—Pobre Señor nuestro. Todos dicen que ya no es quien fue. Dicen que era un joven hermoso, audaz, cruel también. Encabezó la rebelión contra su propio padre, sólo para entregar más fácilmente a los rebeldes en ruanos de su padre. Sobre la matanza construyó su propio poder, gracias al cual ha podido levantarse este palacio donde tú y yo encontramos amparo para leer estrellas y pintar iconos… no lo olvides, hermano. Aquí nos salvamos tú y yo de un mundo peligroso. ¿Qué hubiese sido de nosotros fuera de aquí? ¿En qué malhadado taller estarías tú tallando cristales, simple jornalero, o yo levantando estiércol en los establos donde nací? Sin el amparo de nuestra sacra orden y del poder señorial que en este palacio nos acoge como miembros de ella, ¿podríamos tú y yo pintar y estudiar, fraile?
—No veas en nuestro Señor sino lo que puedas observar en los demás hombres, fraile, y en el universo entero. Quizás así nos salvemos por igual de los peligros de la adulación cortesana y de la aflicción desamparada. No hay nada excepcional en el Señor, sino el azar de la herencia. Lo demás son componentes comunes a todo y a todos: la violencia origina fuerza, la fuerza engendra alegría, la alearía se convierte en formas, las formas al cabo se endurecen, se enfrían, decaen y mueren. Y la muerte es la violencia que reinicia todo el ciclo.
—¿Y el sufrimiento, hermano?
—¿Cuál sufrimiento?
—El mismo del cual me has estado hablando. Ese sufrimiento que al moverse, decae y muere.
—Me refería a cuanto es, no al Señor en particular.
—Cuidado, hermano; nada es si no encarna. Y también en el Señor debe encarnar ese sufrimiento abstracto que por necesidad, dices, acompaña el paso de la alegre violencia a la fría muerte. Pues a ella se acerca nuestro Señor; lo dicen estos papeles que hemos leído. La muerte en vida, se me ocurre, debe ser una derrota, una frustración, y ésta es Ja muerte que, sospecho, vive nuestro Señor, aunque me reconozco incapacitado para penetrar las secretas razones de la decisión que le ha llevado a crear, aquí, en este palacio y en quienes lo habitamos, una semblanza perfecta de la muerte. ¿Conoce, en cambio, la frustración el universo? Dímelo, ya que no sólo eres astrónomo, sino horoscopista.
Toribio caminó lentamente de regreso a la sala repleta de lentes, condensadores, catalejos, espejos ustorios, cartas de los cielos, compases y astrolabios. Se detuvo, seguido de cerca por el interrogante fraile Julián, junto a un astrolabio, pareció admirar los limbos graduados, acarició suavemente las pínulas que alidan la esfera de metal; hizo girar el artefacto.
—No, no la conoce. El universo funciona y se expresa plenamente, siempre.
—¿Es pura fuerza, entonces, pura realización, puro éxito, sin los martirios y bellezas de la alegría, la forma, la decadencia y la muerte? ¿Puedo, si es así, vencer con mi pintura la norma mortal que el Señor nos impone? ¿Puedo, con alegría, forma, decadencia, muerte y resurrección por vía del martirio y la belleza del arte, salvarme así de la plenitud del universo como de la finitud del Señor, y establecer la verdadera norma humana?
Toribio hizo girar cada vez más velozmente la esfera, murmurando:
—Una fuerza que se paga… una fuerza que nace del equilibrio perfecto de la muerte…
Miró al fraile pintor:
—La ligereza nace del peso y el peso de la ligereza; cada uno paga en el mismo instante el beneficio de su creación, cada uno se gasta en la medida de su movimiento. Y cada uno, también, se extingue simultáneamente. Todas las fuerzas se destruyen pero también se crean entre sí; la muerte es, para ellas, una mutua expiación y un violento parto…
Con un gesto concentrado, arbitrariamente teatral el estrellero detuvo de un golpe el movimiento del astrolabio v añadió:
—Ésta es la ley. Ni tu pintura ni mi ciencia escapan a la norma. Pero la paradoja es que la crean violándola: la ley subsiste gracias a quienes le oponen la violenta excepción de la ciencia y del arte.
