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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (50 page)

BOOK: Terra Nostra
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Al repetir la letanía, el joven supo quién era; pudo contestar a la pregunta; se identificó con la mujer; rechazó, habiendo recogido su fruto, la identificación, y esperó a que la Señora hiciese lo que tenía que hacer, lo que él había rogado y ella rechazado. La Señora tomó el espejo de mármol. Juan se lo arrebató de la mano y lo ofreció al rostro de la Señora. En el espejo, al mirarse, la Señora vio a Juan. Era el cuerpo del muchacho, esbelto, de marcados músculos en el talle, de pecho quemado por soles marinos y brazos ocres y pálidas piernas; monstruosa belleza: seis dedos en cada pie; misteriosa belleza: una cruz de carne roja en la espalda: era el cuerpo de Juan, pero del cuello nacía la cabeza del ratón, la corona del cuerpo del amor era una diminuta, sagaz, burlona testa de mur, de ojillos veloces y nerviosas orejas, de gris pelambre y tiesas cerdas, de olfateante y húmeda nariz negra y lengua escarlata y voraces colmillos. La Señora vio lo que sabía, y dejó caer el espejo sobre las arenas del piso. Él era ella y por ello era otro; él era otro y por ello era él; él era él.

—Todo lo que piensa, osa: todo lo que osa, piensa, dijo Don Juan.

Con voluntad implacable, arrojó a la Señora lejos de sí, la miró rodar, con la cabellera revuelta, hacia el filo de la cama, fingiendo incomprensión, debilitada por el temor y la necesidad de ocultar su dicha temerosa (Isabel: si he triunfado, he perdido; si he perdido, he triunfado), momentáneamente indefensa, interrogante, incrédula, sabiendo lo que sabía y rechazando su conocimiento, mientras él se levantaba del lecho, lleno de la conciencia de sí, sitiado por la plenitud de su nombre, su destino, su aventura; cisterna largo tiempo vaciada, se llenaba ahora de un golpe con los líquidos vicios y espumosas cualidades de una identidad arrebatada a la cercanía de la mujer que más temía y más deseaba perderlo a la vez (Isabel: mi triunfo y mi derrota), arrebatada al sueño, a las palabras, al remoto curso de los orígenes; voluntad largo tiempo dormida, la despertó el canto del gallo con su promesa baladí de aurora, sol, arriesgada y quemante jornada; pero también con su triste memoria de la traición; Don Juan caminó hasta uno de los muros de esta alcoba: arrancó de allí un ancho brocado, opaco y luminoso, tejido de plata y sombra, y en él se envolvió; miró con burla y desdén y orgullo a la Señora de labios temibles y ojos azorados, agazapada como un animal, desnuda, sobre la cama, en cuatro patas, blanca y negra, a punto de pudrirse, a punto de convertirse en arena indistinguible de la del piso, contemplando la rebelión de su ángel, de su súcubo, de su vampiro, con una mezcla de aprensión y nostalgia, de triunfo y derrota, como si esto esperase y esto se negase a aceptar, esto temiese y esto desease, esto recordase ya, resignada, y algo después de esto, un retorno fatal a esta recámara, a esta prisión, y a sus caricias, adivinase ya, esperanzada. El joven se dirigió con paso seguro a la puerta de la alcoba.

