Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
El acento de sinceridad de aquella confesión sorprendió a Álex. Sus ojos estudiaron con detenimiento los hombros y la espalda del ilusionista. Parecía imposible que un hombre tan atractivo como él no fuese afortunado en asuntos amorosos… A menos que su aspecto también hubiera mejorado, lo mismo que su situación financiera, después de encontrar el Libro de la Creación.
Como si sintiera sobre sí la mirada escrutadora de Álex, Armand se giró abruptamente.
—Aquella noche estuve deambulando por las afueras de la ciudad hasta bien entrada la madrugada —continuó, recuperando la sonrisa—. Dejé el coche al borde de un camino y ascendí a través del bosque hasta esta colina. Había oído hablar de esta casa, pero nunca me había acercado a ella. En cuanto descubrí la silueta os cura de las ruinas, sentí la fuerza de un oscuro poder atrapado que pugnaba por salir. Puede que no haya sido el mejor mago del mundo, pero sé reconocer un feudo mágico cuando lo tengo delante. Me aproximé a las impresionantes columnas del pórtico, que amenazaban con derrumbarse en cualquier instante, con una mezcla de respeto y veneración. Y entonces oí la llamada…
—¿La llamada? —interrumpió David—. ¿Qué llamada?
Armand se volvió hacia él con las rubias cejas fruncidas.
—La llamada del libro. En realidad, él me encontró a mí, no yo a él. La atracción de su sombra era como un imán para mi débil magia. Respondí a la llamada, y aquí me tenéis, convertido en un príncipe entre los magos.
Armand se frotó las manos complacido, dando por terminada su explicación. Álex y David se miraron.
—Tu relato no resulta nada convincente —afirmó David—. Según lo cuentas, parece que todo te hubiese resultado muy fácil. Una ruina mágica, una llamada que no puedes dejar de responder… Pero este palacio, por dañado que estuviera, debía de pertenecer a alguien. ¿Cómo es que ahora lo tienes tú? ¿Y cuándo dejó de ser una ruina para recuperar su antiguo esplendor? Se tardaría años en restaurar un edificio como este.
—Te olvidas de que ahora tengo el libro —repuso Armand orgulloso—. Puedo hacer cosas que la mayoría de los mortales, incluidos los medu, consideran imposibles. Puedo resucitar, incluso. Puedo vencer a la muerte… Dime qué príncipe medu podría hacer eso.
David meneó la cabeza, poco convencido; pero fue Álex quien habló.
—Estás mintiendo —dijo, retando a Armand con la mirada—. Ni siquiera los medu más poderosos son capaces de leer los libros kuriles, ¿y tú pretendes hacernos creer que encontraste esa copia del Libro de la Creación y la leíste sin más? Vamos, Armand; a fin de cuentas, solo eres un humano…
Un relámpago de advertencia atravesó la limpia mirada del mago.
—Te olvidas de que, gracias a ti, la magia se ha democratizado mucho últimamente —dijo, y sus ojos buscaron la complicidad de David, que lo observaba ceñudo—. Ahora podemos hacer magia, magia de verdad, como la de los medu… ¿No crees que eso explica muchas cosas?
—No, no lo creo —afirmó Álex, tajante—. Una cosa es jugar con los colores del agua o de la piel, como hacen muchos humanos, y otra muy distinta leer un libro kuril. Si quieres convencerme de que realmente tienes el libro y de que eres capaz de utilizar su poder, tendrás que ofrecerme otro argumento.
Armand suspiró y se volvió de nuevo a mirar el jardín. Su perfil, serio y concentrado en la contemplación de las fuentes y los setos exteriores, había adquirido un aspecto extrañamente melancólico.
—Está bien —concedió en tono resignado—. Si quieres una respuesta mejor, la tendrás. Pero, para eso, necesito contaros una historia… ¿Habéis oído hablar del linaje Dayedi?
Los dos jóvenes asintieron.
—Era una antigua familia kuril que tuvo bastante importancia en la Venecia del siglo XV —dijo David—. El palacio donde mi hermana encontró ese vídeo tuyo les pertenecía. Encontré la información en un viejo manuscrito de la biblioteca de Pértinax, que ahora se encuentra bajo la custodia del Consejo Agmar. Por desgracia, no añadía mucho más…
—¿Y no seguiste investigando? —preguntó Armand, asombrado—. Debiste acudir al propio Pértinax. Él habría podido contarte muchas más cosas acerca del linaje de Dayedi… A pesar de que ha perdido algo de lucidez después de la desaparición de sus hijas, sigue siendo un gran erudito, y el mejor experto en la historia de los clanes medu que existe hoy en día.
Esta sorprendente digresión sobre el antiguo regente de los agmar hizo que Álex y David mirasen a Armand con extrañeza.
—¿Y se puede saber cómo demonios ha llegado esa información a tu poder? —preguntó agriamente David—. No eres más que un humano, es imposible que ningún medu te haya revelado voluntariamente sus secretos…
Armand hizo una mueca.
