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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Medida del tiempo en el Japón medieval

RELOJ TRADICIONAL JAPONÉS DE DOCE HORAS

FECHAS

Fecha lunar:
Primer Día Del Primer Mes Del Quinto Año De Temmon

Fecha solar:
Segundo Día Del Mes De Febrero De 1536 d. C.

Las fechas en Taiko siguen el calendario lunar japonés tradicional. Los doce meses lunares de veintinueve o treinta días no recibían nombres sino que estaban numerados de uno a doce. Como el año lunar, era de 353 días, doce días menos que el año solar, algunos años se añadía un decimotercer mes. No existe ninguna manera sencilla de convertir una fecha del calendario lunar en su equivalente solar, pero una orientación aproximada consiste en tomar el primer mes lunar como el mes de febrero del calendario solar.

Prólogo a la edición española

Eiji Yoshikawa (1892-1962) es uno de los escritores más queridos que han dado las letras japonesas. A lo largo de su vida compaginó el periodismo con una prolífica actividad literaria, escribiendo un gran número de novelas que en el momento de su muerte le habían convertido en el escritor más célebre de Japón.

Yoshikawa ha probado, además, tener un atractivo universal. Musashi
[1]
, una de sus novelas más importantes y representativas, fue traducida al inglés a finales de la década de los ochenta, y se convirtió rápidamente en un auténtico éxito de ventas. A esta traducción siguieron muy poco después otras a las principales lenguas europeas, cada una de las cuales ha sido recibida con una acogida igual de calurosa.

Las claves del éxito de Yoshikawa se encuentran en gran medida en sus cualidades como narrador. Tanto Musashi como la novela que ahora presentamos fueron publicadas originalmente en forma de serial, y tienen todos los rasgos característicos de un folletín. La intención declarada de ambas novelas es la de entretener, y su funcionalidad resulta igual de marcada en lo que se refiere a estrategias narrativas que en su uso dramático de hechos y personajes históricos. Por encima de cualquier otro rasgo, hay una cualidad que destaca en este escritor singular: resulta tremendamente eficaz.

Cabe destacar asimismo el carácter casi mítico de los protagonistas principales de ambas novelas. O, si se prefiere, el propósito idealizador que impulsa a Yoshikawa.[
2
] La figura histórica de Musashi representa el ideal del código samurai, y se ha consagrado como un modelo de inspiración para los japoneses. De hecho, El libro de los cuatro anillos —el ideario escrito por el Musashi histórico sobre el camino del samurai— es utilizado hoy en día como libro de cabecera por multitud de ejecutivos japoneses.[
3
]

De la misma manera, en Taiko, la figura de Hideyoshi es igualmente emblemática. De origen humilde, logra pasar de mozo de sandalias a Taiko, regente absoluto en nombre del emperador. Para ello cuenta con los simples medios de una voluntad infatigable y una profunda humanidad, consiguiendo inspirar una inquebrantable lealtad y, sobre todo, convirtiendo a enemigos en aliados gracias a sus dotes de percepción de la naturaleza humana. Es quien pone punto final al conflicto más sangriento de la historia de Japón y, al mismo tiempo, logra una victoria personal imprevisible.

Las figuras idealizadas de ambos personajes representan en el fondo el modo en que los propios japoneses desean verse a sí mismos. En este sentido, tanto Musashi como Taiko permiten al lector occidental entender de primera mano la mentalidad japonesa, la forma de pensar de una cultura que, día a día, está ganando una influencia creciente entre nosotros.

Alejo Cuervo

LIBRO UNO

QUINTO AÑO DE TEMMON

1536

Personajes y lugares

Hiyoshi
, nombre que tenía en su infancia Toyotomi Hideyoshi, el Taiko

Ofuku
, hijo adoptivo de Sutejiro

Onaka
, madre de Hiyoshi

Otsumi
, hermana de Hiyoshi

Kinoshita Yaemon
, padre de Hiyoshi

Chikuami
, padrastro de Hiyoshi

Kato Danjo
, tío de Hiyoshi

Watanabe Tenzo
, dirigente de una banda de samurais sin señor

Sutejiro
, mercader de cerámica

Hachisuka Koroku
, jefe del clan Hachisuka

Saito Dosan
, señor de Mino

Saito Yoshitatsu
, hijo de Dosan

Akechi Mitsuhide
, servidor del clan Saito

Matsushita Kahei
, servidor del clan Imagawa

Oda Nobunaga
, señor de Owari

Kinoshita Tokichiro
, nombre impuesto a Hiyoshi cuando se convirtió en samurai

Shibata Katsuie
, jefe del clan Shibata y servidor de alto rango de Oda

Hayashi Sado
, servidor de alto rango de Oda

Owari
, lugar natal de Toyotomi Hideyoshi y provincia del clan Oda

Kiyosu
, capital de Owari

Mino
, provincia del clan Saito

Inabayama
, capital de Mino

Suruga
, provincia del clan Imagawa

¡Mono! ¡Mono!

