La fiera erizó las orejas, clavó su mirada en las pupilas de Tarzán de los Monos y dejó oír un reto discordante y furibundo.
Desde la seguridad de la rama, el muchacho-simio correspondió con la temible respuesta de los de su especie.
Durante varios segundos ambos permanecieron contemplándose en silencio y, al final, el enorme félido continuó su marcha a través de la selva, que lo engulló como el océano absorbe un guijarro que le arrojen.
Pero en la mente de Tarzán surgió el embrión de un gran proyecto. Había acabado con la vida del feroz Tublat, de forma que ¿no era un poderoso luchador? Ahora seguiría el rastro de la astuta Sábor y la exterminaría de modo similar. Sería también un formidable cazador.
En las profundidades de su corazoncito inglés latía el anhelo de cubrir con ropas su cuerpo desnudo, porque las ilustraciones de los libros le habían demostrado que los hombres se vestían, mientras que los micos, los monos y todos los demás seres vivientes iban desnudos. Las ropas, por consiguiente, debían de ser un signo de distinción y grandeza; la divisa de la superioridad del hombre sobre todos los demás animales, puesto que seguramente no existiría ningún otro motivo para ponerse aquellas prendas tan horribles.
Muchas lunas atrás, cuando era bastante más pequeño, Tarzán había deseado tener la piel de Sábor, la leona, de Numa, el león, o de Sheeta, el leopardo, para cubrir su cuerpo desprovisto de pelo, para conseguir que dejara de parecerse al de Histah, la repulsiva serpiente. Ahora, sin embargo, se enorgullecía de su piel tersa, porque eso indicaba que descendía de una raza portentosa, y en su ánimo se debatían los contradictorios deseos de ir desnudo para proclamar que descendía de un linaje superior o vestir aquellas horribles e incómodas prendas para acomodarse a las costumbres y estilo de sus ascendientes.
Mientras la tribu seguía avanzando lentamente por la selva, tras haberse cruzado con Sábor, Tarzán continuó dándole vueltas en la cabeza al estupendo plan que maquinaba para eliminar a su enemiga. Durante muchas jornadas apenas pudo pensar en otra cosa.
Aquel día, sin embargo, otros intereses más inmediatos reclamaron su atención.
De pronto, pareció que había llegado inopinadamente la medianoche; cesaron los ruidos de la selva; los árboles se quedaron inmóviles, como paralizados y expectantes a la espera de una inminente catástrofe. Toda la naturaleza aguardaba… pero no por mucho tiempo.
A lo lejos empezó a sonar una especie de gemido tenue y bajo. A medida que se acercaba, su volumen fue aumentando y aumentando.
Los árboles se doblaron al unísono, inclinándose hacia el suelo como si una mano inmensa los empujara. Siguieron acercándose al suelo y aún no se oía ningún ruido, salvo el profundo y sobrecogedor gemir del viento.
Luego, de pronto, los gigantes de la selva retrocedieron bruscamente para recobrar la verticalidad y sus formidables copas fustigaron el aire con una protesta ensordecedora. Un estallido de luz vivísima centelleó entre el remolino de nubarrones negros como la tinta. El retumbante fragor del trueno surcó el espacio como un desafío de meteoros coléricos. Llegó el diluvio… y un infierno se desencadenó sobre la selva.
Tiritando a causa de la gélida lluvia, los monos de la tribu se acurrucaron en la base de los gigantescos árboles. Los relámpagos zigzagueaban y horadaban rutilantes la negrura celeste, desparramando súbitas claridades que permitían ver fugazmente el frenético agitarse de las ramas y la curvatura casi imposible de los troncos de los árboles.
De cuando en cuando, algún añoso patriarca del bosque, hendido por algún rayo ígneo, se derrumbaba desgajado entre los árboles circundantes, arrastraba en su caída a unos cuantos vecinos de menor talla y aumentaba así la confusión de la selva tropical.
Ramas de todos los tamaños, grandes y pequeñas, que la ferocidad del huracán arrancaba de cuajo, surcaban el aire entre el verdor de unas plantas que parecían un torbellino vegetal, llevando la muerte y la destrucción a un sinfín de infelices moradores de aquel pobladísimo mundo silvestre.
Durante horas, la implacable furia del ciclón continuó ensañándose sin dar muestras de querer amainar, y la tribu siguió encogida y aterrada al pie de los árboles. En constante peligro a causa de los troncos y ramas que no cesaban de caer y petrificada de miedo ante el vívido resplandor de los relámpagos y del mugido espeluznante de los truenos. Allí continuaron hechos ovillos, sumidos en la desdicha, a la espera de que pasara la tormenta. El fin se produjo tan súbitamente como el principio. Cesó el viento, brilló el sol… y la naturaleza sonrió de nuevo.
Las hojas y ramas goteantes y los húmedos pétalos de las preciosas flores relucieron otra vez bajo el esplendor del día que regresaba. Y… del mismo modo que la Naturaleza olvidó, sus hijos también olvidaron.
Pero la vida continuó de la misma manera que había estado desarrollándose antes de la oscuridad y el pánico.
