Labios de Abeja llegó a eso de las nueva y media. Se veía que le habían hecho beber mucho en casa de Richard, porque cuando bebe se siente muy valentón y llegó muy gallito.
—Hola, personaje —dijo a Harry.
—No me llame personaje —contestó Harry.
—Quiero hablar contigo, personaje.
—¿Dónde? ¿En su oficina? —le preguntó Harry.
—Sí. ¿Hay alguien allí, Freddy?
—Desde la nueva ley no hay nadie. Dígame, ¿hasta cuándo va a durar ese límite de las seis de la tarde?
—¿Por qué no recurre a mis servicios profesionales para que haga algo?
—¡Que recurra mi abuela! —le contestó Freddy.
Harry y Labios de Abeja fueron a la trasera de los compartimientos y de las cajas de botellas vacías.
En el techo ardía una bombilla. Harry echó un vistazo a los compartimientos, que estaban a oscuras, y vio que no había nadie.
—¿Qué hay? —le preguntó a Labios de Abeja.
—La quieren para última hora de la tarde pasado mañana.
—¿Qué van a hacer?
—Tú hablas castellano —replicó Labios de Abeja.
—No les habrá dicho usted que lo hablo.
—No. Ya sabes que soy amigo tuyo.
—Usted es capaz de engañar a su madre.
—No digas estupideces. Ya ves qué negocio te he proporcionado.
—¿Desde cuándo se dedica a esas cosas?
—Necesito dinero. Tengo que largarme. Ya sabes que aquí no tengo porvenir.
—¿Quién no lo sabe?
—Ya sabes que el dinero para esta revolución lo están sacando con secuestros y cosas parecidas.
—Ya lo sé.
—Pues se trata de una de esas cosas. La hacen por una buena causa.
—Sííí… Pero estamos aquí. Aquí es donde usted nació. Ya sabe que allí trabaja todo el mundo.
—A nadie le va a pasar nada.
—¿Con esos tipos?
—Yo creía que tenías cojones.
—Tengo cojones, no se preocupe por mis cojones. Pero tengo que pensar en que seguiré viviendo aquí.
—Yo no —contestó Labios de Abeja.
«Cristo —pensó Harry—. Lo dice él mismo.»
—Me voy a largar —añadió Labios de Abeja—. ¿Cuándo vas a sacar la lancha?
—Esta noche.
—¿Quién te va a ayudar?
—Usted.
—¿Dónde la vas a dejar?
—Donde la dejo siempre.
No les fue nada difícil sacar la lancha. Resultó tan sencillo como lo había pensado Harry. El sereno hacía su ronda cada hora en punto y el resto del tiempo lo pasaba en el portón del antiguo fondeadero de la Armada. Entraron en el fondeadero en un botecito, soltaron la lancha y la sacaron a remolque. Una vez afuera, a la deriva en el canal, Harry examinó los motores y vieron que lo único que habían hecho era desconectar los cierres de los distribuidores. Midió la gasolina y vio que tenía cerca de ciento cincuenta galones. No habían vaciado ninguno de los tanques y seguían teniendo la misma que al terminar la travesía anterior. Harry los había llenado antes de salir y se había consumido muy poco porque navegó en el mar alborotado.
—Tengo gasolina en un tanque en casa —dijo a Labios de Abeja—. Yo puedo llevar en el automóvil una damajuana llena y Albert puede llevar otra si la necesitamos. Voy a dejarla en la caleta en el cruce de la carretera. Pueden ir allí en automóvil.
—Querían que estuvieras en el Porter Dock.
—¿Cómo voy a estar allí con esta lancha?
—No puedes. Pero no creo que quieran tener que ir en automóvil.
—Bueno, puedo dejarla allí esta noche, llenar los tanques, hacer lo que hay que hacer y moverme a otro sitio. Alquile usted una lancha rápida para traerlos. Ahora la tengo que dejar allí. Tengo mucho que hacer. Luego vaya a recogerme en automóvil. Estaré en la carretera dentro de unas dos horas.
