Temerario I - El Dragón de Su Majestad (21 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
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—Gracias —dijo mientras tomaba el vaso de brandy que le ofreció Laurence, y lo sorbió; entretanto, Laurence se soltó el lazo del cuello.

—Lamento tener que someterlos a tanta presión —se disculpó Celeritas cuando Berkley aún no había dejado de jadear y seguía colorado—. Habitualmente, estas pruebas durarían en torno a medio mes. Tal vez les esté presionando demasiado al ir tan deprisa.

—Tonterías, me habré recuperado en un santiamén —replicó Berkley de inmediato—. Sé perfectamente que no podemos desperdiciar ni un segundo, Celeritas, así que no se retrase por mi culpa.

—Laurence, ¿por qué hay asuntos tan urgentes? —le preguntó Temerario aquella tarde después de haber comido, mientras volvían a tumbarse juntos fuera de los muros del patio para leer—. ¿Va a haber una gran batalla pronto? ¿Nos van a necesitar?

Laurence cerró el libro, dejando un dedo entre las páginas para indicar el lugar donde se había quedado.

—No. Siento decepcionarte, pero estamos demasiado verdes como para que nos destinen al lugar de mayor acción. Aun así, lo más probable es que lord Nelson no sea capaz de destruir la flota francesa sin la ayuda de una formación de Largarios, en este momento estacionados en Inglaterra. Nuestra tarea consistirá en reemplazarlos para que se puedan ir. Se va a producir una batalla realmente importante, y te aseguro que nuestra participación no va a ser de menor importancia aunque no intervengamos en ella de manera directa.

—Sí, aunque no parece muy emocionante —contestó Temerario—, pero tal vez Francia nos invada. —Parecía más esperanzado que cualquier otra cosa—. ¿Tendremos que luchar en ese caso?

—Esperemos que no —repuso Laurence—. Si Nelson destruye la flota francesa, echaría por tierra cualquier oportunidad de que el ejército de Bonaparte cruzase el canal de la Mancha. Aunque he oído decir que tiene miles de barcos para transportar a sus hombres, son sólo transportes, y la Armada los hundiría a cientos si intentaran cruzar sin la protección de la flota.

Temerario suspiró y metió la cabeza entre las dos patas delanteras.

—Vaya —dijo.

Laurence se echó a reír y le acarició el hocico.

—¡Menuda sed de sangre! —exclamó divertido—. No temas. Te prometo que vamos a ver mucha acción en cuanto haya concluido el adiestramiento. Para empezar, se está produciendo un gran número de escaramuzas sobre el canal, y luego, tal vez nos envíen en apoyo de alguna operación naval o a hostigar el transporte marítimo por nuestra cuenta.

Aquellas palabras alentaron mucho a Temerario, que, habiendo recuperado ya el buen humor, prestó atención al libro de nuevo.

Maximus y él pasaron el viernes haciendo una prueba de resistencia para determinar cuánto tiempo aguantaban en el aire. Los miembros más lentos de la formación iban a ser los dos ejemplares de Tanator Amarillo, por lo que, para la prueba, tanto Temerario como Maximus debían ajustar a ellos su ritmo, así que estuvieron dando vueltas y más vueltas alrededor del valle en un círculo sin fin mientras encima de ellos el resto de la formación llevaba a cabo las maniobras bajo la supervisión de Celeritas.

Una lluvia constante desdibujaba todo el paisaje de abajo en un monótono manto gris y hacía la tarea más aburrida. Temerario volvía la cabeza a menudo para preguntar de modo lastimero cuánto tiempo llevaban volando; por lo general, Laurence se veía obligado a informarle de que apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la última vez que lo preguntó. Al menos él podía contemplar las vueltas y las bajadas en picado de la formación, cuyos vividos colores destacaban contra el pálido gris del cielo. El pobre Temerario, en cambio, debía tener recta la cabeza y aguantarla de forma lo más estable posible para mantener una postura de vuelo aerodinámica.

El ritmo de Maximus comenzó a decaer después de unas tres horas; cada vez aleteaba con mayor lentitud y avanzaba con la cabeza gacha. Berkley le hizo regresar y Temerario se quedó dando vueltas, completamente en solitario. El resto de la formación descendió al suelo describiendo una espiral. Laurence vio a los dragones saludar a Maximus con asentimientos de cabeza en señal de respeto. A semejante distancia no entendía las palabras, pero era obvio que todos los dragones conversaban animadamente entre ellos mientras sus capitanes se arremolinaban en torno a Celeritas para estudiar la valoración de sus movimientos. Temerario también los vio, emitió un débil suspiro, pero no dijo nada. Laurence se inclinó hacia delante y le acarició el cuello; se prometió traerle la más elegante de las joyas que encontrara en todo Edimburgo aunque tuviera que dejarse la mitad de su capital en el empeño.

Al día siguiente, Laurence salió hacia el patio a primera hora de la mañana para despedirse de Temerario antes de partir con Rankin. Se detuvo en seco al salir del vestíbulo. Un pequeño grupo del personal de tierra le ponía a Levitas el equipo. Rankin leía un periódico delante de él sin prestar apenas atención al proceso.

