Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
—¿De dónde sois oriundo?
—De una aldea al norte de Kerbala.
—Por esta noche aceptaré esa responsabilidad. Voy a acompañaros a vuestra casa, no sea que tengáis otro mal encuentro.
—Os quedaré eternamente agradecido.
Partieron ambos, el hombre apoyado en un Martí empapado hasta los huesos, y atravesando calles y callejas llegaron a un oscuro pasaje. Ambos estaban temblorosos y ateridos. El hombrecillo, cuyo nombre era Hasan al-Malik, le fue indicando el camino. Las personas con las que se cruzaron durante el trayecto los tomaron por dos beodos que caminaban apoyándose el uno en el otro, cosa por otra parte bastante normal siendo aquél un barrio poblado por gentes del mar, proclives a abusar del alcohol. Por fin llegaron a una paupérrima construcción de dos plantas en cuyo semisótano estaba la residencia del hombre. Sujetando a Hasan por las axilas, Martí descendió por una breve escalerilla cuyo recorrido terminaba frente a una única puerta, a cuyo lado se abría un ventanuco protegido por una reja de hierro. A indicación del hombrecillo, Martí tomó una llave de una maceta que se hallaba en el tragaluz, y tras introducirla en la cerradura abrió la puerta. De nuevo, la luz de la luna y los rescoldos de fuego que aún ardían en una chimenea le permitieron hacerse cargo de la estancia. Era ésta cuadrada y todo estaba a la vista. Al costado del hogar, estaban los hierros para atizar el fuego y una parrilla para cocinar. Asimismo, y pendiendo de un gancho, vio una olla que podía alzarse o bajarse mediante una pequeña polea. En medio de la estancia había una mesa y, en su centro, un recipiente en el que se observaba una mecha flotando en un espeso y negro líquido de fuerte olor; junto a ella, tres desvencijados asientos, uno de ellos sin el correspondiente respaldo. En un rincón distinguió un catre cubierto por una manta de pelo de algún animal desconocido para Martí y, sobre la cabecera, una hornacina que alojaba el relieve de una rara imagen con una X y una P encerradas en un círculo, que a Martí le pareció un símbolo religioso. Dos de las paredes estaban cubiertas por anaqueles con alguna figurita, copas de latón, algunos portulanos y una especie de jarra con un asa orejuda a un costado y al otro una larga boquilla que debía de servir, sin duda, para escanciar su contenido.
Martí se desembarazó del hombre recostándolo en el jergón y procedió después a librarlo de su empapada vestimenta. Lo secó con una tela que encontró y después de cubrirlo con la peluda manta, se dedicó, antes de ocuparse de su persona, de aventar el fuego de la chimenea, añadiéndole algún leño de un haz que halló en un cesto. Cuando la respiración de Hasan se normalizó, Martí se desprendió de sus ropas y las puso a secar junto a la lumbre en el respaldo de una de las sillas, cubriendo mientras tanto sus hombros con una especie de bata que tomó de uno de los anaqueles y que apenas le alcanzaba a las rodillas. En un minarete cercano un muecín entonó la oración de Isha, hacia la medianoche. La habitación, al ir haciendo la novia de la noche su recorrido, iba quedando a oscuras. Martí decidió que apenas sus ropas se hubieran secado algo partiría hacia el Minotauro, pues al cabo de cierto tiempo lo había de recoger el carruaje para desplazarse a Pelendri y el cansancio, tras esta húmeda aventura y el agitado día, le había vencido. La voz de Hasan le desconcertó.
—Casi no os veo, mejor será que encendáis la mecha.
—¿De qué me estáis hablando? No veo por aquí candil alguno.
—Dejadme hacer a mí.
Hasan retiró la frazada de su escuálido cuerpo, se puso en pie y se dirigió a la chimenea. Con unas pinzas tomó una brasa del rescoldo y mientras la soplaba se acercó al centro de la mesa. Cuando la llama avivó, acercó el fuego a la mecha torcida que flotaba en el negro y denso líquido del plato y al punto, otra llama, ésta azul y brillante, alumbró la estancia.
—Soy demasiado pobre para permitirme otros lujos que no sean los básicos. Hoy me he homenajeado en el Mejillón de Oro porque mi hermano me ha enviado dinero de mi herencia desde Kerbala, que es donde reside. De modo que mañana me compraré un candil.
Martí no salía de su asombro.
—Pero ¿qué es este invento que os proporciona luz?
—También me lo envía mi hermano de vez en cuando. Es de lo poco que produce mi tierra; la pena es que casi para nada sirve.
—¿De dónde sale?
—Del mismo suelo. Junto a la casa de mis padres había un lago y de pequeños jugábamos con mis hermanos, que éramos diez conmigo, a acercar una llama a las burbujas que allí explotaban y a provocar pequeños incendios.
Algo se iba abriendo paso en la mente de Martí.
—Me habéis dicho que sois de Kerbala. ¿Dónde se encuentra esta ciudad y quién la habita?