—¿A dónde vas?, exclamó la Señora con una voz que no sabía expresar la contradictoria complejidad de sus sentimientos, con palabras que optaban por una sola actitud entre las mil que el demonio hacía hervir en los pechos de su sierva; no puedes salir de aquí, no puedes; aquí está la vida, a mi lado (no, tu vida está afuera, llévame dentro del sitio de tu piel al mundo, lleva a mi amo el diablo rata al mundo, lleva su rabo tieso y peludo a las profundidades de los culos que ni él ni yo podremos nunca poseer, ve con tu imagen de arcángel a cumplir las obras de la imaginación infernal, existe y fornica y mata y engaña y sáciate por él y por mí, Juan; rompe todos los candados de la castidad, libéranos, Juan, ve y dile al mundo que no somos las mujeres los instrumentos del Diablo y por ello dignas de ser perseguidas como brujas y quemadas en la hoguera, demuestra que un hombre también puede ser, es, encarna al Diablo, libéranos, Juan, haz que se olviden de nosotras y que te persigan a ti, ah qué triunfo el mío, Juan, y qué venganza la mía contra los hombres, mi esposo el Señor, Guzmán el humillado, los obispos e inquisidores que si supieran de mis obras me quemarían ante los ojos codiciosos de los obreros que sólo al verme morir me poseerían, ah qué triunfo, Don Juan, me ocultas y me salvas actuando por mí en el mundo, mientras yo sirvo a mi Amo verdadero en esta alcoba secreta, sal pronto, Don Juan, a hacer las obras del Diablo y de la mujer que encarnas en el mundo, sal ya, has nacido, pero témeme, porque te llevas mi alma, me secuestras mi corazón, me condenas a buscar de nuevo un amante que exorcice la soledad de mi lecho) ; no puedes abandonarme, Juan, no puedes valerte solo, careces de voluntad, eres mío, el hombre que sale de este cuarto sólo encuentra la muerte, sólo encontrarás la muerte (nuestra vida, Juan), sólo la muerte.

—¿La muerte?, preguntó el joven erguido, lleno ahora de luz propia, lleno ahora de una ardiente crueldad en los ojos, dueño ahora de sus propias palabras: —¿Tan largo me lo fiáis?

Salió con paso largo y risa burlona; cerró fuerte la puerta detrás de sí; respiró el aire frío, encajonado, de los corredores de piedra; caminó gustoso, altivo, dominado por una arrogancia que en él y para él traducía y adelgazaba todos los atributos enumerados por la letanía de la mujer; y las dos camareras, Azucena y Lolilla, al escuchar ese paso de ventarrón, como si el brocado que envolvía a Juan fuese el velamen que le impulsaba por los mares del palacio, se asomaron por la puerta de su cuarto cercano al del Ama, donde habían escondido bajo las baldosas sueltas las muñecas, los duraznos, las medias y los mechones de la Señora, abrieron las bocas, contestaron con miradas de asombro la mirada de metal que les dirigió el hombre, rieron con él y llenas de temores y ganas de enmadejarse en el chisme cerraron rápidamente la puerta cuando Juan, riendo, se lanzó contra ella y siguió riendo, con los brazos abiertos en cruz sobre los maderos del quicio, dejando que los olores de hombre, la risa de hombre, se colaran por las rendijas del portón de las fregonas, enloqueciéndolas con la inconcebible proposición:

—Abran; el amante de la Señora también puede ser el garañón de las criadas; abajo las puertas; se acabaron los candados; el placer es de todos o de nadie.

Rió otra vez; se fue caminando por las galerías del palacio, nombrándose a sí mismo, Juan, Juan, Juan, deseando un espejo para verse como los sedientos embarcados en el mar de los sargazos desean el agua dulce, anhelando convertir en cristal de vanidades, laberinto de azogues, las murallas de granito del palacio, nombrándose (y actuando frente al silencio y la oscuridad y la piedra los gestos y actitudes de sus nombres): avaricioso y goloso, inconstante, cuchillo de dos tajos, soberbio, parlero, lujurioso, puerta del diablo, cabeza del pecado, corruptela de la ley, enemigo de la amistad, tentación natural, calamidad deseada, naturaleza del mal, naufragio de la hembra, tempestad de las casas, batalla suntuosa, fiera convidada, peligro adornado, animal malicioso: él, Don Juan; él, usurpador de todos los espejos de todas las mujeres del mundo.

Y entonces, se detuvo. Si no el espejo, entonces sí el espejismo: al fondo de la galería se recargaba contra un muro esa muchacha, mujer, por más que su cabeza de pelo recortado, ceñido al cráneo, la asemejara a un muchacho; descalza, vestida con un sayal burdo que, para el ojo de Juan, no alcanzaba a disimular la frágil plenitud, el redondo deleite de las formas femeniles, juveniles, jugosas. Juan se detuvo. Descansó una mano sobre la cintura. Esperó. Ella vendría hacia él. Vendría, fatalmente, en busca de la suntuosa batalla.