—Bueno, allí iré —dijo Labios de Abeja. Harry puso los motores en marcha y, suavemente, viró llevándose el botecito a remolque hacia donde brillaba la luz del barco del cable. Luego desembragó y sujetó el botecito mientras pasaba a él Labios de Abeja.
—Dentro de unas dos horas.
—Bien —contestó Labios de Abeja.
Sentado al volante, avanzando despacio en la oscuridad, manteniéndose alejado de las luces del extremo de los muelles, Harry pensó que Labios de Abeja se estaba ganado bien el dinero. «¿Cuánto creerá que va a sacar? —se preguntó—. ¿Cómo se habrá liado con esos tipos? Era listo y en sus tiempos tuvo oportunidades. Buen abogado, además. Pero me ha impresionado oírselo a él mismo. Ha expresado perfectamente su opinión acerca de sí mismo. Es curioso que algunos sepan expresarse. Cuando se lo he oído me ha dado miedo.»
Cuando llegó a casa no encendió la luz. Se sacó los zapatos y subió descalzo la desnuda escalera. Se desvistió y, antes de que se despertara su mujer, se había metido en camiseta en la cama. Su mujer dijo en la oscuridad:
—Harry.
—Duerme, vieja.
—¿Qué pasa?
—Voy a hacer un viaje.
—¿Con quién?
—Con nadie. Quizá con Albert.
—¿En qué lancha?
—Tengo la mía otra vez.
—¿Desde cuándo?
—Desde esta noche.
—Irás a la cárcel, Harry.
—Nadie sabe que la tengo.
—¿Dónde está?
—Escondida.
Tendido en la cama sintió en la cara los labios de ella, que lo buscaban, y la caricia de su mano. Se arrimó.
—¿Quieres?
—Sí. Ahora.
—Estaba dormida. ¿Te acuerdas cuando lo hacíamos dormidos?
—Dime, ¿no te repugna mi brazo? ¿No hace una impresión rara?
—No seas tonto. Me gusta. Me gusta todo lo tuyo. Ponlo aquí. Me gusta. Anda.
—Parece una aleta sobre una tortuga marina.
—Tú no eres una tortuga marina. ¿Ahora también son así? ¿Están tres días jodiendo?
—Claro que sí. Cállate. Vamos a despertar a las niñas.
—No saben lo que tengo. Nunca sabrán lo que tengo. Ay, Harry. Así. ¡Querido!
—Espera.
—No quiero esperar. Vamos. Así. Ahí. ¿Lo has hecho alguna vez con alguna negra?
—Claro que sí.
—¿Cómo son?
—Como tiburones.
—¡Qué cosas dices, Harry! Ojalá no tuvieras que irte. Ojalá no tuvieras que irte nunca. ¿Con quién te ha gustado más?
—Contigo.
—Mentira. Siempre me estás diciendo mentiras.
—No. Tú eres la mejor.
—Yo soy vieja.
—Nunca serás vieja.
—Yo también he tenido juventud.
—Eso no importa cuando la mujer vale.
—Anda. Anda. Pon el muñón ahí. Agarra ahí. Agarra. Agarra.
—Estamos haciendo demasiado ruido.
—Hablamos en voz baja.
—Tengo que salir antes del amanecer.
—Duerme. Ya te despertaré yo. Cuando vuelvas lo vamos a pasar muy bien. Iremos a un hotel de Miami, como antes. Como antes. A algún sitio donde nunca nos hayan visto. ¿Por qué no podemos ir a Nueva Orleans?
—Quizá vayamos —dijo Harry—. Mira, Marie, ahora tengo que dormir.
—¿Iremos a Nueva Orleans?
—¿Por qué no? Pero ahora tengo que dormir.
—Duerme. ¡Cuánto te quiero! Duerme. Yo te despertaré. No te preocupes.