—Está en Mesopotamia, en la ribera del Éufrates. Sólo hay calor y miseria. Es famosa porque en ella fue vencido el hijo de Ali, el yerno del Profeta, y hay gente que va en peregrinación a su tumba. Viven de la caza de animales a los que arrancan sus pieles para luego venderlas y también de la pesca en el río.
—¿Y qué hacen con el negro sebo que decís que hay allí?
—Prácticamente nada, sería complicado venderlo. ¿A quién iba a interesar comprar producto de tan difícil transporte? A mí de vez en cuando me envía algo en un odre y así me ahorro la compra de aceite de candil y velas de cera, que son caras.
A Martí la cabeza le iba como el fuelle de una fragua.
—Hasan, soy catalán y me dedico al comercio. He llegado hasta aquí para comprar cobre que embarcaré en el próximo viaje de un navío del que soy partícipe. Os quedaría eternamente agradecido si me pusierais en contacto con vuestro hermano. Me interesaría comprar este líquido negro que parecéis no apreciar. Creo que en Occidente tendría un buen uso, y de ello saldríamos gananciosos vos, vuestro hermano y yo.
—Si puedo pagaros de alguna manera lo que por mí habéis hecho esta noche, dadlo por hecho. ¿Dónde y cuándo os puedo ver?
—Parto mañana hacia Pelendri, pero pasado estaré de regreso. Me alojo en el Minotauro y cambiaré la ruta de mi periplo marítimo solamente por entrevistarme con vuestro hermano.
—Será una inmensa satisfacción el poder ayudaros en vuestro empeño.
—Entonces, Hasan, si se han secado mis ropas y os encontráis con fuerzas, partiré hacia mi posada. Mañana me espera una dura jornada y quisiera dormir un rato.
—Id en paz y que el dios de vuestro credo os acompañe. A vuestro regreso tendréis la carta para mi hermano.
Hasan aguardó a que su salvador se compusiera. Cuando éste estuvo vestido y listo, le dio un apretado abrazo y tres besos en las mejillas y luego le acompañó hasta la calle, recomendándole que a aquellas horas anduviera con mucho tiento. Martí, palpando con su diestra la empuñadura de su daga, le respondió que así lo haría. Cuando los pasos del catalán se alejaban en la noche, Hasan dio media vuelta y se refugió en su cuartucho. Mientras, la blanca luna, eterna curiosa y testigo mudo de los aconteceres humanos, observaba burlona desde lo alto del firmamento el inquieto vagabundear de aquel desazonado joven que luchaba con el destino para merecer la mano de su amada.
Corría la primavera del año 1054. La vieja condesa Ermesenda cribó sus reminiscencias en el tupido cedazo de su memoria. Cual fantasmas del pasado, fueron apareciendo ante ella los rostros de todos aquellos que ya habían partido en la barca de Caronte precediéndola en su último viaje. Sus padres, Roger I señor de Carcasona y Adelaida de Gavaldà; su querido esposo, Ramón Borrell, que en 1018 la había dejado viuda; su hijo Berenguer Ramón, el Jorobado, cuyo defecto físico tantas lágrimas le había costado. Sus otros hijos Borrell y Estefanía; sus hermanos Bernat, Ramón y sobre todo su querido Pere, que frente al obispado de Gerona y junto con el abad Oliba tantos y tan leales servicios le habían prestado. Dos de estas muertes habían condicionado su destino, la de su esposo a consecuencia de las heridas habidas en la segunda expedición a Córdoba durante la minoría de edad de su hijo y que había determinado su primera regencia, y la de éste, que a su vez la forzó a cautelar los derechos de su nieto, obligándola a ejercer la segunda regencia, y que tantos y tan grandes disgustos le había ocasionado. Todos cual blancos fantasmas se iban alejando por el estrecho pasillo de sus remembranzas llevándose con ellos retazos de su vida. En fin, el Señor no atendía sus preces ya que todas las mañanas, durante la santa misa, le rogaba que la llevara con Él considerando que su periplo en este mundo estaba cerrado: sus trabajos y sus días estaban de sobra cumplidos. Durante su larga existencia, pues ya las nieves coronaban sus sienes, había fundado más de ciento treinta conventos, acudido a Roma y tratado y discutido con el Papa la excomunión de su nieto y de la barragana con la que yacía. A fe que creía firmemente que Dios le debía un cumplido reposo.
Entonces su mente viajera se agarró a un saliente de sus recuerdos y la trasladó sin más dilación que la velocidad del pensamiento hasta el actual momento, en el que a punto estaba de dar un paso fundamental al respecto de los condados que, como herencia de su esposo, había recibido.
El lugar escogido, después de peliagudas deliberaciones, era el castillo de Vilopriu. Los representantes de la otra parte encontraban inconvenientes en casi todos los lugares y condiciones propuestas para el encuentro. Almodis de la Marca, barragana de su nieto Ramón Berenguer, había querido mostrar su poder y la influencia que había adquirido sobre él, y se había atrevido a poner dificultades en casi todas las iniciativas que la hasta ahora poderosísima condesa de Gerona y Osona había tenido a bien proponer. Finalmente, la plaza de Vilopriu, en los lindes de la influencia entre Gerona y Ampurias, había resultado elegida.