Julián posó una mano sobre el hombro de Toribio: —Fraile: en su testamento nuestro Señor incurre en las más detestables violaciones de la ley de Dios; combina todas las herejías anatematizadas…
—¿Herejías? —arqueó las cejas fray Toribio, y rió—: Bien español que es nuestro príncipe, y sus herejías a veces no son más que blasfemias…
—Herejías o blasfemias, las combina y les da curso, igual que nuestro pobre amigo el Cronista de este palacio; pobre Señor, también, ya que él mismo no puede enviarse a galeras a expiar sus culpas. Pero yo quiero ser caritativo, hermano, y preguntarme, convencido por cuanto acabas de decir, si el Señor, sencillamente, no busca, con pena, a otro nivel, las verdades que tu dices haber encontrado en la punta de un catalejo… Toribio: ¿no está demasiado solo el Señor?, ¿no podríamos acercarnos, en bien de todos, tu y yo…?
—No te engañes. El Señor no busca lo que buscamos tú y yo.
—¿Yo, hermano?
—Tú también, Julián; tú y tu pintura. ¿Crees que no sé ver? No hago otra cosa, pobre de mí, caldeo estrábico: si puedo escudriñar los cielos, bien puedo observar una pintura, bien puedo ir a la capilla del Señor y leer los signos de ese cuadro que dicen fue traído de Orvieto, como para que la distancia del origen distancie su presencia también, y oculte las intenciones reales de su autor…
—Calla, hermano, por favor calla.
—Está bien. Lo que te quiero decir es que no hay por qué compadecer al Señor o compararlo con nosotros…
—Le hemos jurado obediencia.
Pero la obediencia tiene grados, y por encima de la de servidores del Señor está la obediencia que tú le debes al arte y yo a la ciencia; y por encima de todo, la que le debemos a Dios.
—Calla, por favor, calla; el Señor piensa que obedecerle a él es obedecer a Dios; no tienen cupo ni tu ciencia ni mi pintura entre esas dos demandas que nos rigen.
—Y sin embargo, en estos papeles el Señor duda, y tú crees que la duda del Señor lo hermana con nuestra fe secular.
—Sí, lo creo; oscuramente, piadosamente, lo creo o quiero creerlo.
—No hay tal, hermano; esta duda no es duda, esta duda no es la nuestra, el Señor continúa viviendo en el viejo mundo, la verdad no puede encontrarse en todas estas sutilezas, distinciones, cuestiones y suposiciones conceptuales o analíticas; esto es lo que tú y yo vamos a dejar atrás para siempre: las palabras consignadas en estos folios por el Señor gracias a la ferviente mano de su lacayo Guzmán son como un montón de ladrillos sin cimiento ni argamasa que los una; el menor soplo los puede tumbar; hace falta el cimiento; y la unión es la poesía y la poesía es la cal, la arena y el agua de todas las cosas, la poesía es el conocimiento lógico, la poesía es la plenitud de la actividad y la creación humanas; y la poesía nos dice, sin las dudas y los retruécanos lógicos del Señor, que nada es tan audaz o pecaminoso como lo cree el Señor, puesto que nada es increíble y nada es imposible para la poesía profunda que todo lo relaciona. Poesía es cimiento y conocimiento; tu arte y mi ciencia nos dicen, hermano, que las posibilidades que negamos son sólo las posibilidades que aún no conocemos. Condena esas posibilidades, como lo hace el Señor, y les pondrás el nombre del mal. Ábrete a ellas y conocerás la solidaridad del bien y del mal, la manera como mutuamente se alimentan, la imposibilidad de disociarlos: ¿puedes partir de canto una moneda y seguirla llamando ducado? El Señor sólo multiplica sus dudas para conservar un orden; confía en que la verdad revelada sabrá resistir todos los asaltos así de la razón como de la imaginación; cree eso, hermano Julián.