Harry se quedó dormido con el muñón sobre la almohada. Marie se le quedó mirando mucho tiempo. Le veía la cara a la luz que se filtraba de la calle por la ventana. «¡Qué suerte tengo! —pensó—. Esas chicas no saben lo que van a encontrar. Yo sé lo que tengo y lo que he tenido. He sido una mujer de suerte. Me dice que parece una tortuga. Me alegro de que fuera un brazo y no una pierna. No me hubiera gustado que hubiese perdido una pierna. ¿Por qué tenía que perderlo? Es raro de todos modos. No me importa. No me importa nada en él. Las mujeres que no lo han probado no lo saben. Yo he conocido muchos hombres. Menuda suerte he tenido con él. ¿Sienten esas tortugas lo que sentimos nosotros? ¿Sienten lo mismo todo ese tiempo? Quizá les duela… ¡Qué cosas pienso! Ahí está, dormido como un niño. Más me vale no dormir, para despertarlo. Cristo, con un hombre así podría hacerlo toda la noche. Me gustaría hacerlo y no dormir nunca. Nunca, nunca. ¡Hay que ver! A mi edad. No soy vieja. Dice que todavía estoy buena. Cuarenta y cinco no son muchos años. Soy dos más vieja que él. Ahí está, dormido. Duerme como un niño.»
Dos horas antes del amanecer estaba junto al tanque del garaje, llenando y encorchando damajuanas y poniéndolas en la trasera del automóvil. Harry usaba un garfio atado al brazo derecho y movía y levantaba con facilidad las damajuanas revestidas de mimbre.
—¿No quieres desayunar?
—Cuando vuelva.
—¿No quieres café?
—¿Tienes?
—Claro que sí. Lo he puesto al salir.
—Trae.
Marie se lo llevó y Harry lo tomó a oscuras sentado al volante. Marie puso después la taza en el estante del garaje, y le dijo:
—Voy contigo a ayudarte a sacar las damajuanas.
—Bueno.
Marie, mujer grande, con piernas largas, manos grandes, caderas anchas, todavía hermosa, con un sombrero muy metido sobre el descolorido pelo rubio, se sentó a su lado. A oscuras y en el frío de la mañana corrieron por la carretera a través de la niebla que se cernía pesadamente sobre la llanura.
—¿Qué es lo que te preocupa, Harry?
—No lo sé, pero estoy preocupado. ¿Te estás dejando crecer el pelo?
—Sí, he pensado en dejármelo. Las chicas me están molestando.
—Que se vayan a la mierda. Déjalo como está.
—¿Quieres?
—Sí. Así me gusta.
—¿No crees que me hace parecer vieja?
—Eres más atractiva que ninguna de ellas.
—Entonces me lo arreglaré. Lo puedo teñir más rubio si quieres.
—¿Qué les importa a las chicas lo que haces tú? No tienen por qué molestarte.
—Ya sabes cómo son. Ya sabes que las chicas jóvenes son así. ¿Iremos a Nueva Orleans si el viaje te sale bien?
—A Miami.
—Bueno, a Miami. Y las dejaremos aquí.
—Antes tengo que hacer el viaje.
—No estás preocupado, ¿verdad?
—No.
—¿Sabes que he estado despierta cuatro horas pensando en ti?
—Eres una gran mujer.
—Puedo pensar y excitarme a cualquier hora pensando en ti.
—Ahora tenemos que llenar los tanques —le dijo Harry.
A las diez de la mañana estaba Harry de pie ante el mostrador del bar de Freddy con cuatro de los otros cinco. Acababan de irse dos aduaneros. Le preguntaron por la lancha y les contestó que no sabía nada.
—¿Dónde estuvo usted anoche? —le preguntó uno.
—Aquí en casa.
—¿Hasta qué hora estuvo aquí?
—Hasta que cerraron.
—¿Lo vio alguien aquí?
—Me vieron muchos. ¿Creen ustedes que yo iba a robar mi propia lancha? ¿Qué iba a hacer con ella?
—Le he preguntado únicamente dónde estuvo usted. No se excite.