Conticinum

>Primero, en la hora del silencio, la Señora sólo se supo sola, abandonada, sin pareja; arrojada, vencida, sobre la cama, escuchó el aletear de su inquieto halcón, sediento, harto de oscuridad, gustoso de caza; el rumor de las alas la despertó de la abulia; las imágenes de la cacería que el azor convocaba cruzaron velozmente por los párpados entrecerrados de la Señora; al azor le dijo, quietamente, sintiendo que el dolor se convertía en despecho y que el despecho le circulaba por la sangre con un afán de venganza, ofreciéndole el puño sobre el cual se posó, obedientemente, el ave de presa:

—Te contaré una historia, azor. Selene, la luna, se enamoró de un joven cazador, Endimión; y como ella era la señora de la noche, le adormeció, le cubrió de oscuridad con sus velos blancos y así dormido, pudo besarle y amarle a su antojo.

El azor había asentado los tarsos sobre el brazo desnudo de su dueña, pero ella no sintió dolor alguno; dolor de la carne, no; dolor del alma, sí, y el alma le dijo que la compañía del halcón no le bastaría, pero que la ausencia de Juan era dispensable… El ratón. El ratón dormía debajo de la almohada de los amantes, allí se escondía, por allí asomaba todas las noches, diseminando sueño, deseo y alucinación. La Señora se lanzó con la boca abierta, llenando su cuerpo de esperanza, sobre las almohadas; las apartó con furia y cayeron sobre el piso de arena, al lado del espejo maldito. El espantado halcón se separó de su Ama y revoloteó inquieto.

Allí estaban los saquitos llenos de hierbas aromáticas, guantes perfumados y pastillas de colores. Pero no el ratón familiar.

—Mur… mur… murmuró la Señora, mur…

Pero nada se movió en esa perfumada madriguera. El ratoncillo, esta vez, no se agazapaba, la miraba, y volvía a esconderse.

—Amo. , . amante… verdadero señor mío… ¿no me oyes, mur?

La Señora manoteó furiosamente las pastillas, desgarró los saquitos y regó las hierbas sobre la arena estéril, mordió los aromáticos guantes imaginando que en ellos había encontrado nueva guarida el ratón…

—Mur… ¿ya no recuerdas a tu amante?, mur, ¿ya olvidaste nuestras bodas en el patio, cómo me roíste la carne con tus diente— cilios, ratita, cómo devoraste mi virginidad, amorcito? Mur, yo cumplí mi pacto… yo te entregué el cuerpo de mi amante, mur, te devolví, pobre diminuta despreciada bestezuela, la imagen del ángel que fue tuya… Mur…

Hundió el rostro en las suavidades del lecho. Entendió; y al entender, lloró.

—Te fuiste con él, ¿verdad? Me abandonaron los dos, ¿no es cierto? Te valiste de mí para meterte en el cuerpo y el alma de ese muchacho, inmunda rata…

El azor regresó a manos de su Señora.

Entonces ella pudo mirar con odio a ese halcón estúpido, que había sido incapaz de entender nada, de defender a su dueña, de lanzarse contra el muchacho que se llevaba al ratón escondido entre los brocados que le vistieron:

—Pero, ¿qué sucedió al despertar Endimión? ¿Siguió al lado de Selene, o abandonó a la luna para siempre? No recuerdo el final de esa leyenda, halcón.