—Hola, Laurence —le saludó el pequeño dragón con júbilo—. Mira, éste es mi capitán. ¡Ha venido! Hoy volamos a Edimburgo.

—¿Ha hablado con él? —le preguntó Rankin al tiempo que alzaba la vista—. Veo que no exageraba, que disfruta en verdad de la compañía de los dragones. Espero que no acabe aburriéndose —continuó, dirigiéndose a Levitas—. Hoy me vas a llevar a mí y al capitán Laurence. Debes esforzarte por demostrarle lo veloz que eres.

—Lo haré, lo prometo —respondió enseguida el dragón, subiendo y bajando la cabeza con ansiedad.

Laurence dio una respuesta cortés y se encaminó a toda prisa hacia Temerario para ocultar su malestar. No sabía qué hacer. No había ninguna forma posible de evitar el viaje sin mostrarse verdaderamente insultante, pero se sentía casi enfermo. Durante los últimos días había comprobado en suficientes ocasiones la tristeza y desatención de Levitas. El pequeño dragón esperaba con ansiedad a un cuidador que no aparecía, y si él o el arnés había gozado de algo más que una limpieza por encima se debía a que Laurence había animado a los cadetes a verle y le había pedido a Hollín que continuara ocupándose del arnés. Descubrir que Rankin era el único responsable de semejante negligencia era decepcionantemente amargo; ver a Levitas pagar la mínima y fría atención de su jinete con tal servilismo y gratitud, penoso.

Al darse cuenta de la negligencia con que se ocupaba de su dragón, los comentarios de Rankin sobre los dragones tomaban un cariz de desdén que a oídos de un aviador sólo podían resultar extraños y desagradables. Su aislamiento entre sus compañeros oficiales era también un indicativo del buen juicio de los cuidadores. Cuando se presentaban, todos los demás aviadores tenían el nombre de su dragón en la punta de la lengua. Sólo Rankin había considerado más importante el apellido de la familia, dejando que Laurence averiguara por accidente que Levitas le estaba asignado. Pero él no se había dado cuenta de nada, y ahora se encontraba con que, de la forma más insospechada, había fomentado la amistad de un hombre al que jamás podría respetar.

Dio unas palmadas a Temerario y le susurró unas palabras tranquilizadoras dedicadas casi todas a su propio consuelo.

—Laurence, ¿qué te pasa? —preguntó preocupado el dragón, interesándose amablemente—. No tienes buen aspecto.

—Me encuentro muy bien, te lo aseguro —contestó, haciendo un esfuerzo para parecer normal—. ¿Estás totalmente convencido de que no te importa que me vaya? —inquirió con una débil esperanza.

—En absoluto. Estarás de vuelta por la noche, ¿verdad? —preguntó Temerario—. Ahora que hemos terminado de leer a Duncan, esperaba que tal vez me leyeras algo más sobre matemáticas. Se me ocurrió que sería interesante que me explicaras cómo podías determinar la posición cuando navegabas solo durante mucho tiempo gracias a la hora y algunas ecuaciones.

Laurence, que había entendido a duras penas los conceptos básicos de la trigonometría, abandonaría encantado el tema de las matemáticas.

—¡Faltaría más! Si quieres… —contestó, procurando que no se le notara la consternación en la voz—, pero se me había ocurrido que tal vez disfrutarías leyendo algo sobre dragones chinos.

—Ah, sí, eso también sería estupendo. Podemos leer eso a continuación —dijo Temerario—. Es realmente maravilloso la cantidad de libros que hay, y sobre tantas materias.

Si daba al dragón algo en lo que pensar y le quitaba la pena, estaba dispuesto a llegar hasta donde se lo permitiera su deficiente latín y leerle la versión original de los Principia Mathematica; por ello, se limitó a suspirar en su fuero interno.

—De acuerdo, entonces te voy a dejar en manos de la tripulación de tierra. Ahora la veo llegar.

Hollin lideraba el grupo. El joven había reparado tan bien el arnés de Temerario y había atendido a Levitas con tan buena voluntad que Laurence había hablado de él a Celeritas y le había pedido que le asignaran como jefe de los asistentes en tierra de Temerario. Le complacía que se lo hubieran concedido, ya que aquel paso suponía un avance de cierto significado donde antes había habido cierta incertidumbre. Saludó al joven con un asentimiento y le preguntó:

—Señor Hollin, ¿sería tan amable de presentarme al resto de los hombres?

Después de que se presentaran todos, Laurence repitió en silencio sus nombres hasta memorizarlos. Cruzó con ellos sus miradas uno a uno de forma intencionada y luego dijo con voz firme:

—Estoy seguro de que Temerario no os va a causar ninguna dificultad, pero confío en que le consultéis a la hora de efectuar los ajustes. Temerario, te pido que no vaciles en informar a estos hombres si notas la menor molestia o limitación de movimientos.