—Tú y yo… ¿queremos entonces destruir ese orden?
—Ahora yo te digo a ti; calla, por favor, calla; trabajemos solamente, confiados en que el orden de las matemáticas y el orden de la pintura son, o al cabo serán, idénticos al orden divino.
—En verdad, no me has contestado.
—Déjame hacerlo a mi modo. Nada, en el fondo, se destruye, porque la naturaleza tiene hambre y sed insaciables, como el supliciado Tántalo; pero al contrario de él, ella crea una sucesión de nuevas vidas y formas nuevas que la alimentan constantemente; el tiempo destruye, pero la naturaleza produce con más rapidez que la muerte. El Señor se opone a la naturaleza en la intimidad de su alma; se opone, fraile, y ésta es la escasa grandeza de su imposible combate; la tierra quiere perder su vida, deseando sólo la constante reproducción; el Señor desea ganar la suya, negando el incremento de esta santa sustancia terrestre por Dios ordenada. Ni una pulgada más, le ha dicho el Señor a la naturaleza, secuestrándola para siempre en un paralelo universo de piedra y muerte: este palacio. ¿Quién se lo reclamará, si todos, el Señor, tú y yo, somos prisioneros de los primeros y más antiguos pensamientos con que los hombres pensaron, en oposición, al cosmos? Prisionero es el Señor de la idea de un mundo diseñado por la Deidad en un solo acto de revelación inconmovible, irrepetible, intransformable; tributarios tú y yo de la idea de una emanación divina que en perpetuo flujo se realiza transformándolo todo sin pausa… Si, pobre Señor nuestro. Cree que, como la creación misma, la perfección es impasible, inmutable, inalterable.
—Así ha mandado construir este palacio. Tienes razón.
—Entonces, como topos, hormigas, ácidos, ratones, ríos lentos
pero corrosivos, viento y comején, tú y yo, aliados del tiempo y del flujo, desde adentro socavaremos su proyecto y el palacio mismo sufrirá la imperfección de ser alterable, generable y mutable, pues ésta es la ley de la naturaleza y no habría beneficio, sino miseria, si la tierra fuese una inmensa pila de arena, impasible, o una inmensa masa de jade, inmutable, o si, después del diluvio, las aguas congeladas la hubiesen recubierto creando un inmenso globo de cristal, perfecto por inalterable. Nuestro Señor merece encontrarse con una cabeza de Medusa que le transforme en estatua de diamante: ésa sería su perfección. Pero quizás ése es su terror: transformarse en otra cosa, lo que sea, aunque sea una estatua invariable porque carece de vida y movimiento.
—Dios es eterno, inalterable como el Señor quisiera ser; y Dios vive… es…
—Lo que es eterno es circular, y lo que es circular es eterno. ¡Dios mío, hermano! ¿No te das cuenta de que este movimiento, este cambio, esta generación perpetuas significan que Dios crea, crea sin cesar, animándolo todo, haciéndolo girar todo para su mayor gloria, como si él mismo quisiera ver su creación bajo todos los ángulos, desde todas las perspectivas, en redondo, sin perderse una sola visión de las fluyentes maravillas que concibe?
—¿Y tú pretendes haber observado ese movimiento y ese orden de los cielos, saber cuándo se mueven y hacia dónde se dirigen los astros, y con qué medidas, y lo que producen? ¿Negarás entonces que tu soberbia a la del Señor se asemeja, pues tú crees poseer, aunque no lo admitas, el mismo genio que el Autor de los cielos?
