Studio Sex (3 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Studio Sex
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Bertil Strand se había unido a la pequeña concentración de prensa que se formó abajo en la entrada, conversaba con el fotógrafo delKonkurrenten.

—¿Qué hacemos? —preguntó Annika.

Berit se sentó junto a Annika, estudió sus apuntes y comenzó a bosquejar.

—Debemos partir de la base de que es un asesinato, ¿no te parece? Entonces, antes de nada, el artículo debe basarse en la misma noticia. Esto es lo que ha ocurrido, se ha encontrado a una mujer joven asesinada. ¿Cuándo, dónde, cómo? Debemos buscar a quien la encontró y hablar con él, ¿tienes su nombre?

—Un drogadicto, su compañero dejó una direccióncare ofpara recibir el dinero por la información.

—Intenta localizarlo. El centro de emergencias conoce todos los detalles sobre la llamada —continuó Berit y tachó algo de sus anotaciones.

—Ya los he llamado.

—Bien. Luego debemos conseguir a un policía que hable, el portavoz de prensa nunca dice nadaoff the record.¿Dijo su nombre el policía de la camisa de flores?

—No.

—Qué pena. Entérate de eso también, no lo había visto antes, quizá sea nuevo en la brigada. Además tenemos que saber cuándo murió la joven y cómo, si tienen a algún sospechoso, cuál va a ser el siguiente paso en la investigación, en resumen, todos los aspectos policiales de la historia.

—Okey—dijo Annika y anotó algo en su cuaderno.

—Dios, qué calor hace. ¿Ha hecho alguna vez tanto calor en Estocolmo? —preguntó Berit y se secó el sudor de la frente.

—No sé —respondió Annika—. Vivo aquí desde hace sólo siete semanas.

Berit sacó un Kleenex de su bolso y se secó el cuero cabelludo.

—Bueno, luego tenemos a la víctima. ¿Quién es? ¿Quién la ha identificado? Seguramente tiene familiares en alguna parte que están totalmente desconsolados, deberíamos considerar la posibilidad de ponernos en contacto con ellos. Hay que conseguir una fotografía de la muchacha viva, ¿crees que tenía más de dieciocho años?

Annika recapacitó y recordó los pechos de plástico.

—Sí, seguramente.

—Entonces quizá haya una foto de bachiller, hoy en día casi todos los jóvenes lo acaban y la gorra de graduación siempre sienta bien. También es importante lo que digan sus amigos y si tenía novio.

Annika escribía.

—Luego contamos con la reacción de los vecinos. Este lugar está prácticamente en el centro de Estocolmo, en los barrios de alrededor viven más de trescientas mil mujeres. Un crimen como éste influirá en cuestiones de seguridad, en la vida nocturna y en la ciudad en general. En realidad eso son dos artículos. Si tú te ocupas de los vecinos yo me encargo del resto.

Annika asintió sin levantar la vista.

—Por último, hay un aspecto más —continuó Berit y dejó que el cuaderno cayera sobre sus rodillas—. Hace doce o trece años se cometió un crimen parecido a sólo cien metros de aquí.

Annika la miró sorprendida.

—Si no recuerdo mal, se cometió un crimen con agresión sexual contra una joven, en una escalera en la parte norte del parque —explicó Berit pensativa—. El asesino nunca fue detenido.

—Dios mío —exclamó Annika—. ¿Puede ser la misma persona?

Berit se encogió de hombros.

—Probablemente no, pero debemos mencionar el otro asesinato. Seguramente hay muchos que todavía lo recuerdan. La mujer fue violada y estrangulada.

Annika tragó saliva.

—Éste es un trabajo bastante horrible —dijo.

—Sí, es cierto —respondió Berit—. Pero te resultará más sencillo si consigues hablar con el policía de las flores antes de que se vaya de aquí.

Señaló abajo hacia Sankt Göransgatan, donde el hombre de la camisa hawaiana acababa de abandonar el cementerio. Se dirigía hacia su coche, que estaba aparcado en la esquina con Kronobergsgatan. Annika se levantó, cogió su bolso y salió disparada hacia la calle. Vio cómo el reportero delKonkurrentenintentaba también hablar con él, pero el policía simplemente lo rechazó.

En ese mismo instante Annika tropezó contra el asfalto y estuvo a punto de caerse. Con grandes y descontroladas zancadas bajó corriendo la empinada cuesta hacia Kronobergsgatan. Sin poderlo evitar chocó contra la espalda del policía que, a su vez, fue a dar sobre el capó de su coche.

—¡Joder! —exclamó y sujetó fuertemente a Annika de los brazos.

—Lo siento —susurró ella—. Fue sin querer. Casi me caigo.

—¿Qué coño haces? ¿Estás mal de la cabeza?

El hombre parecía contrariado.

—Lo siento —dijo Annika y notó que estaba a punto de llorar y que, además, le dolía la muñeca izquierda.

El policía recuperó el control y la soltó. La estudió durante algunos segundos.

—Joder, deberías tener más cuidado —dijo él, se sentó en su Volvo rojo oscuro y arrancó haciendo chirriar las ruedas.

