pasajero, que tú regresarás a recuperar el poder del bien… Mírate ahora… Mi legitimidad se levantará sobre tu fracaso. Nunca más volverás a turbar nuestro orden. Hoy quemé los papeles de tu leyenda. Ya no hay nada escrito sobre ti. Por allí empezaré, hasta convertir la memoria de ti en cenizas como las que hoy barrí con mi escoba.
Yo hablaba con los ojos cerrados. Imploré: —Dime una sola cosa. Contesta a una sola pregunta. Tengo derecho a ella esta noche.
Mi oscuro doble, que en mí veía al suyo, esperó en silencio. Escupí sangre. Y sólo dije:
—Dime: ¿qué hice durante los veinte días que he olvidado?
Señor; la carcajada del llamado Espejo Humeante estalló como la ola que esa mañana barrió las casas más pobres de esta ciudad, se desparramó en ecos por las paredes huecas de este oratorio, regresó convertida en palabras y esas palabras eran una orden irresistible:
—Mira, te digo que mires; mira los espejos de esta vara, que es la de nuestro señor Xipe Topee, el dios desollado, el que da su vida por la siguiente cosecha, el que escapa de sí mismo al escapar de su piel; mira en los espejos de su vara, y tendrás respuesta a tu pregunta.
Abrí los ojos. El Señor de la Gran Voz tenía la vara en su puno izquierdo, y se mantenía apoyado contra ella. Este era ahora su bastón.
Bastón de luces: cada espejo brillaba, y cada brillo era una terrible escena de muerte, degüello, incendio, espantable guerra, y en todas yo era el protagonista, yo era el hombre blanco, rubio, barbado.
a caballo, armado de ballesta, de espada armado, con una cruz de oro bordada al pecho, yo era ese hombre que prendía fuego a los templos, destruía los ídolos, disparaba cañones contra los guerreros de esta tierra, armados ellos sólo de lanzas y flechas, yo era el centauro que asolaba los mismos campos, las mismas llanuras, las mismas selvas de mi peregrinar desde la costa, mis cabalgatas atropellaban pueblos enteros, las ciudades eran reducidas a negra ceniza por mis antorchas iracundas, yo ordenaba el degüello de los danzantes en las fiestas de las pirámides, yo violaba a las mujeres, y herraba como ganado a los hombres, y negaba la paternidad de los hijos de puta que iba dejando en mi camino, yo cargaba a los pobres de esta tierra con pesados fardos y a latigazos les ponía en camino, yo fundía en barras de oro, las joyas, los muros y los pisos del mundo nuevo; les contagiaba la viruela y el cólera a los pobladores de estas comarcas, yo, yo, era yo quien pasaba a cuchillo a los habitantes del pueblo de la selva, esta vez no se inmolaban a sí mismos y en honor de mí, el dios que regresó, la promesa del bien: esta vez yo mismo los mataba, yo mandaba cortar las manos y los pies de los insurrectos, yo, yo, yo me hundía cargado de oro y cadáveres y llantos y tinieblas en los pantanos lodosos de una laguna que se resecaba cada vez que un cargador vencido por su peso, una mujer herrada en los labios, un niño parido en el desierto, caían, muertos, a las aguas: la laguna era un cementerio, y yo emergía de ella, bañado en oro y sangre, a reconquistar una ciudad sin habitantes, un mausoleo de soledades…
Aterrado por estas visiones, aparté de mí, con un sollozo berreado, animal, con un manotazo de bestia, la vara de los espejos; el hombre baldado perdió el equilibrio y cayó cerca de mí.
Su cara, a la mía idéntica, estaba frente a la mía, ambos arrojados sobre la piedra del piso del oratorio, ambos mirándonos, acechándonos, jadeando, mostrándonos los dientes, las fauces babeantes, ambos con los pechos sobre el suelo y los codos levantados, apoyando las manos sobre la piedra, arañándola, a punto de saltar el uno sobre el otro.
—Eso hice… lo que tú has hecho siempre…
Lo pregunté, Señor, pero el terror y la fatiga y el jadeo de mi voz vencieron a la interrogante y la ofrecieron como afirmación a mi doble.
Y él contestó, con la boca espumosa:
—Eso harás… Los espejos de esta vara miran al futuro…
Sentí, Señor, que enloquecía: la brújula de mi mente había perdido su norte, mis identidades se desparramaban y multiplicaban más allá de todo contacto con mi mínima razón humana, yo era un prisionero de la magia más tenebrosa, la que en piedra figuraban en este panteón todos los dioses y diosas que no pude vencer en esta tierra, que con sus espantosas muecas se burlaban de mi unidad y me imponían su proliferación monstruosa, destruían las razones de la unidad que yo debía portar como ofrenda a este mundo, sí, pero también la unidad simple en la que aquella unidad total se mantendría : la mía, la de mi persona. Miré los rostros de los ídolos: no entendían de qué hablaba.