El caso de Levitas le había demostrado la evidencia de que algunos miembros del personal de asistencia podían descuidar el equipo del dragón asignado si el capitán no estaba atento; de hecho, poco más se podía esperar. Aunque no temía una posible negligencia de Hollín, quería advertir al resto de los hombres que no iba a tolerar ningún tipo de descuido en lo que concernía a Temerario. Si esa severidad le granjeaba la reputación de ser un capitán duro, que así fuera. Tal vez lo era en comparación con otros aviadores. No iba a renunciar a lo que consideraba su deber en aras de que le apreciaran más.

Le llegó un murmullo de «Muy bien» y «Lo que usted diga» como respuesta. Se las arregló para ignorar las cejas enarcadas y el intercambio de miradas.

—En ese caso, adelante —dijo con un asentimiento final.

Se alejó para unirse a Rankin con no poca renuencia.

Había desaparecido todo el gozo del viaje. Resultó extremadamente desagradable mantenerse al margen mientras Rankin se dirigía a Levitas con brusquedad y le ordenaba que se agachara de forma muy incómoda para que ellos subieran a bordo. Laurence se encaramó lo más deprisa que pudo e hizo todo lo posible por sentarse donde su peso causara menos dificultad al dragón.

Al menos, el vuelo fue breve. Levitas era muy rápido y el suelo pasó a sus pies a un ritmo increíble. Se alegró de que la velocidad de crucero hiciera prácticamente imposible la conversación y se las arregló para dar respuestas breves a los pocos comentarios que Rankin se aventuró a gritar. Aterrizaron en menos de dos horas desde la salida en un gran puesto amurallado que se extendía a la vista del imponente castillo de Edimburgo.

—Quédate aquí en silencio. Que a mi vuelta no me entere de que has molestado al personal de la base —ordenó con acritud Rankin a Levitas después de desmontar. Ató las riendas del arnés a un poste, como si el dragón fuera un caballo al que hubiera que amarrar—. Comerás cuando regresemos a Loch Laggan.

—No deseo molestaros y puedo esperar a comer, pero tengo un poco de sed —dijo el dragón en voz baja—. He intentado volar lo más rápido posible —agregó.

—El viaje ha sido muy rápido, Levitas, y te lo agradezco. Te darán de beber, por supuesto —intervino Laurence; aquello era más de lo que podía soportar—. ¡Eh, ustedes! —llamó a los miembros del personal de tierra que haraganeaban al borde del claro, ninguno de los cuales se había movido cuando aterrizó Levitas—. Traigan un bebedero ahora mismo y échenle un vistazo al arnés ya que se acercan.

Los hombres le miraron sorprendidos, pero se pusieron a trabajar ante la dura mirada de Laurence. Rankin no puso objeción alguna, aunque mientras subían la escalinata de la base y se adentraban hacia las calles de la ciudad le dijo:

—Veo que es demasiado bondadoso con los dragones. No me sorprende mucho al ser lo habitual entre los aviadores, pero he de decirle que considero bastante más adecuadas las medidas disciplinarias que los mimos que se ven tan a menudo. Levitas, por ejemplo, debe estar listo para un vuelo largo y peligroso. Por su bien, debe estar acostumbrado a vivir sin ellos.

Laurence advirtió lo embarazoso de la situación. Era el invitado de Rankin y tenía que volver a volar con él por la tarde. De todos modos, no se pudo contener y le contestó:

—No voy a ocultar mi afecto hacia todos los dragones. Hasta donde llega mi experiencia, los he encontrado agradables por igual y dignos de respeto. Sin embargo, estoy totalmente en desacuerdo con usted en que proporcionarles un cuidado habitual y razonable sea consentirlos en modo alguno. Siempre he considerado que los hombres soportan mejor las penurias y las penalidades cuando es necesario si previamente no se les ha sometido a ellas sin necesidad.

—Bueno, pero los dragones no son hombres, ya lo sabe. En todo caso, no voy a discutir con usted —dijo Rankin dándose por vencido.

Contra toda lógica, aquello hizo que Laurence se enojara más. Podría haber sido un hombre obcecado en una postura si hubiera estado dispuesto a defender su posición, pero era obvio que no era así. Rankin sólo tenía en consideración su propia comodidad y aquellos comentarios eran meros pretextos para justificar la negligencia con que se comportaba.

Laurence ya no soportaba la compañía de aquel aristócrata por más tiempo. Por fortuna, habían llegado a un cruce en el que sus caminos divergían. Rankin, debía efectuar su ronda por las oficinas militares de la ciudad; acordaron reunirse de nuevo en la base antes de salir y él se escabulló con sumo gusto.

Vagabundeó por la ciudad sin rumbo ni propósito durante la siguiente hora, sin más fin que aclarar su mente y sosegarse. No existía forma evidente de mejorar la situación de Levitas, y Rankin se había acostumbrado a la desaprobación. Entonces, recordó el silencio de Berkley, la evidente incomodidad de Harcourt, la forma en que le evitaban los demás aviadores y la desaprobación de Celeritas. Resultaba muy desagradable pensar que a sus ojos parecía un manifiesto partidario de Rankin y que aprobaba el comportamiento del aristócrata al haberse mostrado tanto en su compañía.

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