—¡Es mi abeja!

—¡Es mía!

—¡Embustero!

Siete u ocho muchachos se habían desplegado por los campos como un torbellino, agitando con palos las flores amarillas de las plantas de mostaza y las flores de rábano, de un blanco inmaculado, en busca de las abejas provistas de saquitos de miel a las que llamaban abejas coreanas. El hijo de Yaemon, Hiyoshi, tenía seis años de edad, pero su cara arrugada parecía una ciruela encurtida. Era más menudo que sus compañeros, pero ningún otro chiquillo del pueblo le igualaba en diabluras y conducta desmandada.

—¡Idiota! —gritó al verse derribado por un chico más corpulento que intentaba hacerse con una abeja.

Antes de que pudiera levantarse, otro muchacho le pisoteó. Hiyoshi le hizo la zancadilla.

—¡La abeja pertenece al que la captura! —exclamó, levantándose ágilmente y atrapando a la abeja en vuelo—. ¡Viva! ¡Ésta es mía!

Con la abeja dentro del puño cerrado, Hiyoshi dio otros diez pasos antes de abrir la mano. Tras arrancar al insecto la cabeza y las alas, se lo metió en la boca. El estómago de la abeja era un saquito de dulce miel. Para aquellos niños, que jamás habían probado el azúcar, era maravilloso que algo pudiera tener un sabor tan dulce. Hiyoshi entrecerró los ojos, dejó que la miel se deslizara por su garganta y chascó los labios. Los otros niños le miraban y la boca se les hacía agua.

—¡Mono! —gritó un chico corpulento apodado Ni'o, el único a quien Hiyoshi no podía vencer. Los demás, que lo sabían, se le unieron.

—¡Mandril!

—¡Mono!

—¡Mono, mono, mono! —corearon.

Incluso Ofuku, el niño más pequeño, participó en los insultos. Decían que tenía ocho años, pero no era mucho más alto que Hiyoshi, de seis. Sin embargo, era mucho mejor parecido, de cutis claro y ojos y nariz armoniosos. Ofuku, hijo de un lugareño acomodado, no era el único que vestía kimono de seda. Probablemente su verdadero nombre era Fukutaro o Fukumatsu, pero se lo habían abreviado y dotado de la partícula honorífica
o
, imitando una práctica corriente entre los hijos de las familias ricas.

—También tú tenías que decirlo, ¿eh? —le dijo Hiyoshi, fulminándole con la mirada. Le traía sin cuidado que los demás chicos le llamasen mono, pero Ofuku era diferente—. ¿Has olvidado que soy el que siempre saca la cara por ti, medusa sin espinazo?

Tras esta reconvención, Ofuku no pudo decir nada. Había perdido el valor y se mordía las uñas. Aunque era sólo un niño, le dolía mucho más verse tachado de ingrato que recibir un insulto como medusa sin espinazo. Los demás desviaron la vista y su atención pasó de las abejas melíferas a una nube de polvo amarillo que se alzaba en el extremo de los campos.

—¡Mirad, un ejército! —gritó uno de los chiquillos.

—¡Samurais! —dijo otro—. Regresan de combatir.

Los niños agitaron las manos y lanzaron vítores.

El señor de Owari, Oda Nobuhide, y su vecino, Imagawa Yoshimoto, eran enemigos encarnizados, una situación que motivaba constantes escaramuzas a lo largo de su frontera común. Cierto año, las tropas de Imagawa cruzaron la frontera, incendiaron los pueblos y pisotearon las cosechas. Las tropas de Oda se apresuraron a salir de los castillos de Nagoya y Kiyosu y derrotaron al enemigo, pasando por las armas hasta el último hombre. Llegó el invierno y hubo escasez de alimento y abrigo, pero el pueblo no reprochó nada a su señor. No les importaba morirse de hambre ni pasar frío. De hecho, contrariamente a las expectativas de Yoshimoto, sus penalidades sólo sirvieron para aumentar la hostilidad que sentían hacia él.

Los niños, desde su mismo nacimiento, habían visto tales cosas y oído hablar de ellas. Cuando veían a las tropas de su señor, era como si se viesen a sí mismos. Llevaban la lucha en la sangre, y nada les excitaba más que la estampa de los hombres armados.

—¡Vayamos a verlos!