—Sólo creo que habiéndonos acercado lógicamente a la comprensión de la arquitectura universal, que Dios conoció instantáneamente y sin raciocinio temporal, en tanto que nosotros sólo nos acercamos paso a paso y racionalmente, sería ruinoso divorciar la palabra de Dios de la obra de Dios. La verdad que nos demuestra la astronomía es la misma verdad que la sabiduría divina ya conoce. ¿O piensas que debería destruir todo lo que aquí ves, mi cartas, mis esferas, mis cristales, y dejar de observar los cielos, para que la presencia divina se manifieste sin obstáculos? ¿A quién beneficiaría mi inactividad? ¿A Dios, que me hizo venir al mundo para que yo supiera un poquitín de lo que él ha sabido siempre? ¿Al mismo Señor nuestro soberano temporal, que a pesar suyo cambia, sufre y decae como toda cosa viviente y necesita que alguien, aunque jamás se la diga, sepa la verdad? Créeme, hermano; más vale que alguien sepa estas cosas, aunque sea en silencio; algún día pueden ser, si no la verdad aceptada, al menos la alternativa para una política de la desesperación, o, lo que es lo mismo, de la repetición. Y la repetición sin fin cambia el nombre de la desesperación que la alimenta; termina por llamarse destrucción, Julián.
—Hermano Toribio: yo te quiero; tú lo sabes. Hablo como hablaría el Santo Oficio si supiera… si supiera que afirmas todas estas cosas.
—El saber parcial de un hombre no ofende el saber total de Dios.
Dirán que el centro del universo es la tierra, sede de la creación, sede de la humanidad y sede de la Iglesia…
—¿Disminuye la omnipotencia de Dios decir que aquello que Dios hizo suceder una vez no puede volver a suceder jamás? Invierte esta proposición negativa y entenderás lo que yo hago: identificar poco a poco el pensamiento humano con el divino pensamiento, no de lo que ya pasó, sino de lo que sucede; no con el diseño revelado un día, simple acto inicial, sino con su flujo, emanación y transformación perpetuas.
—Miras a un hondo abismo, y me mareas.
—No miro las sombras de la caverna; me baño en el río. Es mi deseo.
—Sea también tu temor. Por ese hoyo que has abierto en los cielos puede írsenos, drenado, el espíritu; ¿y de qué nos servirían, si perdemos el alma, tus helados rombos y triángulos?
—El universo es infinito; quizás perdamos esta que consideramos nuestra alma individual y ganemos el alma de todo lo creado…
—Oh hermano mío, ¿y si tus descubrimientos te llevan a esta horrenda conclusión, horrenda? ¿Y si descubres que uno es el orden divino de lo infinito y otro el orden infinito de la naturaleza? ¿Y si descubrimos que hay dos infinitos? ¿Por cuál optaremos, hermano?
Toribio bajó la cabeza y dirigió los pasos hacia la mesa donde estaba colocado el espejo ustorio. No habló durante un largo rato. El día estalló con plenitud y los rayos de sol empezaron a jugar contra el cristal helado. Al fin dijo:
—No sé qué contestarte.
—Dirán que si el universo se rige por leyes propias, nada importan los poderes del Santo Padre, o los de los Señores poderosos como el nuestro, o…
Las palabras se le trabaron al fraile suplicante; y las del hermano Toribio fueron pronunciadas con desgana:
—Nada de esto lo imagino yo; no; esto lo hace Dios; es Dios quien hizo a los hombres mortales, pues de haberlos hecho inmortales, no habría sido necesario el mundo o la presencia del hombre en el mundo; el hombre es mortal, luego el mundo existe como habitáculo de la mortalidad. ¿Esto es cierto, fraile?
—Te condenarán, hermano; esto es lo cierto: el hombre fue creado inmortal, a imagen y semejanza de Dios, y sólo por su pecado original perdió los atributos divinos. Nuestra religión se levanta sobre estas tres piedras, el pecado original, la corrupción inherente y el perdón divino. Destruye estos cimientos y destruirás el edificio mismo de la iglesia, que ya no tendrá razón de ser, pues si el hombre no pecó originalmente, sigue siendo semejante a Dios y con Dios puede ligarse directamente, sin necesidad de la gracia mediadora de la Iglesia…