Sin embargo, una claridad de amanecer había iluminado el cerebro de Tarzán: una luz que llegó para explicarle el misterio de la ropa. ¡Qué cómodo se habría sentido abrigado por la gruesa piel de Sábor! Esa idea añadió un nuevo estímulo a la aventura.
La tribu permaneció varios meses remoloneando por las cercanías de la playa en la que se alzaba la cabaña de Tarzán. El muchacho dedicaba al estudio una gran parte de su tiempo, pero siempre que deambulaba por la foresta llevaba la cuerda a punto y fueron muchos los pequeños animales que cayeron en la trampa del lazo corredizo, que el muchacho lanzaba con gran rapidez y habilidad. Una vez, el lazo cayó en torno al corto cuello de Horta, el jabalí, y la frenética cabriola que ejecutó el sobresaltado animal para librarse del nudo corredizo derribó a Tarzán de la rama donde se encontraba al acecho y desde la que había arrojado la ondulante soga.
El vigoroso verraco salvaje dio media vuelta cuando oyó el ruido del impacto del cuerpo contra el suelo y, al ver que se trataba de la fácil presa de un mono pequeño, bajó la cabeza y se precipitó como loco sobre el sorprendido Tarzán.
Por fortuna para éste, la caída no le había producido daño alguno, ya que aterrizó como un gato, con las cuatro extremidades dispuestas para amortiguar el golpe. Se puso en pie automáticamente y, con la agilidad propia del mono que casi era, se refugió en la seguridad de un rama baja, mientras Horta, el jabalí, comprobaba lo inútil de su embestida.
El incidente fue una más de las experiencias que aleccionaron a Tarzán acerca de las limitaciones y las posibilidades de su singular arma.
En esa ocasión perdió una cuerda larga, pero obtuvo una enseñanza importante. Comprendió que, de haber sido Sábor quien le derribara de la rama del árbol, el resultado del lance habría sido muy distinto, porque, indudablemente, la operación le hubiera costado la vida.
Le llevó muchos días trenzar una soga nueva, pero cuando finalmente la tuvo, salió decidido a cazar y se apostó en una rama que dominaba el bien pateado sendero que conducía al agua. Pasaron por debajo varias posibles víctimas, pero eran de menor cuantía y no se molestó en lastimarlas. No deseaba piezas tan insignificantes. Intentaría apoderarse de un animal fuerte para probar la eficacia de su nuevo proyecto.
Llegó por fin la presa por la que Tarzán suspiraba. Con los flexibles nervios ondulantes bajo la piel radiante, apareció Sábor, la leona, lustrosa y corpulenta.
Sus grandes patas de planta acolchada se posaban suaves y silenciosas en el piso de la estrecha senda. Llevaba erguida la cabeza, siempre vigilante su atención; la larga cola se agitaba en lentas ondulaciones rebosantes de gracia.
Se fue aproximando paulatinamente a la rama en la que Tarzán de los Monos se mantenía al acecho, con el rollo de la larga cuerda en la mano, preparado.
Semejante a una estatua de bronce, tan inmóvil como si estuviese muerto, Tarzán aguardaba. Sábor pasaba por debajo. Un paso más…, otro…, el tercero… El lazo salió disparado silenciosamente por encima de la leona. Durante un segundo el nudo corredizo pareció suspendido sobre la cabeza del animal, como una serpiente, y entonces, mientras Sábor levantaba la vista para detectar el origen del rumor sibilante de la cuerda, el lazo cayó alrededor de su cuello. Tarzán dio un tirón y el nudo corredizo tensó la cuerda en tomo a la glaseada garganta. Acto seguido, el muchacho largó cordel y se sostuvo con ambas manos.
Sábor estaba atrapada.
La sorprendida leona dio un salto para adentrarse en la espesura de la jungla, pero Tarzán no estaba dispuesto a perder aquella cuerda como había perdido la anterior. La experiencia le había aconsejado tomar precauciones. La leona dio otro salto, pero antes de que hubiese recorrido con él la mitad del espacio previsto, la cuerda se había tensado. El cuerpo del animal dio una voltereta en el aire y cayó de espaldas contra el suelo, con seco impacto. Tarzán se había apresurado a atar el extremo de la cuerda al tronco del gigantesco árbol en el que estaba subido.
Hasta aquel punto, el plan había salido a la perfección, pero la siguiente maniobra le resultó mucho más peliaguda. Lo comprobó cuando cogió la cuerda, se afianzó en la horquilla formada por dos ramas e intentó izar y dejar suspendida del árbol aquella impresionante bestia de músculos de acero, que no cesaba de revolverse furiosa, de lanzar temibles zarpazos y no menos aterradores mordiscos.
El peso de la vieja Sábor era enorme y cuando clavaba las uñas en alguna parte, sólo Tabor, el mismísimo elefante, hubiera podido arrastrarla y alejarla de su anclaje. La leona se encontraba de nuevo en el sendero, en un punto desde el que podía ver al autor del ultraje al que se la sometía. De su garganta brotó un rugido iracundo al tiempo que se elevaba repentinamente en el aire hacia Tarzán, pero cuando el salto llevó su formidable cuerpo a la rama que ocupaba Tarzán, éste ya no estaba allí.