¿Qué prueba tendría, sino la que conmigo mismo portaba, desde las costas de España, en la bolsa de mi jubón? Contra los espejismos de esta tierra, contra la vara mortal del dios desollado, contra el límpido reflejo en la cabeza de la grulla, contra el nombre mismo del espejo de humo, contra las incomprensibles imágenes de los veinte días de mi otro destino, el destino olvidado porque aún no se cumplía, o quizás el destino cumplido porque ya lo había olvidado, opuse mi propio espejillo, el que usamos Pedro y yo en la nave que aquí nos trajo cuando hicimos oficio de barbero, el que le mostré al desolado anciano de las memorias en el aposento del templo; mi espejo, y mis tijeras.
Ambas cosas saqué de mi jubón, echado allí, como una fiera, ante la fiera enemiga, mi doble, el Espejo Humeante, el Señor de la Gran Voz, también echado sobre el piso, serpientes ambos, mirándonos, acechándonos, esperando el siguiente gesto del contrincante.
—¿No temes tú mismo lo que yo he visto en la vara de espejos?, le pregunté.
—No temo lo que a mí se asemeja. Te temí a ti en el bosque, cuando preferiste tu deseo a mi corazón. Dejé de temerte hoy, cuando convertiste el poder que te di en deseo. Si crees que mis espejos mienten, mírate en el tuyo.
Señor: lo que aquel viejo memorioso debió sentir cuando yo le mostré su reflejo, ahora lo sentí yo al verme, pues mi propio espejo me devolvía un rostro, y era el del anciano muerto de espanto al saberse viejo: yo miré en mi espejo y me vi cargado de tiempo, en el umbral de la muerte, añoso y acabado, desdentado y reseco, pálido y trémulo, inmerso en el cesto lleno de perlas y algodones; me vi, Señor, y me dije que jamás me había movido del cesto y de la enramada donde una noche me colocaron los hombres del río, en el pueblo de la selva; que la verdad era la que entonces imaginé: esperé metido en ese cesto a que la vejez me devorase y llegase a ser tan anciano como el viejo al que maté con mi espejo; ahora el espejo me está matando a mí. Nunca me moví de ese lugar. Todo lo demás, hasta el momento que vivía, sólo lo soñé. Mi destino fue verme envejecer, inmóvil, en esta veloz imagen. Lunas, soles, días, estrellas, amparadme, reloj de agua, reloj de arena, libro de horas, calendario de piedra, mareas y tormentas, no me abandonéis, asidme al tiempo, pierdo la cuenta de los días de Venus, repitiéndome a solas que los días de mi destino en esta extraña tierra sólo pueden ser del número señalado por el anciano en el templo: los días de mi destino robados a los días del sol: los días enmascarados robados a los días de mi destino; he imaginado esos cinco días estériles hurtados a mi mala fortuna a fin de ganárselos al momento de mi muerte; pero hoy he imaginado también los veinte días del sol robados al tiempo de mi destino, los veinte días de mi mala fortuna, los veinte días de mi muerte olvidada y que, fatalmente, ocurrirán en el futuro. ¿Cómo medirlos? ¿Cómo saber si un día de mi tiempo era un siglo de este tiempo?
Vime anciano en mi espejo; sofoqué un grito; quise reunirme con mi amante, con la vieja, la bruja, la atroz, la asesina, y renacer con ella a la juventud; no era posible; nuestros tiempos jamás volverían a coincidir: ella volvería a la juventud; yo corría hacia la vejez, hacia la imagen del espejo; la imagen del anciano del templo; él me otorgó el tiempo de mi memoria y yo le maté con el tiempo de mi espejo; a ciegas me acercaba al tiempo del espacio y al espacio del tiempo; la imagen del doble echado frente a mí, traspasándome con su mirada de vidrio negro; él me otorgó el tiempo de mi premonición y yo le mataría con mis tijeras; las levanté, las clavé en su rostro, rasgué ese rostro que era el mío, rebané su mirada con mis frágiles aceros gemelos, levanté de nuevo las tijeras, las clavé en la espalda del Señor de la Gran Voz, mi doble giró sobre sí mismo con un espantable espasmo, y en su pecho volví a enterrar las tijeras, y en su vientre, y su negra sangre corrió por las anchas baldosas de esta capilla, y regó las flores, los insectos, las escobas, los pies de los dioses de piedra.
Me levanté con las manos ensangrentadas.
Señor: supe entonces que debía huir, que empezaban a contar los veinte días de mi carnicera vida bajo el sol de México, que me quedaba un solo día para huir de ese destino, negarlo con mi ausencia, regresar al mar, regresar a mi verdadera guía, Venus, asirme a su velamen y en el mar salvarme o ahogarme, pero jamás sujetarme al destino que olvidé y que los espejos de la vara me recordaron.
Miré por última vez el cuerpo tasajeado de mi oscuro doble. Miré otra vez mis manos llenas de sangre. La leyenda había terminado. La fábula nunca se repetiría. Mi enemigo y yo habíamos matado al esperado dios de la paz, la unión y la felicidad. Así murió el llamado serpiente de plumas. Pero así murió también —pensé entonces— el llamado espejo de humo. Con ellos moría su secreto: ambos eran uno.