Los muchachos se dirigieron hacia los soldados, y todos echaron a correr excepto Ofuku y Hiyoshi, que seguían mirándose ferozmente. El poco brioso Ofuku quería correr con los demás, pero se lo impedía la mirada de Hiyoshi.

—Lo siento. —Ofuku se acercó nerviosamente a Hiyoshi y le puso una mano en el hombro—. Lo siento, ¿de acuerdo?

La cólera enrojeció el rostro de Hiyoshi y apartó bruscamente el hombro, pero al ver que Ofuku estaba al borde de las lágrimas se ablandó.

—Es que te juntas con ellos para insultarme —le reprochó—. Cuando se meten contigo, siempre te insultan, te llaman cosas como «el crío chino», pero ¿me he burlado de ti alguna vez?

—No.

—Incluso un crío chino, cuando se convierte en miembro de nuestra pandilla, es uno de nosotros. Eso es lo que digo siempre, ¿no?

—Sí.

Ofuku se restregó los ojos. Las lágrimas disolvían el barro adherido a la piel, formando manchones alrededor de los ojos.

—¡Estúpido! Si te llaman «el crío chino» es porque lloras. Anda, vamos a ver a los guerreros. Si no nos damos prisa, se habrán ido.

Cogiendo a Ofuku de la mano, Hiyoshi corrió en pos de los otros.

Caballos de batalla y estandartes surgían de la nube de polvo. Eran unos veinte samurais montados y doscientos soldados de infantería. Tras ellos avanzaba un abigarrado grupo de mozos, que transportaban picas, lanzas y arcos. Desde la carretera de Atsuta, cruzaron la llanura de Inaba y empezaron a subir por el terraplén del río Shonai. Los niños adelantaron a los caballos y corrieron terraplén arriba. Con los ojos brillantes, Hiyoshi, Ofuku, Ni'o y los demás mocosos recogieron rosas, violetas y otras flores silvestres y las arrojaron al aire, al tiempo que gritaban a voz en cuello: «¡Hachiman! ¡Hachiman!», invocando al dios de la guerra, y exclamaban: «¡Victoria para nuestros valientes y gloriosos guerreros!». Tanto en los pueblos como en los caminos, los niños se apresuraban a lanzar tales exclamaciones cada vez que veían pasar a los guerreros.

El general, los samurais montados y los soldados que avanzaban arrastrando los pies permanecían todos ellos en silencio y sus recios rostros eran impenetrables como máscaras. No advirtieron a los niños que no se acercaran demasiado a los caballos ni se dignaron dirigirles una simple sonrisa. Aquellos hombres parecían formar parte del ejército que se había retirado de Mikawa, y era evidente que la batalla había sido encarnizada. Tanto los caballos como los hombres estaban exhaustos. Los heridos manchados de sangre se apoyaban pesadamente en los hombros de sus camaradas. La sangre seca brillaba, negra como la laca, sobre las armaduras y las astas de las lanzas. Sus rostros sudorosos estaban tan llenos de polvo endurecido, que sólo los ojos brillaban a través de aquella capa de mugre.

—Dad de beber a los caballos —ordenó un oficial.

Los jinetes samurais hicieron circular la orden a gritos. Llegó entonces la orden de que descansaran. Los jinetes desmontaron y los infantes se detuvieron de inmediato. Exhalando suspiros de alivio, se dejaron caer en la hierba sin decir nada.

Al otro lado del río, el castillo de Kiyosu parecía minúsculo. Uno de los samurais era el hermano menor de Oda Nobuhide, Yosaburo, el cual se sentó en un escabel y se quedó mirando el cielo, rodeado por media docena de servidores silenciosos.

Los hombres se vendaron las heridas de brazos y piernas. A juzgar por la palidez de sus rostros, era evidente que habían sufrido una gran derrota, pero eso no importaba lo más mínimo a los niños, los cuales, cuando veían sangre, se transformaban ellos mismos en héroes ensangrentados, y al ver el brillo de lanzas y picas se convencían de que el enemigo había sido aniquilado y se sentían llenos de orgullo y excitación.

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Victoria!

Una vez los caballos hubieron bebido, los niños también les arrojaron flores y los vitorearon.

Un samurai que estaba al lado de su caballo vio a Hiyoshi y le dijo:

—¡Hijo de Yaemon! ¿Cómo está tu madre?

—¿Hablas conmigo?

Hiyoshi se acercó al hombre y le miró alzando su carita mugrienta. El samurai asintió y puso una mano en la cabeza sudorosa de Hiyoshi. No tendría más de veinte años. Al pensar en que aquel hombre acababa de regresar del combate y notar el peso del guantelete de cota de malla en la cabeza, una sensación de gloria sobrecogió a Hiyoshi.

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