Se había impulsado ágilmente hacia una rama más pequeña y se encontraba a unos seis metros por encima de la furibunda leona enlazada. La colérica fiera permaneció un momento cruzada encima de la rama, mientras Tarzán se burlaba de ella y le arrojaba frutos y trozos de rama al desprotegido rostro.
La bestia se dejó caer al suelo y Tarzán descendió rápidamente para agarrar la cuerda, pero Sábor había descubierto ya que lo que la retenía no era más que una delgada soga. Así que la cogió entre sus poderosas mandíbulas y la cortó antes de que Tarzán tuviese tiempo de tensar por segunda vez el asfixiante lazo.
El muchacho se sintió muy dolido. Su bien tramado plan se había disuelto hasta quedar en nada, de modo que no tuvo más remedio que consolarse sacando de quicio un poco más a su enemiga: se sentó en la rama y procedió a dirigir chillidos y muecas socarronas a la rugiente criatura que tenía debajo.
Sábor paseó de un lado a otro, al pie del árbol, durante horas. En cuatro ocasiones encogió el cuerpo y saltó con ánimo de echarle la zarpa al danzarín espíritu burlón de las alturas, pero fue lo mismo que si hubiese querido atrapar el ilusorio viento que susurraba a través de las copas de los árboles.
Por último, Tarzán se cansó del juego y, tras dedicar a Sábor un alarido desafiante y lanzarle un fruto pasado de maduro, que fue a estrellarse, blando, viscoso, contra la cara de su enemiga, emprendió una rápida retirada de árbol en árbol y, desplazándose a cosa de treinta metros sobre el suelo, en muy breve espacio de tiempo estuvo de nuevo entre los miembros de su tribu.
Les refirió los detalles de su aventura, no sin sacar pecho y ejecutar los pavoneos de rigor para dejar adecuadamente impresionados a sus más hostiles y empedernidos rivales, mientras que a Kala le faltaba poco para ponerse a bailar de puro orgullo y alborozo.
HOMBRE Y HOMBRE
D
URANTE varios años, Tarzán llevó aquella existencia salvaje en la jungla sin que se produjeran grandes cambios, aparte el hecho de que su cuerpo se robusteció, su cerebro adquirió más conocimientos y fue aprendiendo en los libros más y más cosas acerca de los mundos extraños que se extendían más allá de la selva virgen que era su patria.
Para él, la vida nunca era tediosa ni monótona. Siempre quedaban Pisah, el pez al que pescar en los numerosos riachuelos y lagunas, y Sábor, con sus feroces primos, que le obligaban a uno a mantenerse en continua alerta y animaban todo momento que Tarzán anduviera por el suelo.
Aunque era mucho más frecuente que fuese Tarzán quien acosase a las fieras, a menudo, éstas le perseguían a él y, si bien nunca llegaron a alcanzarle con sus afiladas y crueles garras, hubo ocasiones en las que apenas habría podido pasar una hoja entre las uñas de aquellas zarpas y la tersa piel del muchacho.
Rápida era Sábor, la leona, y rápidos eran Numa y Sheeta, pero Tarzán de los Monos era un auténtico relámpago.
Se hizo amigo de Tantor, el elefante. ¿Cómo? No lo preguntéis. Pero todos los habitantes de la jungla sabían que, muchas noches de luna, Tarzán de los Monos y Tantor, el elefante, paseaban juntos y, cuando el camino estaba despejado, Tarzán cabalgaba sobre los formidables lomos de Tantor.
Durante aquellos años, el muchacho se pasaba muchos días en la cabaña de su padre, donde aún permanecían intactos los huesos de sus progenitores y el esqueleto del hijo de Kala. A la edad de dieciocho años, Tarzán leía con cierta fluidez y entendía casi todo lo que repasaban sus ojos en los abundantes y variados libros que ocupaban los anaqueles.
También sabía escribir, a base de letras de imprenta, con rapidez y claridad, pero no dominaba la caligrafía, ni mucho menos, porque aunque entre los libros que constituían su tesoro no faltaban algunos cuadernos para ejercitarse en la escritura a mano, en la cabaña no abundaba precisamente el inglés manuscrito y, por otro lado, Tarzán tampoco consideró que mereciese la pena molestarse en practicar aquella otra forma de trazar las letras, aunque, si se esforzaba un poco, podía leer también tal escritura.
Así, nos encontramos con un lord inglés de dieciocho años que no sabe pronunciar una palabra en su idioma, pero que sí sabe leerlo y escribirlo. Aparte de sí mismo, nunca había visto ser humano alguno, porque el reducido territorio que recorría su tribu no lo surcaba ningún río importante por el que circulasen indígenas salvajes de tierra adentro.
Altas colinas cerraban aquel espacio por tres lados; el océano lo limitaba por el cuarto. Era una zona por la que pululaban leones, leopardos y serpientes venenosas. Sus laberintos vírgenes de maleza enmarañada no habían seducido jamás a ningún audaz explorador humano incitándole a aventurarse al otro lado de la frontera de aquella jungla en busca de animales salvajes.