Roger de Toëny, por parte de Ermesenda, y Gilbert d'Estruc por la de Almodis habían sido los delegados que habían pactado las condiciones del encuentro. El encargado de moderar la entrevista fue, de común acuerdo, el obispo Guillem de Balsareny. Ambas mujeres se jugaban mucho en el envite. De ahí que ambas se hubieran tragado el orgullo y hubieran aceptado el verse, cosa que de alguna manera indicaba la necesidad que cada una tenía de llegar a acuerdos concretos con la otra. La circunstancia de aceptar, por parte de Almodis, aquel humilde castillo, mucho más próximo a Gerona que a Barcelona, se vería compensado por el hecho de que ambos tronos se instalarían a la misma altura y porque, además, ella entraría en segundo lugar al salón de la entrevista: la que aguardaría sería, por tanto, Ermesenda.
El origen de la construcción del castillo, como el de tantos otros, radicaba en la necesidad de fortificar los lindes que delimitaban un territorio. Alrededor de la primitiva torre se había erigido una muralla, y al abrigo de ésta había nacido una capilla. Los campesinos, sabedores de la ley que les protegía por vivir en la
sagrera,
habían ido construyendo sus humildes casas amparadas en aquel reducto que les resguardaba de ser apresados por cualquier noble bajo penas que incluían la excomunión. Las edificaciones fueron creciendo dentro de las murallas y aquel lugar fue considerado por la condesa de Gerona y por su vecino, el conde de Ampurias, como un tácito reducto neutral, de manera que no era la primera vez que Ermesenda dirimía sus diferencias dentro de sus murallas.
Ermesenda llegó con sus tropas la noche anterior; al día siguiente y en el momento prefijado, la más numerosa hueste de Almodis reclamaba paso franco junto al rastrillo de la fortaleza. Después del protocolario descanso, a la hora sexta, como habían pactado Roger de Toëny y Gilbert d'Estruc, el salón donde se habría de celebrar la entrevista estaba preparado y a punto para el acontecimiento. Al fondo, los dos tronos donde sentarían sus nobles posaderas ambas condesas, y en un plano inferior los asientos donde se instalarían sus capitanes. Entre ambos, y de espaldas a la concurrencia, frente a las dos mujeres, se había situado un atril desde donde el obispo debería desempeñar la difícil función de arbitrar y moderar la porfía; y a cada lado había pequeños despachos, con todos los artilugios propios de la escritura, para que dos amanuenses, escogidos por cada una de las partes litigantes, pudieran ir tomando fiel noticia de lo que allí ocurriere. A un costado y a lo largo de todo el espacio, los pendones de Gerona y Osona, y frente a ellos y al otro lado, los de Barcelona y la Marca. Tal como habían pactado y antes de la entrada de la condesa de Gerona, la tropa de ambos bandos fue desarmada y las espadas y dagas entregadas al señor del castillo como depositario de la confianza de ambas legaciones. Los capitanes y el obispo ocuparon sus respectivos lugares, los dos escribanos prepararon sus trebejos y se instalaron junto a sus respectivos escabeles y todos permanecieron silenciosos, aguardando la entrada de ambas señoras.
Solemne y majestuosa, vestida de negro y con diadema condal, tal como correspondía a su rango, hizo su entrada Ermesenda. Mientras tomaba asiento en el trono de la derecha, una dama recogió su manto y ella, rígida, el torso recto sin apoyarse en el respaldo, descanso su enjoyada diestra en el brazo de su sitial. Almodis se hizo esperar unos instantes para mostrar a todos que la que decidía el tiempo de la entrevista era ella. Avanzó entre los presentes con el empaque de la reina de Saba, vestida de rojo con una sobrefalda gris plateada, cubiertos sus cabellos con una trenzada redecilla moteada de perlas, segura de que la vieja condesa al llegar ella a su altura se alzaría del trono para saludarla. Vana espera. Ermesenda, cual si se tratara de su camarera mayor, vio cómo Almodis subía la grada que la elevaba hasta su sitial, volvió la cabeza y reclamó a su paje un abanico, sin dirigir ni una sola mirada a su rival.
El silencio se podía palpar. Nadie se atrevía tan siquiera a emitir una tos. El obispo inició el acto.
—Pónganse en pie los presentes.
Un murmullo de voces contenidas mezclado con el roce de asientos en la tablazón del suelo y un crujido de ropas acompañó la voz del eclesiástico.
—Iniciaremos este acto rogando al Espíritu Santo que ilumine nuestras mentes para poder llevar a buen fin las diligencias que ahora emprendemos. De manera que la generosidad de miras se imponga sobre vanos egoísmos para el bien de la cristiandad y de los condados que aquí y ahora están representados.
A continuación, alzó la mirada a lo alto y entonó el Ángelus con su buena y timbrada voz, secundado por todos los presentes.