—No estoy excitado. Cuando me indigné fue cuando me quitaron la lancha sin ninguna prueba de que hubiera llevado contrabando.
—Había una declaración jurada contra usted —contestó el aduanero—. No la firmé yo. Ya sabe quién fue el firmante.
—Ah, vamos —contestó Harry—. Pero no me diga que no me ponga así porque me hacen una pregunta. Yo preferiría que la lancha estuviera en poder de ustedes. Entonces tendría alguna probabilidad de que vuelva a mis manos. ¿Qué probabilidades tengo si la han robado?
—Ninguna —contestó el aduanero.
—Bueno, váyase a revolver papeles.
—No se ponga chistoso, porque yo me ocuparé de que le pase algo para que haga chistes.
—Dentro de quince años.
—No ha sido usted chistoso quince años.
—No, ni tampoco he estado en la cárcel.
—No se ponga chistoso, o estará.
—Calma, amigo —le dijo Harry.
En aquel momento llegó con un pasajero del avión el cubano borracho que anda con un taxi y Big Rodger le dijo:
—Jesús: me han dicho que has tenido un hijo.
—Sí, señor —contestó Jesús muy orgulloso.
—¿Cuándo te casaste? —le preguntó Rodger.
—El mes pasado. Hace un mes. ¿Estuvo usted en la boda?
—No. No estuve en la boda.
—Menuda se perdió usted. Fue una boda muy hermosa. ¿Por qué no vino?
—No me convidaste.
—Ah, es verdad —dijo Jesús—. Se me olvidó… ¿Encuentra lo que quiere? —preguntó al desconocido.
—Sí, creo que sí. ¿Es el Bacardí más barato que tiene usted? —dijo a Freddy.
—Sí, señor —contestó Freddy—. Es el verdadero Carta de oro.
—Oye, Jesús —le preguntó Rodger—. ¿Qué te hace pensar que ese hijo es tuyo? Ese crío no es tuyo.
—¿Cómo que no es mío? ¿Qué quiere usted decir? No le permito que diga eso. ¿Qué quiere decir con que no es mío? Cuando se compra la vaca se compra el ternero. El crío es mío. Ya lo creo. Mío. Me pertenece. Sí, señor.
Salió con el desconocido y su botella de Bacardí, y los demás se rieron de Rodger. ¡Qué tipo es el cubano ése! También el otro cubano, Sweetwater, es una buena pieza.
En aquel momento entró el abogado Labios de Abeja y dijo a Harry:
—Hace un momento los aduaneros han ido a recoger tu lancha.
Harry le miró y en su cara se vio el crimen. Labios de Abeja prosiguió en el mismo tono, sin ninguna expresión:
—Alguien la ha visto desde uno de los camiones altos de la WPA y ha llamado a la aduana desde donde están construyendo un campamento en Boca Chica. Me lo ha dicho Herman Frederichs. Acabo de verlo.
Harry no dijo nada, pero se le vio que de su cara se borraba la expresión de crimen y que sus ojos volvían a tener una mirada natural. Después dijo a Labios de Abeja:
—Usted se entera de todo, ¿eh?
—He creído que querrías saberlo —contestó Labios de Abeja con la misma voz inexpresiva.
—No es asunto mío —dijo Harry—. Deberían cuidar mejor una lancha como ésa.
Siguieron los dos ante el mostrador y no dijeron nada más hasta que se fueron Big Rodger y otros dos o tres. Entonces pasaron al fondo.
—Es usted una peste —dijo Harry—. Todo lo que toca lo envenena.
—¿Tengo yo la culpa de que pudieran verla desde un camión? Tú elegiste el sitio para esconderla.
—Cállese —contestó Harry—. ¿Han tenido antes camiones tan altos como ésos? Era la última ocasión que tenía de ganar dinero. La última ocasión de ganar dinero con la lancha.
—Te lo he dicho en cuanto ha sucedido.
—Es usted…
—No sigas. Quieren irse esta tarde a última hora.
—¡Qué van a querer!