—No soy un humano cualquiera, sino el heredero, por derecho propio, de un poderoso dominio kuril. Es lógico que eso me haya dado acceso a cierta información privilegiada, y a ciertos contactos. Reconozco que nunca he visto a Pértinax en persona, pero he leído algunos de sus escritos sobre rituales de invocación. Y me han contado que el pobre hombre no ha levantado cabeza después de la desgracia que les ocurrió a sus hijas.
Al decir aquello, miró maliciosamente a David. El muchacho no tardó en reaccionar.
—Si sabes lo que les pasó a sus hijas, entenderás por qué no podía preguntarle directamente a él. Pértinax nos culpa a mi hermana y a mí de todo lo sucedido…
—Y con razón, si no me equivoco. Pero, de todos modos, Pértinax ya no es libre de hacer lo que quiera. Su traición fue juzgada severamente por los jueces de vuestro clan, y ahora mismo, según tengo entendido, se encuentra confinado en una prisión mágica…
—Para visitarle, habría tenido que pedir un permiso especial al consejo, y eso me habría obligado a contestar muchas preguntas —replicó David con impaciencia—. Además, seguro que habría sido una pérdida de tiempo… Por mucho que sepa Pértinax sobre el linaje de Dayedi, algo me dice que tú sabes mucho más.
Armand volvió a desplegar su ancha sonrisa de mago tramposo.
—En eso no te equivocas —admitió—. Al restaurar los frescos de la biblioteca de esta casa, me encontré con un tesoro inesperado. La historia de Dayedi, narrada en imágenes… El abandono y la suciedad habían oscurecido tanto las escenas que antes de la restauración resultaba imposible distinguirlas. Resultó difícil devolverles su antiguo colorido, pero el esfuerzo mereció la pena. ¿Queréis que os las muestre?
Álex se encogió levemente de hombros.
—Será interesante, pero te recuerdo que no hemos venido aquí a admirar los frescos, sino a buscar el libro —dijo con aire indiferente.
—Vamos, Álex, no seas aguafiestas —protestó David con los ojos brillantes—. Siempre hay tiempo para el arte, o al menos debería haberlo. Además, como los frescos están en la biblioteca, me imagino que tendremos que verlos a la fuerza si queremos que Armand nos enseñe el libro…
—El libro de Dayedi no se encuentra en la biblioteca —puntualizó Armand con gesto repentinamente serio—. Digamos que… no es un libro corriente. Pero, de todas formas, no voy a mostrároslo hasta que estéis preparados. Y, para estarlo, necesitáis ver esos frescos. Os ayudarán a comprender el origen del libro.
Armand abrió la gran puerta de molduras doradas situada en la pared opuesta a la de la chimenea e invitó a los dos jóvenes a pasar delante de él. Al otro lado los aguardaba una estancia de forma pentagonal con cuatro de sus cinco paredes cubiertas por antiguas estanterías de caoba repletas de libros. Olía a polvo, a cuero viejo y a pintura, como si la restauración de los frescos aún estuviese reciente.
Álex observó boquiabierto las brillantes escenas que cubrían el muro de la ventana, dispuestas alrededor de la gran cristalera como los paneles de una vidriera medieval.
A los pocos segundos de observar el conjunto, el muchacho se dio cuenta de que había algo raro en las pinturas. Era como si los personajes representados se moviesen imperceptiblemente ante sus ojos, como si estuvieran vivos, aunque su vida parecía transcurrir a un ritmo mucho más lento que el del mundo real.
—Nunca había visto nada igual —oyó susurrar a David a su espalda—. En algún sitio leí que en los clanes antiguos existían artistas capaces de realizar pinturas dinámicas, pero este es el primer ejemplo que veo.
—A veces pienso que debería cobrar entradas a los turistas para que pudieran conocer esta maravilla —dijo Armand en tono complacido—. Pero supongo que la riqueza me ha vuelto egoísta… No me gusta demasiado la idea de compartir mis tesoros con el vulgo.
—¿Cómo sabes que el fresco representa la historia de Dayedi? —preguntó Álex.
Armand señaló la escena superior izquierda de la secuencia.
—¿Veis el emblema dorado que lleva el joven del cabello oscuro y la capa azul tatuado en la mano? Es un camaleón con garras de águila, el tatuaje familiar de los Dayedi.
Álex contempló con los labios entreabiertos la figura del joven. Se encontraba rodeado de una multitud que, desde el pretil de un puente de piedra, observaba una barca dorada que navegaba solitaria por un canal de aguas azules, adornada con flores y tapices de vivo colorido. Obviamente, la escena parecía representar una festividad celebrada en la Venecia renacentista.
—Al principio, Renato Dayedi no era más que un noble kuril que no destacaba en nada dentro de la corte del rey Eo —explicó Armand con los ojos fijos en el fresco—. Como supongo que sabréis, este monarca, el último que ocupó el trono de los medu, había establecido su corte secreta en Venecia, donde llevaba una doble vida, participando en la política de la ciudad como un miembro destacado del Gran Consiglio mientras, secretamente, dirigía los destinos de su pueblo.