Desorientado, huí del oratorio y me perdí en los laberintos de piedra de la ciudad de la laguna. Volvía a ser el del principio, el náufrago de rasgados ropajes y tres ínfimas posesiones: un espejo, unas tijeras y ahora, una máscara de plumas y hormigas.
Perdíme. No supe si el palacio era la ciudad, o la ciudad el palacio; dónde terminaba una plaza y comenzaba un mercado; dónde terminaba un mercado y comenzaba una calzada; huí revestido con las corazas del miedo, mas mi única armadura eran mis huesos y contra un inmenso vacío combatían: vacías las huertas de las aves y las culebras y las feroces bestias; vacíos los adoratorios; vacíos los mercados; vacíos los canales, abandonadas las barcas en las márgenes de los islotes; yo huía; la ciudad parecía huir conmigo; quizás había huido antes que yo, y yo sólo la seguía en su fuga hacia el amanecer: mi último amanecer en este nuevo mundo a donde llegue, un año, diez, o un siglo antes, acompañado del viejo Pedro que aquí buscaba la tierra libre, la parcela de felicidad, el mundo nuevo emancipado de las injusticias, las opresiones y los crímenes del viejo mundo.
Oh mi viejo amigo, a tiempo moriste, de la decepción te salvaste: sólo habrías conocido aquí, con otras razones, con otros ropajes, con otras ceremonias, los mismos crueles poderes que creiste abandonar al embarcarte con Venus, y conmigo, aquella tan lejana mañana.
Escuchadme, Señor, escuchadme hasta el fin, no levantéis la mano, no convoquéis a vuestros guardias, debéis escucharme: hablo mientras amo a la muchacha que me socorrió, sólo puedo hablar mientras ella me acaricia, el amor es mi memoria, la única, ahora lo sé, y apenas nos separéis, Señor, a ella y a mí, regresaré al olvido del cual me rescataron los pintados labios de esta mujer: ella es mi voz, ella es mi guía, en ambos mundos, sin ella todo lo olvido porque recordar es doloroso, y sólo su amor puede darme fuerzas para resignarme al dolor de la memoria: en la soledad yo me abandonaré siempre al alivio del olvido; no quiero rememorar el viejo mundo de donde salí, ni el nuevo mundo de donde llego…
Caminaba huyendo por la calzada que une el islote mayor de México con el islote menor de Tlatelolco, cuando vi avanzar hacia mí a un grupo de jóvenes desnudos, y en ellos reconocí a los diez muchachos y a las diez muchachas que me acompañaron fuera del volcán, y que hablaban nuestra lengua: corrieron hacia mí, con alegría en sus voces y miradas; y fue ésta la primera cosa alegre que había visto en mucho tiempo, y que tan violentamente contrastaba con el melancólico silencio de esta ciudad de la laguna. Me abrazaron, me besaron, mas nada explícito dijeron, salvo sus expresiones de regocijo al encontrarme.
No quise preguntarles por qué me abandonaron a esos terribles encuentros solitarios con los habitantes del palacio: debía guardar mi penúltima pregunta para un momento que sabía vecino, y no debía hacérsela a ellos; ellos, me lo decía mi juicio de manera incierta y mi corazón con toda certidumbre, me darían la respuesta final.
Me dejé llevar por ellos a lo largo de la calzada y hacia la isla de Tlatelolco; entramos a una gran plaza, muy limpia y desierta, y cercada por muros de piedra roja. Había allí una baja pirámide y varios adoratorios, y un gran silencio reinaba. La aurora era una perla en el cielo. Y en el centro de la inmensa plaza estaba colocado un cesto de mimbre.
Creí reconocerlo; apresuré mi paso, seguido por los veinte jóvenes; había un hombre dentro del cesto; lo miré; caí de rodillas ante él, así por una extraña impulsión sagrada como por el deseo de verle cara a cara, y escuchar su voz cerca de la mía.
Era el anciano de las memorias, el mismo viejo guardián de las fábulas más antiguas, que un día me habló desde una húmeda cámara en la pirámide de la selva, y luego murió de terror al verse en mi espejo, y fue arrastrado a la cima del templo, y allí, creí entonces, devorado por los buitres.
Y como entonces, ahora me dijo, pero hablando nuestra lengua castellana:
—Sé muy bienvenido, mi hermano. Te hemos esperado.
Lo toqué, con mi mano temblorosa; él sonrió; no era un fantasma. ¿Era este viejo, en verdad, el dueño de los secretos de esta tierra, de todas las tierras? Más, ¿qué sabía? Me daba la bienvenida el día de mi fuga: el último día de mi vida en el mundo nuevo, al cabo de los cinco días de la memoria que él mismo, ahora estaba seguro de ello, me había otorgado como un don excepcional; cinco días separados de los veinte días que él mismo vedó a mi recuerdo y que yo, esta mañana, ya no sabía si los viví en el olvido de lo que sucedió entre cada uno de los cinco días recordados, o si los habría de vivir, como me lo dijo el espejo de la vara, en un incierto futuro.