—Joder —susurró Annika. Pestañeó para evitar las lágrimas y miró con los ojos entornados hacia el sol para distinguir el número de identificación del coche. Le pareció ver «1813» en un lateral. También memorizó el número de la matrícula para asegurarse más.

A continuación se volvió y descubrió que el pequeño grupo de periodistas de la entrada la miraba fijamente. Se puso roja como un tomate. Se agachó rápidamente y recogió las cosas que se le habían caído de su bolso al chocar: el cuaderno Din A5, un paquete de chicles, una botella casi vacía de Pepsi Max y tres compresas Libresse envueltas en un plástico verde. El bolígrafo seguía en el bolso, lo cogió y escribió rápidamente en el cuaderno la matrícula del coche y su número de identificación.

Los periodistas y los fotógrafos dejaron de mirarla y volvieron a charlar entre sí. Annika observó que Bertil Strand organizaba una colecta para comprar helados.

Se pasó la correa del bolso por el hombro y se acercó lentamente a sus colegas, que no parecieron fijarse en ella. Salvo el reportero delKonkurrenten,un hombre de mediana edad que solía tener el «careto»1bajo sus artículos de sucesos, no conocía a nadie. Estaba una mujer joven con una grabadora en la que se leía Radio Stockholm, dos fotógrafos de diferentes agencias gráficas, el fotógrafo delKonkurrenteny tres reporteros que no sabía ubicar. No había aparecido ningún canal de TV, las noticias locales sólo se emitían cinco minutos diarios durante el verano por la televisión estatal, y la televisión local comercial sólo transmitía programas de sobremesa y teletipos. Los periódicos matutinos seguramente utilizarían las fotografías de las agencias, acompañadas con el texto de TT. ElEkono había acudido y tampoco aparecería, lo sabía. Uno de sus colegas delKatrineholms-Kuriren,que había sido becario allí durante un verano, le había explicado el porqué con desdén.

«Los asesinatos y esas cosas se las dejamos a los tabloides. Nosotros no somos unos carroñeros».

Ya entonces, Annika comprendió que aquella opinión correspondía más a su colega que alEko,pero había momentos en los que dudaba. ¿Por qué no valía la pena que un servicio público se ocupara de la muerte de una joven? No lo comprendía.

Observó que el resto de las personas que se encontraban junto al acordonamiento eran transeúntes curiosos.

Se alejó lentamente del grupo. Los policías, tanto los inspectores como la brigada científica, seguían ocupados tras la verja. No había llegado ninguna ambulancia o coche fúnebre. Miró el reloj. La una y diecisiete minutos. Habían pasado veinticinco minutos desde que recibió la información por «Escalofríos». No sabía muy bien qué hacer ahora. Hablar con la policía no parecía una buena idea, seguramente se enfadarían. Comprendía que aún no podían saber mucho, ni quién era la mujer, ni cómo había muerto, ni quién lo hizo.

Se alejó hacia Drottningholmsvägen. Junto al edificio, en la acera izquierda de Kronobergsgatan, se había formado una sombra con la forma de una porción de tarta, se dirigió hacia allí y se apoyó contra la fachada. La sintió rugosa, gris y caliente. Aunque la temperatura era de unos grados menos que en la solana, el aire le quemaba la garganta. Sentía una sed ridícula y pescó la botella de Pepsi de su bolso. El tapón había goteado y la botella estaba pringosa, se le pegaron los dedos a la etiqueta. ¡Joder, qué calor!

Se bebió el refresco caliente y sin gas y ocultó la botella entre dos pilas de papel para reciclar que había en el portal contiguo.

A lo lejos los periodistas que estaban junto al acordonamiento se movieron al otro lado de la calle. Seguramente esperaban a Bertil Strand y el suministro de helados. Por alguna razón la situación la hizo sentir mal. A unos cuantos metros de allí las moscas aún revoloteaban alrededor del cadáver, mientras la prensa esperaba ansiosa su agradable pausa.

Dejó que su mirada vagara por el parque. Estaba formado por empinados promontorios cubiertos de hierba y una extensa variedad de grandes árboles. Desde su sitio en la sombra pudo reconocer un tilo, un haya, un olmo, un fresno y un abedul. Algunos de los árboles eran enormes, otros estaban recién plantados. Entre las tumbas crecían otras especies gigantescas, sobre todo tilos.

Necesito beber algo más, pensó.

Se sentó en la acera y echó la cabeza hacia atrás. Tenía que pasar algo pronto. No podía seguir sentada allí.

Contempló cómo el rebaño de periodistas comenzaba a dispersarse. La muchacha de Radio Stockholm se había marchado, pero Bertil Strand había regresado con los helados. No veía a Berit Hamrin por ninguna parte, Annika se preguntó dónde estaría.

Esperaré cinco minutos, pensó. Luego me voy a comprar un refresco y comenzaré a hablar con el vecindario.