El azor, tan confiadamente prendido al puño de su ama, se estremeció; entre las sábanas revueltas del lecho, la Señora buscaba y encontraba cabellos sueltos de su amante, uñas trabajosamente recortadas, los reunía, los mezclaba, los acercaba a la nariz y a la boca, murmuraba frases incoherentes y el ave de presa, acostumbrada a recibir cuidados y a devolver obediencia, temblaba y aleteaba, confundido, previendo en su magra y tensa carne que el orden de las cosas se trastocaba, que allí donde hasta entonces existía una mutua fidelidad, había ahora una súbita amenaza; aleteó desesperadamente, trató de zafarse del brazo de la Señora y lo logró, aprovechando la intensa concentración de su ama en esos recortes de uña y en esos cabellos sueltos que reunía en un puño mientras con el otro intentaba retener al azor estremecido que inició un vuelo ciego, nervioso, suicida y salvador por la rica alcoba, oasis del palacio sombrío, estrellándose contra el brocado que cubría los muros, contra los techos repujados a la manera árabe, contra las ventanas cerradas y la puerta por donde Juan escapó; entonces la Señora se levantó de la cama y empezó a dar caza al halcón, alargando tos brazos, gruñendo, agazapándose, esperando que el ave, al estrellarse contra la piedra, quedase ruanca y cayese sobre las arenas blancas del piso; el ruido del aleteo creaba ondas de terror en la recámara; el creciente miedo del azor pronto se volvería, contra la Señora, olvidando todas las horas de compañía fiel, en ella vería el falconcete al enemigo, a la presa, como debió verlos en Don Juan y en el falsario mur; y al definirla, a esa presa se prendería, aprisionando sus carnes con la furia del miedo y la incomprensión: el universo se derrumbaba, todos los hábitos del ave, adquiridos por el instinto y fijados por la aplicación de Guzmán, se desvanecían con cada aleteo furioso; el azor chocó sin piedad contra la ventana y cayó, herido, al suelo; la Señora corrió hacia el y el azor— herido intentó todavía defenderse, picotear al Ama, trabar sus uñas dentro de la blanca carne repudiada por Don Juan; la Señora le cerró el pico con una mano, le cubrió con la otra la mirada rapaz y lo hundió, lentamente, en la arena del piso, sofocándolo, lentamente, enterrándolo en el suelo de la alcoba, estrangulándolo sin compasión mientras murmuraba:

—Domum inceptam frustra… frústrese la construcción de esta casa… jamás termine de levantarse este palacio… domum inceptam frustra…

Gracias, Señor verdadero, verdadero amo de mi alma, murmuró la Señora al abrir la ventana de su alcoba, tú que no resististe mi llamado cuando te necesité, tú que acudiste en forma de rata a colarte entre mis paños y miriñaques durante las noches de mi suplicio y humillación en el patio del castillo, tú que me desvirgaste con tus afilados colmillos y me hiciste conocer el placer vedado por mi marido, tu que me enviaste a tu joven representante a mi lecho, tú que ya estabas presente cuando al recibir la hostia la escupí convertida en serpiente, sin entender entonces que desde entonces tú me habías elegido para tus obras negras, tú que eras el poder desconocido, agazapado, secreto, insinuante que movía mis manos de niña al escarbar la tierra para esconder mis huesos de durazno y al vestir a mis muñecas; y la Señora arrojó por la ventana, lejos, con fuerza, el cadáver del azor, que esta vez voló inerte, con las alas quebradas y el pico cerrado, sobre el yermo espacio del jardín prometido y cayó del otro lado de la barda, gracias, Señor que riges las almas atormentadas y malhechoras de los lémures y el atormentado exilio errabundo de las larvas que castigan a los vivos, gracias, Señor que me das el poder de hacerme obedecer por los manes, perturbar el curso de los astros, constreñir a las potencias divinas, servirme de los elementos y amenazar al propio sol: astro, te envolvere en un velo de eternas tinieblas; gracias por hacerme tu servidora y otorgarme tus poderes; gracias. Amo, ángel caído, negra luz, ahora te entiendo, ahora te perdono, dijiste que primero sentiría y luego sabría, tal fue nuestro pacto, no lo has traicionado, ahora comprendo, ya tuve el placer, ahora tendré el conocimiento, nadie, ni tú, ni el Dios al cual desafías, podrían tener placer y conocimiento juntos, gracias, ángel caído, por revelarme que mi cuerpo presente no es sino una transformación más entre las miles que inconcientemente he vivido a lo largo de los siglos, sin saber que he sido mujer, ave y loba, niña, mariposa, burra y leona, y que ahora, gracias a ese joven que se fue contigo, estoy preñada de ti y de él, pues ambos me fecundaron con su oscuro semen, y de mi vientre nacerá el futuro Señor de España…

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