Álex observó con asombro cómo la barca ceremonial del rey Eo comenzaba a deslizarse suavemente sobre las aguas pintadas, salpicando de espumas blancas las orillas del canal. La embarcación viró lentamente para acercarse a un amarradero de piedra situado en la orilla derecha. Era como si quisiera dirigir la mirada de sus espectadores hacia la escena siguiente; y Álex, involuntariamente, siguió el rumbo que el barco marcaba y desvió los ojos hacia la segunda representación.
En cuanto la vio, tuvo la intuición de que sabía lo que significaba. La luz de aquella escena, amarilla y polvorienta, reproducía la atmósfera de un lugar mucho más cálido que la brumosa Venecia. Había una silueta de espaldas recortada sobre una alta llamarada blanca, y, detrás de la llama, se veía un alto muro recubierto de sombras que danzaban frenéticamente, al ritmo de los parpadeos del fuego.
—El Guardián de las Palabras —musitó—. Arawn…
—En efecto —confirmó Armand de inmediato—. Este panel representa el momento clave de la vida de Dayedi. Mientras practicaba el arte de cabalgar en el viento del destino, una visión le trasladó al pasado, al momento en el que Arawn intentó leer el Libro de la Creación para derrotar definitivamente a los medu. Fijaos, él está allí, detrás de aquella columna. Mirad cómo le tiemblan las piernas: en ese instante solo deseaba desaparecer. Pero, poco a poco, consiguió rehacerse lo suficiente como para sobreponerse a su miedo y concentrarse en las sombras del muro. Renato Dayedi estaba acostumbrado a practicar las artes de la memoria. Los kuriles las empleaban desde niños para aprender a dominar sus visiones. Solo tuvo que ponerlas en práctica para memorizar los símbolos que iba viendo. La rapidez con la que cambiaban de lugar y se sucedían unos a otros no era un obstáculo para él. Grabó en su mente todo cuanto el fuego proyectaba sobre el muro. Hasta que llegó… él.
Álex se estremeció al ver la figura alada que acababa de aterrizar sobre la escalinata pulcramente dibujada que ocupaba la parte delantera de la escena. Cientos de ojos brillantes como esmeraldas adornaban aquellas grandes alas desplegadas al viento. Argo. Era la misma escena que el fallecido guardián le había hecho presenciar a Jana a través de una visión.
Con un gesto teatral, Armand señaló al fresco y retrocedió unos pasos, como dando a entender que la pintura se explicaría por sí misma. Resultaba extrañamente inquietante ver deslizarse al Arawn del fresco hasta Argo, atacarlo con la rapidez del relámpago, enlazándolo con una lengua del mismo fuego que creaba las sombras sobre el muro. La figura irreal y plana del guardián alado cayó al suelo, pesada y ennegrecida como un pájaro muerto. Una bruma espesa comenzó a nublar las imágenes hasta ocultarlas casi por completo.
—Después de lo que vio, Dayedi regresó a Venecia —continuó Armand con un suspiro—. Al cabo de pocas semanas comenzó a rumorearse que había regresado de un largo viaje a Oriente convertido en un gran mago. Lo único seguro era que, de pronto, se había vuelto ambicioso y atrevido. Fijaos en la tercera escena: Renato Dayedi se introduce sin ser invitado en un baile de máscaras celebrado en el palacio del rey Eo. El baile ya ha concluido, y los invitados están cenando. Dayedi es ese joven que se inclina respetuosamente ante el congestionado Eo. El anciano ha comido y bebido más de la cuenta y se halla de buen humor. Cuando ve las pobres ropas de Renato y escucha su ofrecimiento de convertirse en su mago personal, no puede contener las carcajadas.
El rostro inmóvil del antiguo rey se distorsionó de pronto en una mueca risueña, como si efectivamente acabase de estallar en una risa silenciosa. Álex y David vieron con claridad cómo movía los labios, aunque de ellos no brotaba ningún sonido.
—Eo le ha contestado a Dayedi que ya tiene suficientes bufones en su corte, pero que puede quedarse a disfrutar de los restos de la cena, si está hambriento —tradujo Armand, que parecía capaz de leer el movimiento de los labios del rey—. Fijaos, la respuesta no complace a Dayedi en absoluto. ¿Veis cómo frunce el ceño? Aun así, acepta la invitación… y solicita acabar con los restos del pato asado que el rey se estaba comiendo.
Con los ojos muy abiertos, Álex contempló las carcajadas silenciosas de los invitados del rey, la expresión burlona de las damas, los susurros inaudibles que intercambiaban mientras Eo empujaba la gran bandeja de oro hacia el borde de la mesa, cediéndole los restos medio deshuesados del pato a Dayedi.
Después de ejecutar una cómica reverencia, el retrato de Dayedi cogió de la bandeja la parte delantera del pato y, fingiendo un ávido apetito, comenzó a roer los restos de carne que aún quedaban entre los huesos. De pronto, el rostro de la pintura se volvió escarlata, y luego morado. El joven se llevó una mano al cuello con gesto desesperado: se estaba asfixiando. Una de las damas se puso en pie, chillando (aunque sus chillidos no podían oírse). El propio rey dejó de reír y contempló al joven mago con ojos desorbitados.