Intentó dibujar un mapa de Estocolmo en su cabeza y situar exactamente su posición. Este era el corazón de Estocolmo, la ciudad de piedra intramuros. Miró hacia el sur, pasado el cuartel de bomberos. Ahí estaba Hantverkargatan, su calle. En realidad vivía a sólo diez manzanas de allí, en el interior de un edificio ruinoso junto a Kungsholmstorg. Sin embargo, nunca antes había estado en aquella zona. Allá abajo se encontraba la estación de metro de Fridshemsplan, si se esforzaba podía sentir cómo el tren resonaba bajo tierra y esparcía sus vibraciones a través del hormigón y del asfalto. Justo enfrente había una gran salida circular de aire del metro, un urinario y un banco. Quizá fue ahí donde estuvo sentado el drogata que llamó a «Escalofríos», fumando al sol junto a su amigo con ganas de orinar. ¿Por qué el amigo no fue al urinario?, se preguntó Annika. Pensó en ello durante un rato y al final fue a comprobarlo personalmente. Al abrir la puerta comprendió la razón. El olor dentro del armazón de plástico era insoportable. Retrocedió un par de pasos y cerró la puerta.

Una mujer con un cochecito se acercaba desde el parque. El niño del cochecito sostenía un biberón lleno de un líquido rojizo. La madre miraba desconcertada la cinta de plástico que se extendía a lo largo de la acera.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Annika estiró la espalda y se ajustó la correa del bolso.

—La policía ha acordonado la zona —respondió.

—Sí, eso ya lo veo. ¿Por qué?

Annika dudó. Lanzó una mirada por encima del hombro y vio que los otros periodistas la observaban. Rápidamente dio un par de pasos hacia la madre.

—Hay una mujer muerta ahí dentro —dijo en voz baja y señaló hacia el cementerio. La madre palideció.

—¡Qué horror! —exclamó.

—¿Vives por aquí? —preguntó Annika.

—Sí, a la vuelta de la esquina. Venimos de Rålis, pero había tanta gente allí que una apenas se podía sentar así que regresamos para acá. ¿Sigue ahí tirada?

La mujer estiró el cuello y ojeó entre los tilos. Annika asintió.

—¡Dios mío, qué desagradable! —exclamó la mujer y miró a Annika de hito en hito.

—¿Vienes mucho por aquí? —indagó Annika.

—Sí, a diario. Skruttis va al parvulario libre, arriba, en el «parque infantil».

La madre no podía apartar la vista del cementerio. Annika la estudió durante algunos segundos.

—¿Oíste algo raro ayer noche? ¿Y hoy por la mañana? ¿Algún grito desde el parque? —inquirió.

La mujer dobló el labio inferior hacia afuera, reflexionó y lo negó con la cabeza.

—Éste es un barrio muy ruidoso —dijo—. Durante el primer año me despertaba cada vez que salían los bomberos, pero ahora ya no. Además están los borrachos de Sankt Eriksgatan —no me refiero a los que van al albergue, ésos desaparecen antes de que anochezca—, sino a los escandalosos habituales, que te pueden mantener despierta toda la noche. Pero en realidad lo peor es el extractor de humos del MacDonald's. Está encendido todo el día y me está volviendo loca. ¿Cómo murió?

—Todavía no se sabe —respondió Annika—. ¿Así que nadie chilló, gritó pidiendo auxilio o algo por el estilo?

—Por supuesto, aquí los viernes por la noche siempre hay gritos y chillidos. Toma, corazón...

El bebé había perdido el biberón y comenzó a llorar, la madre se lo volvió a dar. A continuación señaló con la cabeza hacia Bertil Strand y los otros.

—¿Son los buitres?

—Sí. El que está comiendo el helado Dajm es mi fotógrafo. Me llamo Annika Bengtzon y soy del periódicoKvällspressen.

Alargó la mano y saludó. A pesar del comentario anterior la mujer pareció impresionada.

—¡Vaya! —exclamó Daniella Hermansson—, encantada. ¿Vas a escribir sobre esto?

—Yo u otra persona del periódico. ¿Te importa que anote algunas cosas?

—No, en absoluto.

—Te puedo citar...

—Mi nombre se escribe con dos eles y dos eses, como suena.

—¿Así que dices que suele haber mucho ruido por aquí?

Daniella Hermansson se enderezó e intentó mirar en el cuaderno de Annika.

—Sííí —respondió—. Muchísimo, principalmente los fines de semana.

—¿Así que si alguien gritara pidiendo ayuda nadie le oiría?

Daniella Hermansson hizo una nueva mueca con el labio inferior y negó con la cabeza.

—Aunque depende un poco de la hora del día —añadió—. Sobre las cuatro, cuatro y media de la madrugada hay más calma. Entonces sólo se oye el extractor. Yo duermo con la ventana abierta todo el año, es bueno para la piel. Pero no oí nada...

—¿Tu ventana da a la calle o al patio?

—A ambos lados. Vivimos en el segundo piso, al fondo a la derecha. El dormitorio da al patio.

—¿Y tú vienes por aquí todos los días?

—Sí, aún estoy de baja de maternidad por Skruttis, todas las madres del grupo familiar nos reunimos en el «parque infantil» por las mañanas. No, corazón...

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